(Leído
en Tribuna de la Patria en Buenos
Aires)
Los Diez
La casa queda en las cercanías de Santiago. Frontera al camino
real y cercana al río Mapocho, la precede un parque criollo en que olorosos
jazmines se enredan a los pilares de la fachada y unas tinajas muestran su
comba lustrosa de verdín. Una cancela da paso al zaguán. De un lado queda la
torre, en que está el escritorio; del otro, el comedor. Y al fondo otra cancela
abre al patio, rectangular, bordeado de corredores con losetas rojas por piso,
enjabelgadas las paredes en que suele mostrarse el fino herraje de una farola.
En el patio hay naranjos y limoneros, una alta palmera y una fuente que dice su
romántica canción de agua. Todo es claro, preciso, recoleto; casa colonial que
implica señorío, y que a usted y que a mí, americanos nos es familiar, porque
es la casa de los abuelos que guardamos en el corazón como el más dulce de los
recuerdos de infancia.
Esta, en Santiago de Chile, es la residencia de Pedro Prado, poeta
y novelista.
Más allá del parque de la casa se amontonan una serie de edificios
híbridos, un poco capilla, otro poco de bodega, en pie alguna parte, otra medio
derruida, con una torre y sus campanas silenciadas por el tiempo. Adentro hay
una vaga luz de troneras y un inverosímil amontonamiento de objetos
incongruentes; muebles, lagares, maquinarias agrícolas, material de
construcción. Porque algún abuelo, posiblemente, pensó levantar allí una gran
fábrica, y el pensamiento quedó solo en proyecto. Y por lo que fuera, respeto o
desidia, nadie tocó nada. Y así fue el tiempo acumulándose hasta que un buen
día o, mejor dicho, una buena noche del año 1916, el grupo literario de Los
Diez hizo de aquel recinto la sede de sus reuniones, agregando a lo medroso del
escenario, propicio a lo fantástico, la leyenda que ellos mismos crearan.
Nunca se supo a ciencia cierta cuántos eran, ni se supo siquiera
si eran diez. Pero su iniciador fue Pedro Prado, y con él estaban los más altos
valores intelectuales que en ese entonces poseía Chile: Manuel Magallanes
Moure, poeta; Alfonso Leng, compositor; Augusto d´Halmar, novelista; Acario
Cotapos, compositor; Julio Bertrand, arquitecto; Alberto Ried, poeta.
Posiblemente fueran más. Nunca se supo. Pero atando cabos, por lo que alguno
solía decir, voluntariamente, porque en su espíritu estaba dejar cundir la
leyenda, fomentando la curiosidad, se pudo reconstruir sus actividades.
Nació la idea juega jugando. Como hombres artistas, un mucho de
niños que eran todos. En el fondo de unas de las bodegas, en una hornacina
formada por una puerta ciega, levantaron un altar a un gran chivo, ante el cual
quemaban incienso y decían largas tiradas de versos rituales. Todo esto con
luces de velones, mientras las campanas, salidas de su mudez, picaban alegres
voleos que espantaban a los búhos o doblaban toques que hacían a las viejas
criadas encomendar a Dios el alma del moribundo. Los iniciados, gravemente,
oficiaban, instruyendo a los neófitos en los misterios de esa liturgia. Y una
vez terminado el acto, Los Diez se iban al escritorio de Pedro Prado, en la
torre de entrada, felices de su escapatoria al absurdo, como niños que regresan
del país de las maravillas.
Y entonces empezaba la faz extraordinaria de su obra, a la cual la
cultura de Chile le debe frutos de óptima calidad.
La torre en que está el escritorio de Pedro Prado es cuadrada y al
parque abren estrechas y altas ventanas. En las paredes lucen cuadros de
grandes firmas. Aquí y allá hay sillones confortables, muebles de noble traza
colonial. Una escalera pina lleva a la parte superior, atestada literalmente de
libros. Allí se reunían Los Diez. Y era entonces el momento de la fina atención
prestada a la obra que leía su propio autor, de la apasionada crítica, de
escuchar la página musical recién concebida, de barajar conceptos sobre todo
tema grato a la inteligencia.
Ampliaron su campo de acción. No era cosa de seguir jugando con el
misterio ni de encerrarse entre las paredes de una torre. Fundaron una revista
que se llamó Los Diez. Y luego tuvieron una editorial. El público culto los
seguía, fascinado con los valores que ese grupo de seres privilegiados, a tono
con su época, iba mostrándoles. Porque allí se rompían moldes, aparecían nuevas
formas, ignoradas escuelas. Con sus notas bibliográficas, con sus páginas de
arte, con su crítica, a más de la propia obra de cada cual, divulgaban autores
universales hasta entonces poco conocidos en sus idiomas originales o en sus
escasas traducciones.
Pero se les hacía pequeña su escenografía en las viejas bodegas y
planearon un edificio frente al mar, una especie de cartuja, con biblioteca,
refectorio, celdas propicias al trabajo, una sala de música y una alta torre
para atalayar los horizontes, oyendo los vientos enredar su larga serpentina al
cuello de los pinos. Y el mar y la montaña alrededor, inmensidad frente a otra
inmensidad.
Discutieron los planos. Publicaron el proyecto definitivo. Un
señor cualquiera, con mucho dinero y mucha admiración por ellos, les ofreció en
El Algarrobo, al sur de Valparaíso, donde la costa presenta a las olas su dura
frente de acantilados, un gran terreno para edificar la casa de Los Diez.
Aceptaron el ofrecimiento y fueron en grupo a verlo. Allí mismo discutieron la
ubicación. Llegaron a un acuerdo. Pero, en último instante, uno de ellos,
acongojado exclamó:
–Pero, ¡cómo!... ¿Tendremos a nuestra torre para siempre aquí,
fija, sin movimiento, sin que nunca pueda nadie darle nueva forma, sin que
nunca se haga a la mar ni llegue a playas desconocidas?... ¿La torre de Los
Diez, aquí, inmóvil para siempre, tangible, de piedra y cemento?...
Y resolvieron que jamás la torre sería otra cosa que un sueño más
bello que toda realidad…
Un año, dos años, el grupo de amigos pudo mantener la obra de Los
Diez. Pero la vida intervino con el inexorable encaminar a sus criaturas por
los caminos del destino, y así Manuel Magallanes Moure, poeta y pintor, una
mañana cualquiera se durmió en la muerte: Augusto d´Halmar partió para tierras
de Asia, enviado por nuestro gobierno como Cónsul en Calculta; Julio Bertrand
se durmió también en la muerte; Alberto Ried tomó rumbo hacia Europa; Acario
Cotapos, enfiló hacia Norte América. Tan solo quedaron en Chile Pedro Prado y
Alfonso Leng. Alguna vez salieron fuera de su tierra. Volvieron como volvieron
otros: d´Halmar, Cotapos, Ried… Pero,
aunque siempre unidos por la más cordial de las amistades, nunca el grupo de
Los Diez volvió a formarse, convencidos, tal vez; de que una rosa nunca es
igual a la rosa que antes floreciera en el mismo rosal.
¿Qué significan en nuestra vida cultural estos hombres que
formaron el grupo de Los Diez?
El iniciador, Pedro Prado, es posiblemente el más fino espíritu de
artista que hayamos tenido en Chile. Inquieto, tremendamente analítico,
introvertido, lector insaciable, religioso, con una sólida cultura humanística,
su obra primera lo sitúa con sus poemas en prosa entre los simbolistas. Publica
La casa abandonada, Los pájaros errantes. Se destaca
enseguida en la novela, y entrega Alsino,
en que aparece el eterno personaje obsesionado con la idea del vuelo, Ícaro;
aquí se llama Alsino y es criatura campesina, niño al que le crecen alas y al
cual la vida condena a la caída, a la deformación, a la irremediable angustia
del fracaso. Todo ello en un clima de poesía, dentro de cuadros de una realidad
en que la montaña chilena aconcagüina abre sus ramazones y deja resbalar sus
correnteras, y en donde los seres tienen algo de agua y de piedra, tiernos y
duros al mismo tiempo. Posiblemente sea Alsino
la obra máxima de Pedro Prado. Porque si bien publica después Un juez rural,
lleno de observaciones y de un diluido humorismo, no se halla en sus páginas el
hálito poético que levanta a Alsino
hasta planos superiores en el orden literario. Pero no ha de quedarse en los
poemas en prosa y en la novela tan solo. Si inquietud busca nuevas formas.
Publica Androvar, drama bíblico, y
después una serie de sonetos, obra de madurez, perfectos de forma y con un rico
contenido emocional en que una pinta de escéptica filosofía pone un matiz que
no llega a lo sombrío.
Dentro y fuera de Chile la obra de Pedro Prado es justamente
valorizada. En constante producción, siempre en la casa de los abuelos en los
extramuros de Santiago, sin sobresaltos ni ambiciones, sincero consigo mismo,
trabaja solitario y ahincadamente.
Manuel Magallanes Moure, de familia lusitana, nos dejó una valiosa
obra poética, romántica y melódica. La saudade apunta en todos sus versos. Sus
temas son la mujer y el amor, en un fondo de paisaje desvanecido de colores:
como vieja acuarela. Era un hombre alto, cenceño, de barbas undosas y unos ojos
profundos y tiernos. Vivía en San Bernardo, en una destartalada quinta, entre
libros y cuadros. Le gustaba pintar. Sus telas revelaban la misma sensibilidad
que sus versos. Y su vida entera, rodeada de amigos, entregada a la mujer que
amó apasionada y tímidamente, tiene un tono menor grato para el oído refinado.
Augusto d´Halmar, vigoroso, es la escala mayor, los sonoros
acordes, los glisados, el pedal a fondo, el fortísimo. Viene de una familia
nórdica, mezclada con galos y celtas. Alto, con un perfil de medalla,
extraordinariamente bello, y con una voz dramática que maneja con destreza de
viejo actor. Tuvo una adolescencia bohemia de cuño romántico; con corbatas
flotantes, chambergos arbitrarios y capas con vistas de terciopelo. Y una
insolencia de arcángel rebelde. Su primera obra fue una novela naturalista que
pinta los bajos fondos santiaguinos. Juana
Lucero se intitula. Publicaba poemas y cuentos. Recitaban en el Ateneo,
escandalizando a los buenos burgueses con sus arrestos histriónicos. Después
viaja. Conoce América, Asia, Europa; fija su residencia en Madrid y en París
por largos años. Es íntimo de Rilke de Gide, de Azorín, de Montherlant. Su obra
primera en Europa se empapa en Farrére y en Loti. Pero después se evade de
estas influencias y entrega su novela mejor: Pasión y muerte del cura Deusto, publicada en España, con un
escenario sevillano, auténtica de espíritu andaluz, de bello y rico léxico, y
con una profunda psicología que bien perfila sus atormentados personajes. Sus
obras posteriores, dentro de estos mismos méritos, nunca han superado a esta
novela, que puede colocarse al lado con las grandes novelas de autores
americanos que tienen a España por fondo y que pudieran ser: El embrujo de Sevilla, de Carlos Reyles,
y La gloria de don Ramiro, de Enrique
Larreta. Actualmente vive d´Halmar en Chile, en Valparaíso, navegante que no
puede prescindir de su pipa y del olor a brea que el viento trae hasta su
cuarto de trabajo, en la casita adherida al flanco de un cerro milagrosamente…
Alberto Ried ha publicado poemas en prosa y cuentos. Poemas
simbólicos de bellas sugerencias y cuentos en que prima lo fantástico;
misterios, admoniciones. Prosa en que está presente el poema, dándole una gran
categoría al conjunto. Es, además, un notable escultor, y algunas de sus obras,
como Cabeza de Cristo y El hermano asno, le han dado un justo
renombre.
Julio Bertrand, arquitecto dejó una serie de edificios de sobria
belleza clásica. Uno de ellos, el más notable, es el palacio de la Embajada de
Estados Unidos en Santiago, situado en el Parque Forestal, realizado en estilo
renacimiento, lleno de severidad y hallazgos felices.
Alfonso Leng es el poeta del pentagrama, espíritu el más semejante
al de Pedro Prado. Sus Doloras, su Muerte de Alsino –comentario de un
capítulo a la obra de Prado– tienen el encanto y la fineza de los románticos.
Frente a él, en el otro extremo, habría que colocar a Acario Cotapos,
revolucionario, desconcertante, magníficamente dotado, especie de arsenal de
ideas, con una orquestación endiabladamente difícil, cuyas obras han sido
tocadas por las orquestas sinfónicas de Buenos Aires, Nueva York, Madrid,
Santiago y París. Se puede combatir a Cotapos, se lo puede discutir, pero nadie
le niega su real talento. Leng es la tradición, Cotapos el anarquismo. Uno es
silente y alejado de todo lo que no sea su pequeño grupo de elegidos; el otro,
sociable, simpatiquísimo es un conversador infatigable, contador prodigioso de
cuentos, de anécdotas, de aventuras. Pero ambos, en su persona y en su obra,
revelan el sello de un talento inconfundible.
Revista Atenea Nº 200, febrero de 1942.