jueves, 31 de diciembre de 2009

miércoles, 2 de diciembre de 2009

PEQUEÑA ANTOLOGÍA DE POETAS CHILENOS CONTEMPORÁNEOS EDICIONES DE LOS DIEZ (1917)

INTRODUCCIÓN


O rinovarsi o morire
D´Annunzio





¡Qué camino tan largo ha recorrido la poesía chilena desde aquellos días en que comenzaron los primeros balbuceos de su renovación! Advertimos interminable la distancia hecha, más que por el tiempo pasado, por las modalidades que han ido cayendo en desuso, gastadas, cual monedas de blando metal, por todo lo que en ellas había de falso y de postizo. Si las obras producidas en una época no resisen a que se las comprenda sino encuadradas dentro del momento que las vio nacer, quiere decir que todo en ellas está muy cerca de la falsedad, si no es la falsedad misma. En la poesía, como en ninguna de las otras ramas del arte, la teoría del maestro de “L Inteligencia” –raza, medio, momento- no es posible ya: la obra del poeta debe estar por sobre todos los convencionalismos, y sólo pueden determinarla circunstancias psicológicas especiales o recónditos problemas de la sensibilidad, que caen fuera de los dominios de las reglas y de las leyes estéticas.

Felizmente en el desenvolvimiento de nuestra poesía lírica contemporánea ha presidido un espíritu de razonada cordura estética: cada portalira trató siempre de expresar su verdad, cantando en sus versos libremente a cuanto estaba fuera de las circunstancias del medio. ¿Qué los primeros pasos fueron lentos? ¿Qué las influencias falsearon a nuestros escritores durante más de dos lustros? Ello era lógico y natural en un pueblo donde la cultura se presentaba aún incipiente, necesitando el excitante de los buenos modelos. ¿Acaso Francia, España, Italia, Inglaterra, Alemania, no siguieron de cerca de los griegos, primero, a los latinos más tarde, dándose entre ellas mismas, en la edad moderna, el caso de frecuentes y decisivas imitaciones? Ahí están los nombres de Boscan y Gracilazo, de Ronsard y Moliére, de Jonson y Byron, de Lessing y Tieck, de Bandello y Ariosto para afirmar el testimonio de las influencias que se han operado sucesivamente no sólo entre escritores aislados, sino que aun en generaciones enteras.

Los comienzos del movimiento evolutivo moderno en nuestra poesía lírica es menester rastrearlo entre la generación que vivía en el tiempo en que Rubén Darío llegó a Chile. Ya, antes del año 90, don Eduardo de la Barra comenzó a dar una que otra nota interesante de color e introdujo cierta flexible elegancia en su variedad de metros y una inquieta viveza imaginativa, aun cuando en el fondo era un enemigo decidido de los que él llamaba decadentes; más tarde Abelardo Varela, anticipaba una que otra nota de la lírica francesa de aquellos días, en sus estrofas bien cinceladas, tal si fuesen vasos de oro fino; Pablo Garriga ponía en sus pequeños poemitas una suave y sencilla ternura; Julio Vicuña Cifuentes dejaba presentir, al margen de sus doctas dilecciones horacianas, una modalidad que, si no era nueva, por lo menos hacía vislumbrar una aurora no distante; Dublé Urrutia iniciábase en el trato de las musas, antes de sus floridos veinte años; Préndez no cesa de arrancarle a su plectro notas que no ocultan las intenciones épicas; Samuel Lillo rima fáciles y sencillas estrofas que, más tarde, ha de reunir en un primer libro; comienzan a ser publicados por esos años, en los periódicos de Santiago, algunos versos de Pedro Antonio González, que no denuncian todavía la mariposa que se esconde en el secreto de la crisálida.

El resto de toda aquella juventud, que llegó tras la revolución del 91, alentaba débilmente en una generación literaria pobrísima, anticipando apenas esfuerzos literarios que, seguramente, no iban a hacer olvidar la obra consumada de los líricos de promedios del siglo, ya envejecida entonces en Guillermo Blest Gana, en Eusebio Lillo, en Luis Rodríguez Velasco, en José Antonio Soffia, en Guillermo Matta, quienes callan a la sombra de sus laureles resecos.

La apertura del Certamen Varela habría podido ser, años antes, una ocasión propicia para revelar a un poeta; sin embargo, los jurados nada lograron descubrir, rebajando, en cambio, con regateadores segundos premios, hermosas páginas de Rubén Darío que, doloroso es decirlo, aventajaban con mucho a las de don Eduardo de la Barra, laureado total en esa justa literaria.

Rubén Darío era, por aquellos años del 86, 87 y 88, una lección viva para cuantos le rodeaban, comprendiéndole avaramente: inquieto, curioso de todo lo europeo, leía mucho a los Goncourt, Catulle Mendes, Gautier, Flaubert, Armand Silvestre, llegando a formarse una modalidad estética enteramente europea: en el verso, después de abandonar los suspirillos germánicos de Heine y las vulgares imitaciones de Campoamor, iba hacia V´citor Hugo, para acabar en el culto de los parnasianos y de cuantos eran maestros en la escritura artística en Francia. Gustaba Darío de los exóticos coloristas que ya habían descubierto el Japón fino y galante; de los adoradores de las marquesas de Watteau y de las pastoras de Fragonard; de las bizarras sensaciones del gran Theo y de las carnales pecadoras del wagneriano amigo de Glatigny, que defendía a Lohengrin y a su cisne a grito herido, como para que le oyesen mejor.

Cuando el lírico nicaragüense, entonces un muchacho huraño, callado, con aspecto de indio triste, dio a la estampa su “Azul”, todos los entusiasmos dijeron ¡ah!, todos los asombros clamaron ¡oh! Esto sucedía allá por el año 1888, en el puerto de Valparaíso, uno de los últimos rincones del mundo, en donde Rubén Darío servía –como poeta que era, muy mal por cierto- un puesto de pesador en la aduana, que le había conseguido su generoso amigo Pedro Balmaceda Toro, hijo del malogrado don José Manuel.

Tras el “Azul” se anunció el día para las vivas inquietudes de muchos adolescentes portaliras. Rubén Darío cruzaba luego los Andes e iba a la metrópoli del Plata a cortar frescas rosas de su rosal de ensueño y a segar tiernos laureles. En Santiago, entretanto, va a exaltar “Azul” ese movimiento de resurrección que, incipiente en sus comienzos, fue tomando cuerpo hasta florecer en un intenso movimiento artístico: revistas de vida efímera lo insinuaron, luego siguieron algunos diarios hasta que, corridos algunos años, comienzan a darse a la estampa las primeras buenas cosechas líricas: “Ritmos”, de Pedro Antonio González; “Versos y poemas”, de Gustavo Valledor Sánchez; “Esmaltines”, de Francisco Contreras; “Campo lírico”, de Antonio Bohórquez Solar; “Brumas”, de Miguel Luis Rocuant; “Del mar a la montaña”, de Diego Dublé Urrutia; “Matices”, de Manuel Magallanes Moure.

El período literario que abarca el último lustro del pasado siglo y los primeros años de la centuria que comenzaba, fue sin duda uno de los más bizarros y curiosos de la literatura chilena. Las influencias de Rubén Darío, Jaimes Freires, Valencia, Lugones y González son tiránicas. A su vez, el poeta de “Ritmos” había sufrido las del Darío de “Prosas profanas”, de Díaz Mirón y del lírico de “Ritos”: más de una reminiscencia ideológica y más de una combinación métrica bastan para dejarla sentir inmediatamente. De entre los jóvenes, Rocuant y Bórquez Solar siguen a González, y el último imita muy de cerca “Las montañas de oro” de Lugones, “Castalia bárbara” de Jaimes Freire, “Prosas profanas” de Rubén Darío: son los mismos metros, el mismo simbolismo, las mismas referencias mitológicas, análogas bizarrías pour epater les bourgeois, que en el autor de “Campo lírico” venían a ser un eco, recogido a través de los tres poetas americanos, de los “Poemas bárbaros” de Leconte de Lisle, de la meticulosidad maestra de los parnasianos franceses y de las obscuridades de los simbolistas que Darío, Lugones y Jaimes Freire conocían a maravillas. Ya, en el hermoso prólogo que Marcial Cabrera le escribía a Bórquez Solar para su “Campo lírico”, reprochábale que “desbocó la cuadriga de sus águilas, despeñó su carro en los abismos y extremó en lo abstruso la ficción de su arte, para hacer hablar la Perla, monologar los Lirios y las Rosas, poner el oído al diálogo del Monstruo y la Princesa, en un indescifrable barajamiento de astreas y egipanes, oxiuros, tubiporas y lamantinas, y para desbordarse en exotismos extraños y en fantasías abracadabrantes”; y no se crea que el prologuista exageraba, pues si se lee el siguiente trozo se habrán comprendido todos los excesos que la libertad artística trajo por esos años.

En un hermoso jardín marino
donde hay astreas y tubiporas,
donde el ofiuro que es una estrella
junto a la fucsia a dormir se vino,
un cariofilo, sangre de auroras,
pezón del seno de una doncella
que hace mil años hirió un Delfín,
hace mil años que está soñando
de cien canciones al eco blando
muy tristes sueños en el jardín.

Eran la juventud y la desenfrenada imitación lo que originaban estos libros raros, extrañamente grotescos, pero que tenían un mérito altísimo: su versificación, en la mayor parte de los casos, admirable. Bórquez Solar repasaba en su primer libro toda la lira, manejando el verso con riqueza de ritmos y variedad de consonantes, hasta ese entonces sólo oídas entre nosotros en Pedro Antonio González.

También Francisco Contreras, en el alba rosada de su fresca adolescencia, le había cortado la cola a su perro con un pequeño libro lírico, audaz, cosmopolita, muy bien rimado: “Esmaltines”. Contreras comenzaba a conocer directamente el movimiento literario de Francia, y no creemos que, por ese entonces, hubiera otros, fuera de Marcial Cabrera y Miguel Luis Rocuant, que siguiesen tan de cerca la evolución del simbolismo francés. Luego, en el correr de los años, Contreras les había de aventajar en el estudio de los modernos, llegando a poseer un acabado conocimiento de toda la literatura contemporánea, que los años y el estudio no harían más que acrecentar. La publicación de “Esmaltines” tuvo un eco de escándalo: no pocos protestaron ante aquel pequeño volumen, esmeradamente impreso en tinta azul, que ostentaba dedicatorias extravagantes, dirigidas a la princesa Zafirina, a la señorita Primavera, al príncipe Matiz.. años más tarde, dio a la estampa su poema “Raúl”, que denunciaba una fuerte influencia baudeleriana y era un bello esfuerzo lírico. A modo de pórtico, lucía “Raúl” un manifiesto literario que entonces constituyó una novedad y hoy tiene el valor de un interesante documento. El eco de las “Flores del mal” no se olvida en sus dodecasílabos flexibles, pulidos con amor de orfebre e insólitos en su variedad imaginativa:

Y por ti busqué las crápulas impúdicas,
y el espasmo melancólico, nocturno
y las flores lujuriosas y palúdicas
y el ajenjo verde opaco y taciturno.

Así, poco a poco, se hacía el camino, preparándose el ambiente para las futuras siegas literarias. ¿Que hubo excesos? ¿Que los nuevos oficiantes de la capilla lírica extremaron sus procedimientos? Indudablemente; pero fueron esos crímenes de juventud y de entusiasmo cuyos resultados trajeron positivos beneficios artísticos. Con razón ha dicho Francisco Contreras, a quien siempre habrá que citar, en tratándose de aquel movimiento, que “el arte de la pasada década ha debido terminar, pues, con el medio que lo informó. Pero de él ha quedado lo que tenía de independiente al medio. Esto es, la idea de libertad y el sentimiento de la renovación”.

Fue esa época innovadora, que arrancó del movimiento iniciado por Rubén Darío con su “Azul” y que culminó en Pedro Antonio González, maestro de una generación, aun cuando el autor de “Ritmos” no procedía directamente del portalira de “Prosas profanas”, un período abiertamente revolucionario, iconoclástico, que ya es posible caracterizar por haber producido, de una parte, cuatro o cinco buenos escritores y de la otra, una serie de exageraciones, hijas de una ardiente modalidad literaria. El advenimiento del modernismo en nuestra literatura tuvo el significado de una amplia liberación de los gastados cánones seudo – clásicos y románticos: con él sucedía, a un período de decrepitud, una era primaveral, de absoluta libertad, aunque dicha libertad rayó en la anarquía, trayendo con su aliento de resurrección algunos excesos, naturales por lo demás, de toda fecundidad, de toda exhuberancia, de todo renuevo, en fin. Y sólo cuando esa juventud del último lustro del pasado siglo comenzó a liberarse de las influencias (los parnasianos y los simbolistas franceses; de Gorki e Ibsen; Darío, Lugones, Valencia, Chocano, González) entonces comenzó a producir lo más jugoso y duradero de su obra: ahí están, como un exponente de aquel momento literario, los libros de Contreras, de Rocuant, de Dublé Urrutia, de Magallanes Moure, de Bórquez Solar, de Silva, de Jorge González y de tantos otros.

Toda esa acción de trastorno lírico tuvo especialmente un alcance revolucionario verbal; aunque si bien es cierto que entre los más adelantados de aquella época los hubo conceptuosos en sus ideologías (huguesco Miguel Luis Rocuant, cuya gran inquietud iba hacia un panteísmo deísta; sensual, baudeleriano, Contreras, en su “Raúl”; imitando “Las montañas de oro” de Lugones, Bórquez; revolucionario, ardoroso, apostólico en su fe socialista, Silva, no es menos cierto también que, por sobre todas las emociones líricas, privaba casi exclusivamente el gay decir, la forma pura, la transparencia del vaso. Ellos repasaron toda la lira: los metros más simples y los más complicados; los más dóciles al oído y los más bizarros de factura; las estrofas más rebuscadas y los consonantes más rudos. Entonces se operó en nuestra poesía el verdadero milagro de una orquestación wagneriana: corno de Tanhauser y oboe de Lohengrin, fagot y violines, cobres y cristales, voces y suspiros, milagros y anunciaciones; toda la lira y toda la gama musical. Cada poeta hubiera podido decir con Moréas:

Moi qui porte Apollon au bout des dix doigts.

¿Qué de extraño había de ser , pues, que tras esta verdadera locura de verbalismo, en que se exageraron todas las maneras y todos los procedimientos, la mayor parte de las veces sin la cultura suficiente que supone toda innovación, se operase un contra movimiento benéfico en cuanto tendía a volver a una tranquila sencillez, a un amor hacia la vida y a una exaltación de toda personalidad?

Primeramente, la constante influencia que predominó, durante algunos años, de la literatura social, cuyo camino prepararon los libro de Zola, decidió a la nueva generación a mirar hacia la naturaleza y hacia la vida, poseída de un altísimo sentimiento humanitario. Entonces se leen, con furioso entusiasmo, los primeros libros de Gorki, Tolstoy. Dostoievski, Ibsen; el arte comienza a teñirse de amor hacia los desheredados y, por directa reacción, de gusto por las ideas: quienes presienten cercana la aurora roja de todas las vindicaciones; otros auscultan el dolor de los humildes; no pocos frecuentan los medios obreros para sentir el dolor de los de abajo; y mientras Víctor Domingo Silva canta en su “Hacia Allá”, -es decir, hacia la revuelta, hacia la vindicación, hacia el ideal social-:

Humilde orgullo mío si en esta hora inquieta
de todos mis poemas se hiciera un campanario
para tocar la gloria… Quizás soy un poeta,
pero antes que poeta soy revolucionario.

Bórquez Solar compone su “Floresta de los leones” –los leones son el pueblo que ruge y aguarda la hora de la venganza- y escribe: “He ido a empaparme mucho en la hiel y vinagre de allá abajo; y en nombre del Bien y de la Justicia quiero romper la molicie de los poderosos con el eco de este clamor, que viene agigantándose poco a poco, y que bien pudiera ser que se oyera con el estampido terrible de la trompeta del Juicio Último”.

Y sucedió lo que, forzosamente, tenía que suceder: poetas y novelistas miran en torno el ambiente social, la vida rústica de los campos, las miserias de las minas. Y cuando comienzan a sentir la vida chilena, -Federico Gana, el primero y el más perfecto de todos; Thompson y Labarca Hubertson, Baldomero Lillo y Santiván- ya Contreras prepara sus “Romances de Hoy” y proclama la vuelta hacia la naturaleza, hacia la vida. Entonces se acentúa una vigorosa corriente de nacionalización literaria que, ha de pasar, dejando la huella de dos o tres obras duraderas y el eco de muchas teorizaciones inútiles.

Porque ha sucedido, desgraciadamente, que cuando se ha predicado en el sentido de encauzar la literatura por un nacionalismo estrecho, a fin de teñirla de una interesante chilenidad, se ha entendido como que se pretendía obligarla a interesarse por ciertos detalles pueriles que le iban a dar color local, pero en ningún caso carácter autóctono y distinción vernacular. Porque así como en la España del momento existe una corriente no pequeña, cuyo prototipo es el hueco y empalagoso Ricardo León, que tiene por más español cuanto imita todo lo antiguo, volviendo a una rancia modalidad de lenguaje y a una resurrección minuciosa del color local de antaño, como si esto fuese a aventajar en carácter a cuanto crean un Pérez Galdós y un Baroja; hay quienes por acá estiman que no puede concebirse el arte chileno si no se copia a nuestro roto, se menciona la cordillera una o más veces, o se sazona la obra con expresiones que están más cerca del folklore que del arte. Tanto se vociferó en este sentido, que muchos han acabado por seguir el derrotero que le trazan, siendo sus obras, ¡oh, ironía!, harto menos chilenas que todas las de quienes no pusieron intenciones para que lo fueran: valga el caso de los cuentos de Federico Gana, de la novelita de Santiván, “La Hechizada”, de algunas páginas de Ángel Pino, de los cuentos de Rafael Maluenda, que, no teniendo pretensiones de ser documentos de la vida chilena, abundan, sin embargo, en tan intenso sabor de la tierra. Cuando sus autores lograron ser sinceros con ellos mismos y no pusieron más intención determinada que hacer arte sentido antes que fotografías, crearon bellas páginas, que no se han de olvidar fácilmente. Y es que antes que mirar al exterior es menester verse uno mismo: si la creación artística no fluye de la personalidad definida, que se traduce en el modo peculiar de ver y de sentir, comenzará por no interesarnos; la cuestión de la realidad tendrá un carácter secundario, pues no viene a ser más que un recurso en toda creación estética que no debe anteponerse a la emoción artística, como una limitación que tiraniza ante un momento, acto y cosa dados.

Sin conocimiento previo, hondo y sincero, forzando una cuerda que no era la de ellos, ¡cómo se han afanado Dublé Urrutia y Bórquez Solar por hacernos sentir el sabor de la tierra en sus versos! Desgraciadamente, no lo han conseguido porque, sobre no estar penetrados del sentimiento ingenuo de la vida rural, iban directamente a buscar la parte anecdótica en el detalle que nada expresa, quedando distantes de poder hacer sentir la emoción real: así Orrego Barros y Pezoa Véliz llegan a componer poemitas salpicados de frases en jerga popular; Dublé Urrutia a describir la naturaleza como lo hicieran Bello, Heredia u Olmedo y Bórquez Solar a cantar un Chiloé como Noruega o Terranova, ¡de memoria, siempre de memoria y no sintiendo jamás lo que decía! Sólo así se concibe que hable solamente de nereidas, sílfides, delfines, tritones; de rhinianas vírgenes blondas; de aves de Palas y nictálopes negros (cuando hasta al oído suenan mejor los nombres de murciélago y cuervo); del viejo océano; de la Venus de Milo; de Diana, que recorre las florestas (¡ni siquiera hablar de los bosques, sino de florestas en el Archipiélago!), seguida de corzas y de ninfas y del rey Egipán. Siquiera, en estos últimos años, Bórquez Solar ha trocado toda esta democracia mitológica por focas, ladridos de los perros de los vientos del Norte, Caleuche y otros atributos de mayor exactitud regional. En cambio, cuando un buen día escribe Pezoa Véliz su Astucia de Manuel Rodríguez, nos hace sentir el paisaje chileno y no poco del carácter malicioso y ladino de nuestros compatriotas; cuando Bórquez Solar compone también sus Tribulaciones, comienza por interesarnos inmediatamente aquel verdadero desgarrón de su sinceridad, que denuncia a un verdadero poeta, y cuando Dublé Urrutia rima La estrella desconocida, y en esa abstracción de idealidad adivinamos al lírico, al escritor que olvida influencias y modalidades, pensamos en el verdadero artista que en tantos de sus trabajos no hace más que ocultarse.

Luego, en el rodar de los años, muchos de los de aquella generación que sucedió a González, callan, y su silencio les aleja poco a poco de la vida literaria: Dublé Urrutia vegeta de legación en legación, arrastrando su escepticismo a través de los países europeos; Rocuant cultiva el oro de sus versos en el aislamiento de una tranquila vida de estudio; Bórquez Solar continúa riñendo sus líricas justas, ogaño igual que en aquel entonces de sus verdes años de mocedad; Jorge González huye hacia un apartado terruño y, de tarde en tarde, le arranca una fresca rama florida a su lírico laurel; Pezoa Véliz, como el autor de “Ritmos”, muere un día cualquiera en el lecho de un hospital; Contreras, desde su rincón francés escribe, escribe hermosos libros, que el turbión de la guerra europea le obliga a guardar; Víctor Domingo Silva va hacia la política, gana en ella honrosas y altivas batallas, y llega a un sillón del Congreso; pero ha dejado de rimar el oro de su ilusión como en sus locos tiempos de bohemia; Manuel Magallanes se renueva cada día y sus poemas del momento acusan una rara perfección; Ernesto Guzmán cultiva en el aislamiento de su áspera sinceridad su fresco jardín… Y, con el tiempo, como en los cuentos de hadas, han venido nuevos príncipes a cultivar otra risueña primavera en el huerto de hoy.

¿Quiénes son ellos? ¿Cuándo han llegado?

Idos son ya los tiempos en que, con santa ingenuidad, se creía en las modalidades de última hora: en las escuelas, en las hechuras de París, que enviaban, por cada correo ultramarino, los Jean Moréas, los Saint George de Bouhélier, los Jules Bois, los Saint – Pol – Roux, los Jules Romains. ¿Es que la generación actual tiene la seguridad de sus propias alas? ¿O es que cada cual se conforma con su santa y pobre sinceridad, y canta su canto sin escuchar el de los demás?

Sin embargo, la iniciación en los líricos de hoy fue incierta como en los de ayer, y ahí están, para corroborar el aserto, la influencia que han ejercido las obras de Marquina, de Unamuno, de Guerra Junqueiro, de Andrés González Blanco, cuya lírica melancolía rodembachiana ha tenido entre nosotros más de un eco entre los poetas de la última hora.

Desde los comienzo del cuarto lustro del siglo que corre, el movimiento de liberación estética comienza a alcanzar su total madurez, siendo fácil advertir dos tendencias paralelas, cuyo antagonismo es puramente verbal: mientras en un Max Jara, Manuel Magallanes Moure, Carlos Mondaca, Gabriela Mistral, Ángel Cruchaga, Jorge Hübner, mantienen el prestigio del verso armonioso, correcto, bien rimado, fruto de una amplia cultura literaria; en la otra, Pedro Prado, Ernesto Guzmán, Alberto Ried, olvidan voluntariamente todas las limitaciones de la retórica y escriben con sinceridad, libremente, ateniéndose a la simple manera de cortar los versos irregularmente: a veces los endecasílabos o los heptasílabos brotan involuntariamente; luego la medida ideal se deshace en una prosa fragmentaria, caprichosa, cuya armonía simplísima no llega al oído del ignaro lector.

No ha faltado quien haya designado con el nombre de verso libre a semejantes caprichos verbales: pero, si bien se analizan, notamos inmediatamente que nada tienen que ver con el noble y puro concepto del verso libre moderno, si es que por tal hemos de aceptar la forma consagrada en bellos libros por Gustavo Khan, Julio Laforgue y el fuerte Verhaeren. En su volumen “Ensayos” escribía recientemente Pedro Prado: “Bien se trate de los versos llamados libres (1), en realidad libres sólo de la rima…”, con lo cual afirmaba un error, pues una de las características del verso libre, sea en inglés, francés, alemán, español o italiano, es que siempre va aconsonantado, y es libre por cuanto no tiene más subordinación que la de un ritmo arbitrario. Leed algunos poemas de Juan Masefield, de Arno Holz, de Vielé – Griffin, de Luigi Capuana, de Rubén Darío, y advertiréis inmediatamente la presencia de la rima que en el verso constituye uno de los más positivos recursos de emoción estética. Y si no basta el caso de tales versolibristas, oigamos lo que dicen doctos filólogos como Mauricio Grammont y Ricardo Jaimes Freire, introductor este último del verso libre en América. Escribe el primero: “Quand ses rimes, au lieu d´etre plates d´un bout a l´autre, comme dans la tragédie, sont tantôt plates, tantôt croiseés, embrassées oú répétées, ont peut dire qu´il est en vers libres, en se plaçant au point de vue de la rime”; y el autor de “Castalia bárbara” consignaba: “El llamado verso libre, el arritmo, tiene del verso la rima, el estilo poético”.

Corrientemente, se ha hecho entre nosotros una lamentable confusión entre el verso blanco; la forma arrítmica en que escriben Pedro Prado y Ernesto Guzmán; y el verso libre, siendo que no existen semejanzas de ninguna especie: mientras el primero no es más que un endecasílabo sin rima y la forma en que fueron escritos “El llamado del mundo” y “El árbol ilusionado”, a veces era prosa cortada en cierto tono de versículos, -tal sucede en los admirables poemas cortos de Andrés Spire-, o versos de regulares endecasílabos y heptasílabos, el verso libre significa el empleo de un ritmo arbitrario, como sucede en el caso de esta estrofa de Lugones:

Harto esponjada en sus percales,
la joven apareció un tanto incierta
a pesar de las lisonjas locales.
Por la puerta,
asomaron racimos de glicinas,
y llegó de la huerta
un maternal escándalo de gallinas.

Lejos está el verso libre de las heladas formas fijas: todo el movimiento y toda la armonía caben dentro de su variada estructura. Tal vez descontando las necesidades del consonante, el verso libre es la forma literaria que más se acerca a lo espontáneo: su amplitud no impone más tiranía que la rítmica, que viene a tener el valor de una nota musical, pues supone la gracia armónica basada no en el número, sino que en el tono. Y esto es fruto, en todo caso, de la intuición que se tenga de la armonía verbal, que muy bien expresó Verlaine, cuando escribía: “Cuando estoy triste, escribo versos tristes, eso es todo, sin guiarme por otras reglas que no sean más que el instinto que creo tener de la bella escritura, como ellos dicen. Y contra los inflexibles partidarios de todo lo clásico, de todo lo establecido, es preciso recordar que el primer versolibrista fue La Fontaine”.

Y no es que la igualdad rítmica o la regularidad métrica originen, como lo hace notar Pedro Prado, una especie de verbomotorismo, pues existen ya pruebas harto concluyentes de lo contrario: ahí están el “Fausto” de Goethe, los poemas admirables de Gabriel D´Annunzio, las sencillas “Geórgicas cristianas” de Francis Jammes, donde no advierte siquiera el lector la monotonía del verso: en el primer caso, por la variedad enorme de metros livianos; en el segundo, por la flexibilidad maestra; en el tercero, por la sencillez eglógica.

Mas, si en cuanto toca a la libertad de la forma no han sido muy afortunados algunos de los jóvenes poetas chilenos, en cuanto toca en sus poemas al elemento imaginativo, a la inquietud pensante, a la originalidad ideológica, están muy por encima de todo lo que se ha producido hasta hoy en la literatura chilena. Y es que en ellos se ha dado más que la simple emoción de belleza y de musicalidad verbal: son poetas, sin la necesidad de recurrir a inútiles complicaciones retóricas, ni a metáforas violentas, ni a giros antitéticos, ni a equilibrios violentos, paradójicos. Su concepto de la poesía es una representación realista del mundo y de los sentimientos, que apenas si exige el aderezo de sencillas imágenes o de claros conceptos.

Sin embargo, en más de alguno de entre ellos, la poesía se resiente de aridez intelectual con la ausencia de calor emotivo y de sentimientos íntimos; a veces se torna razonadora, fríamente analítica, vacía de sentimientos: procede del cerebro y nunca toca el corazón. A veces se dijera que esta poesía puramente ideológica es una forma de la filosofía trasplantada al terreno del lirismo: advertid cómo en alguno de los poemas que figuran en la presente Antología, la emoción de la naturaleza y de la vida no es más que una especie de panteísmo razonado, a través del cual se nos aparecen las cosas sub specie aeternatis. En cambio, otros hay, y no son los menos, que hablan de hondas inquietudes sentimentales y son como desgarraduras interiores a través de las cuales se vacía la emoción, tal la sangre de una herida.

Si se nos exigiera caracterizar nuestro lirismo del momento, no vacilaríamos en decir que su interés reside directamente en su personalidad singular, sin que con ello afirmáramos que ha encontrado su origen en un individualismo estéril. Personales en sus ideas y en sus sentimientos, son nuestros mejores poetas de la hora presente: leed la Elegía de Carlos Mondaca y no encontraréis ni una imagen, ni un verso, que no provengan de una emoción palpitante e íntima; sentid en Magallanes o en Jara todo lo que hay de propio en sus estrofas, que son una exteriorización de estados psicológicos interesantes; repasad en Lázaro, de Prado, o en los pequeños poemitas de Guzmán, la original manera de sentir sus emociones: en aquel, ajustándolas a un fresco panteísmo, sereno y frío; en éste, expresándola con cierta seca tortura ideológica; leed a Daniel de la Vega y os cautivará su sinceridad sentimental, que fluye con tanta frescura de su verso; a Ángel Cruchaga, sencillo e intenso; a Hübner, fuerte en su ardiente emotividad; o, a los más jóvenes aún, que vienen tras ellos y denuncian ya personalidades interesantes.

Cada uno aporta la novedad de tener algo propio que expresar, que no oculta tras abigarrados arreos verbales; que por algo sentimos tan distantes ya a los ágiles versificadores que otrora cautivaran nuestros entusiasmos. Es de lamentar solamente en muchos de ellos que la reacción contra los rimadores fáciles les haya llevado al otro extremo: al de la negación de toda belleza rítmica y de todo interés en el estilo. Las ideas y las emociones estarán más cerca de nuestra sensibilidad, mientras mayor sea el atractivo del vaso que las contenga. ¿Por qué negar entonces esa belleza que no es más que un modo de expresión, como la nota en el canto, la cuerda en el instrumento y el color en la tela? Si la emoción estética ha de ser perdurable donde haya armonía, ¿por qué tratar de destruirla? ¿Por qué no conservar toda sensación de belleza en el cristal de una forma pura?


Armando Donoso