martes, 20 de marzo de 2018

Impresiones de un artista / Enrique Swinburn

Impresiones de un artista
(Revista de Bellas Artes Nº 1, Santiago, septiembre de 1889, pp. 7-8)

En más de una ocasión he tenido la suerte de escribir para el público de mi patria las impresiones que recibiera durante mis excursiones artísticas por las cordilleras, selvas del sur y riberas del mar, inspirado siempre, solo por el deseo de generalizar el gusto por la naturaleza y sus bellezas, que proporciona placeres tan puros como grandes y bienhechores al ser humano y sin abrigar jamás pretensión alguna literaria; ahora animado por idénticos propósitos, me atrevo a escribir algo sobre las impresiones de taller; pero, consecuente con mi culto por la naturaleza, conservaré mi puesto como el más humilde de sus intérpretes y para evitar toda personalidad, usaré siempre del plural.
Hay momentos en que el taller de un artista aparece misterioso y digno de ser descrito: uno de ellos es en las primeras horas de la mañana en que la luz alumbra apenas los objetos, filtrándose por entre las cortinas de las grandes ventanas que aún conservan empañados sus cristales por la última helada: es esta la hora que inspira la esperanza del trabajo, es la luz gris, indecisa, que sin embargo, anuncia ya la claridad brillante del día, cuajada de ilusiones y por lo tanto es la hora íntima del artista en que el hombre penetra en el santuario del arte para abandonarse de lleno a su vocación y transformarse en intérprete de la naturaleza y de sus propios sentimientos, que siempre será esto el artista sincero, pues aquellos que solo pretenden reproducirla no cumplen con su misión por faltarles lo esencial que es la individualidad de sentimientos y además siempre la reproducirán mal, como que tal reproducción exacta es de todo punto imposible; por esta razón dejemos esta hora y las ideas que sugiere para otra ocasión e igual cosa hagamos con el día que ambas nos darán tema para borronear papel a su debido tiempo; ahora deseamos charlar a nuestros lectores con abandono y confianza en esa hora suave e impregnada de melodía, de colorido vigoroso y sombras misteriosas, cuando ocultándose el sol en el horizonte, pintan sus rayos en la húmeda atmósfera el color rico y brillante de la gloria y los tonos delicados del amor, palpitante todo de amor y de vida…
Pocos de nuestros lectores habrán conocido la vida íntima de un taller y menos serán aún, los que hayan pasado esta hora al lado de un artista, cuando suspendiendo el trabajo del día y arrojando la paleta y los pinceles contempla su obra velada por las sombras y el humo del inseparable habano, que se eleva para perderse quizás como sus ilusiones y sus ensueños. Ahí está el campo de batalla: las huestes reclutadas al aire libre, bajo el sol o desafiando la lluvia, al pie de alta cordillera o allá donde muere la ola del mar; todas en ordenada falange prestan su concurso a la idea, al sentimiento y a la verdad que luchan con el limitado poder humano; mas no vemos allí cadáveres, sino obras que nacen, ni más heridas que el amor propio que reconoce su propio valor, ni otra muerte que la de alguna esperanza bajo el peso del desaliento.
Bello dijo ser esta la hora de la conciencia y del pensar profundo; ahora la del gas y luz eléctrica y para la generalidad tan solo la hora de comer, sin detenerse un instante a pensar y mucho menos a lanzar una mirada a la naturaleza que se adorna con sus más espléndidos efectos. Nada! Time is money y adelante, quien pierde tiempo y en verdad le malgastan sembrando aburrimiento para más tarde porque muchos, desconociendo la benéfica influencia de la ciencia, la literatura y las artes, dejan sin cultivo sus sentimientos; vienen las canas y estas no cubren ideas generosas, sino recuerdos pueriles y quizás vergonzosos de un pasado que no volverá y que más valiera no recordar; pero dejemos un instante a la humanidad y sin prestar oído al sordo rumor de la ciudad que llega hasta nosotros, elevemos la vista para admirar la parte más bella de la creación y la más perfecta, ese cielo, que como la mujer al hombre es para el orbe, complemento magnífico, que hoy luce diáfano y tranquilo para mañana conmoverse con hórrida tormenta, pero sin jamás perder su perfección que no admite nada extraño a las leyes omnipotentes del creador.
Cuán pocos son los hombres que contemplan el cielo y qué grandes enseñanzas encierra; qué grandeza al alcance del más infeliz de los mortales, pues todos con solo elevar la frente le poseen.
Estudiemos un momento ese sublime pasaje de la tierra al éter, al infinito.
No hace mucho tuvimos la suerte de escuchar en los salones del Club del Progreso, una conferencia sobre la predicción del tiempo dada por el profesor de física don Luis Zegers y realmente gozamos escuchándola, pues en ella vimos que la verdad austera científica no desvanecía ni una sola de las ideas que nos inspirara la contemplación artística del cielo y convencernos también que un hombre de talento podía perfectamente hermanar a la ciencia el sentimiento artístico.
Para un paisajista nada más conveniente que estudiar con detención y cuanto sea posible las ciencias naturales y en especial la física, pues muchos, todos hablamos de atmósfera en un cuadro y cuántos son los que se dan cuenta cabal de lo que esto significa. Permítasenos unas pocas palabras sobre este tema: Siempre en el aire hay suspendida una cantidad variable de humedad que se altera obedeciendo al frío o al calor reinante y esas pequeñas nubecillas que a diez mil metros de altura, que apenas percibimos en forma de rayas paralelas en la bóveda celeste, se componen de pequeñísimas partículas de hielo y las vemos al través de esos diez mil metros de oxígeno, nitrógeno y demás componentes del aire, perfectamente transparente a la simple vista; pero que, conteniendo esa humedad suspendida le hace más o menos opaco y participar siempre a todas las nubes del tono general de la atmósfera sobre y en que se encuentran suspendidas y sumergidas.
Ampliaremos, diciendo que puede un cielo componerse de muy variados colores repartidos entre las nubes y partes despejadas de ese cielo, pero guardarán armonía en el tono, porque este lo da la atmósfera y la luz y hemos dicho, sobre y en que están las nubes, pues en verdad se ciernen sumergidas en el elemento atmosférico lo que les da ese encanto de suavidad en los contornos y vaguedad en las sombras y luego esa multitud de valores que hacen del cielo aún despejado, una verdadera bóveda transparente.
Un ave se cierne en el cielo y dándonos una nota acentuada en él nos hace realizar esa cualidad de la transparencia del más allá y a la vez la resistencia de ese elemento que le sostiene, mientras se eleva en acompasados giros. Esta transparencia sola, encierra la dificultad más inmensa que tiene un artista que vencer, disponiendo solamente de una superficie plana y unos cuantos colores para imitarla y luego; si pretendemos imitar esa gloria del cielo al ponerse el sol qué haremos, sino admirar con toda nuestra alma esa magnificencia y trasladar a la tela nuestra emoción, traspuesta a una gama más baja para poderla en parte realizar con los mezquinos medios a nuestro alcance.

Septiembre 14 de 1889

ENRIQUE SWINBURN


Impresiones de un artista
(Revista de Bellas Artes Nº 3, Santiago, diciembre de 1889, pp. 78-79)

(Continuación)

Muy reducidos en número son los cuadros en que el cielo no ocupe un lugar, sino importante, por lo menos de gran interés y, aunque un cielo sereno conviene a una composición en que las líneas del paisaje sean numerosas y muy variadas, en cambio, una escena cualquiera, aun la más sencilla, adquiere interés cuando las nubes suavizan los contornos de un horizonte quizás demasiado seco y duro, cubriendo también algún punto inconveniente a la composición y ofreciendo variedad en la sombra y luz y sombras proyectadas y además una espléndida manera de dar perspectiva al cielo, tanto lineal como aérea.
Todas estas ventajas ofrece un cielo con nubes; pero serán estas nulas y aun contraproducentes si el artista, al aprovechar de ellas, no es sincero, porque solo el estudio directo del natural y estoqueado por una inteligencia conocedora de todas las leyes científicas, puede aspirar a reproducir algo semejante a la naturaleza; pues es ya un hecho perfectamente comprobado que pueden nacer talentos que tengan aptitudes admirables para el color y el dibujo o claro-oscuro; pero que tratándose del paisaje o marina, cometen las inexactitudes más grandes y aun siendo fieles copistas del natural llegan a cometerlas y esto de una manera muy sencilla, porque no siendo posible la reproducción instantánea del natural y demorando un estudio cualquiera al aire libre varias horas, necesariamente mientras se lleva esta a cabo el cielo sufre grandes variaciones y aun en el caso de una lluvia continuada, pues más de una vez sucede que durante el curso de un temporal desfilan ante nuestra vista varias clases de nubes y si el artista que las estudia pintándolas, no conoce las leyes físicas, pintará lo que ve en ese momento y recordando lo que acaba de ver y sigue después viendo y por resultado final tendremos un espléndido disparate, porque será magnífico tal vez como color pero una solemne mentira de las leyes de la naturaleza y si a los grandes pintores antiguos podemos, en medio de nuestra admiración por su genio artístico, perdonar su falta de conocimientos científicos, ahora al artista moderno se exige exactitud y verdad unidos al sentimiento artístico y por lo tanto, una ilustración tan vasta como verdadera.
            A la vez que se cultiva el gusto artístico en un pueblo para elevar sus sentimientos, morigerar sus costumbres y ofrecerle vastísimo campo de goces intelectuales, con ello también se despierta el patriotismo más sano perpetuando en obras de arte, los hechos gloriosos de su historia, las costumbres y progreso de sus habitantes y las bellezas naturales que el país encierra y en Chile más que en ninguna nación, la mayor parte de su historia se ha desarrollado al aire libre en el magnífico escenario de los Andes o sobre las hermosas ondas del Pacífico. Entre los padres de la Patria que nos dieron la libertad y nosotros entre hoy y la época de la conquista, nada se interpone sino el tiempo. Esos mismos majestuosos Andes formaban el fondo de ese cuadro admirable de un puñado de españoles al mando de Pedro de Valdivia cruzando desiertos y selvas y ríos desconocidos para llegar al Huelén y fundar a Santiago y esos mismos Andes hacen ahora de perspectiva a los campos cultivados que cruza la locomotora llevando consigo el bienestar y el progreso; y las mismas aguas transparentes del Pacífico reflejan ahora con cariño los colores queridos de nuestra bandera, como lo hicieron a principios de este siglo, cuando, envuelta en el humo del combate, fue izada para no arriarse jamás.
De aquí, la necesidad imprescindible de que la naturaleza en Chile merezca toda nuestra atención y todo estudio, pues además de estar llamada a formar gran parte de nuestro arte histórico será también una de nuestras más grandes glorias cuando, reproducida con verdadera ejecución artística y patriotismo en el corazón del artista, numerosos cuadros la den a conocer en toda su exuberancia espléndida de efectos, conquistando simpatía y admiración en el orbe civilizado para Chile, que por su extensa longitud, abarca todos los climas y todas las bellezas naturales que ofrece un país limitado por las cordilleras más grandiosas del mundo y el océano más variado y rico de color y luz en sus costas, sobre el que luce un cielo ya diáfano y transparente, gris delicado o azul tropical, ya opaco y misterioso o sombrío y amenazador.

Diciembre 2 de 1889

ENRIQUE SWINBURN

lunes, 3 de abril de 2017

jueves, 29 de diciembre de 2016

jueves, 16 de abril de 2015

El Hermano Francisco / Cuento de Manuel Magallanes Moure


(Revista del Pacifico, Año I, Número I, junio de 1935, pp. 10 – 12)



Está en el monasterio, posado en una meseta de la montaña, a gran altura sobre el angosto y profundo valle, a lo largo del cual huye, con serpenteos de luz, el correntoso río.

Tan alta está la vieja fábrica y tan patinados por el sol y las lluvias sus muros de piedra, que mirada desde abajo confúndese con los riscos enrojecidos y los calcinados peñascos. Hay que escudriñar mucho con la vista para advertir el pequeño cubo de piedra, perdido en la cima, como un dado entre guijarros. Y viajeros hubo que, sin verlo, diéronle por avistado, cansados de negar, deseosos de que tuviera fin la insistencia de quien se empeñaba en señalarlo con el ojo fruncido y el índice enfilado.

Bórranse a la distancia los senderos y es tan hosco y tan agrio el aspecto de la sierra, que la suspendida construcción aparece aislada, inaccesible, perdida en la altura como un nido de águilas. Y águilas no son, sino mansos corderos los que allí habitan.

Es un convento de penitentes. Hombres que, a la manera de los antiguos cristianos, consideraron que el mundo es una charca infecta, donde germinan, como lombrices en lodazal, todos los vicios y todas las maldades, y determinaron huir de él. Sus almas, saturadas de luz divina, dejaron la sombría hondonada y, como los rayos del sol al atardecer, subieron hasta aquella cumbre elevada que las aproxima a Dios.

Vida de renunciación, vida de paz también, es la de aquellos santos varones; vida dedicada por entero a las profundas meditaciones, a las preces fervorosas, a las contemplaciones interminables, que aduermen el espíritu y lo hacen vagar por dilatados senderos de ilusión. Y para estos vuelos del alma hacia lo infinito, ningún paraje más adecuado que aquella cumbre altísima. Desde allí se ve pequeño, imperceptible casi todo lo de abajo: los bosques del valle son solo manchas oscuras; el río caudaloso, una hebra de luz; y los animales y los hombres no existen, sencillamente, porque no se les advierte; tan pequeños son desde la altura.

Mientras dura el verano, el sol recalienta las piedras, y las hierbas y los musgos, que quedan como metalizados. Pero llegado el invierno, ¡qué maravillas aquellas, que hacen florecer con los labios las alabanzas al Señor! Baja la nieve del cielo, revolando en nutrido enjambre y todo es blanco, sin mácula, como si la pureza misma del cielo cubriera la tierra con su manto generoso. Y luego, ya en la noche, la luna desciende a su vez sobre la nieve y los montes blancos y el blanco patio del claustro, blancos bajo el cielo azul, se hacen dulcemente luminosos, como en una visión de la gloria. Es una luz difusa, temblorosa, que todo lo baña en su nébula, que impregna con su claridad sutil todas las sombras, y que vierte en la humildad de las celdas el encanto de un celestial ensueño.

***

Una nevada tempranera había puesto ya blancura y silencio en la montaña y el claustro. Las nieblas permanecían en suspenso sobre el valle, como un mar de aguas opacas y, despendida de la tierra, la meseta del monasterio daba la ilusión de una inmensa nave aérea en viaje a la eternidad.

Recogidos en el refugio de sus celdas, los monjes penitentes se entregaban a la oración y al éxtasis: sueñan con el día bienaventurado en que sus cuerpos se irán a reposar, entre cánticos graves y preces lamentables, al panteón roqueño del convento, mientras sus almas, libres y gozosas, suben, suben al cercano cielo…

Manso, entre aquellos mansos de espíritu, más todos humilde y sencillo de corazón, el hermano Francisco, el bello hermano discípulo del pobrecito de Asís, escrupulosamente hurga en su alma, para arrancar de ella los más minúsculos sentimientos terrenales, tal un jardinero prolijo escarba en la blanda tierra de los barbechos y saca con sus dedos inexorables las raicillas que prometen dar vida a la cizaña.

Sentado está en la miseria de su lecho, encorvado sobre sí mismo, abiertos hacia lo infinito del éxtasis sus ojos sombreados por la ternura y la penitencia. La expectativa del encierro invernal le llena el alma de una nebulosa tristeza. Es joven, es sensible como una doncella, y su corazón, apaciblemente amoroso, alaba a Dios en todo lo creado. Saben los demás monjes, sábelo el anciano y bondadoso prior que el hermano Francisco habla con las florecillas silvestres y las besa con cariño, tan delicadamente, que sus labios se posan sobre ellas con la liviandad alada de una mariposa. Con curiosidad sonriente se han acercado más de una vez a contemplarlo, cuando abrazado a un viejo árbol, que los vendavales tumbaron, acariciábalo con sus manos exangües y decíale suaves palabras de consuelo. Y ocasiones hubo en que después de un coloquio divinamente amoroso con la cabra de pupilas de oro, tuvo un estremecimiento de pudor angélico al alzar la vista y ver cómo en torno de él se agrupaban, con rostros de beatitud, los demás monjes, sus hermanos, y lo miraban, lo miraban, con la alegría de sus santos ojos.

Pero ahora que la nieve baja sobre la cumbre, todo eso huyó. Huyeron las flores y los pájaros y los animalillos del buen Dios. Cae ahora la nieve: cae silenciosamente, cubriéndolo todo.

Y esta tristeza que flota en el alma del hermano Francisco, ¿será una tristeza bendita? ¿Será, acaso, este blando pesar por lo que se va, una inspiración del Demonio?

Así medita el bello hermano en la fría quietud de su celda, iluminada apenas por la blancura de la nieve, que cae, que hincha el dorso de la montaña y raya de blanco la sombra profunda de la quebrada.

Y para sosegar su espíritu hasta no sentirlo, hunde el buen monje su mano en el hondo bolsillo de su hábito y saca un pequeño libro forrado con piel de chivo, en cuya portada se lee: Vida de Francisco, el beato de Asís. Y sosteniendo el libro con la izquierda mano, ábrelo con los dedos de la diestra, por donde asoma el tallo aplastado y seco de una roja azucena de la montaña.

***

–Vos que amáis tanto a los animales, hermano mío Francisco, ¿diéraisle castigo o recompensa al lobo sanguinario que a dentelladas dio muerte al cabritillo del hermano Juan?

Iluminados los ojos por la esperanza de realizar una maravilla como la que llevara a cabo su glorioso patrono, el hermano Francisco repuso al monje que le hablaba:

–Hiciera por donde traerlo al camino de Dios, hermano mío; que la fuerza de las fieras no es en ellas sino ausencia de la gracia divina o presencia del espíritu malo.

Sonreía plácidamente bajo su capucha el monje austero y así le replicaba al amoroso Francisco:

–Cuidado, hermano mío, de empeñaros en tal empresa. Ved que el Demonio no duerme…

Pero el hermano Francisco no le oía ya: soñaba. Soñaba con la milagrosa aventura de su Seráfico Padre, que, por señalado favor de Dios, logró trocar la acometiva ferocidad del lobo asesino en la mansa resignación de un perro fiel.

Aquel diálogo, tenido en la penumbra matinal del claustro un día de nieve, fue para el hermano Francisco el germen de esta dulce obsesi
 ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽as largas horas de encierro y de meditaci d mansa resignacicia divina o presencia del espso patrono, el hermano Franción que ahora le henchía el alma y la hacía breves las largas horas de encierro y de meditación.

Saldría una noche de su celda, cuando los hermanos durmieran, y como la nieve acallaría el rumor de sus sandalias, no sería por nadie sentido. Por la blanca ladera descendería al bosque inmediato, y después de orar a Dios y pedirle que lo acorriera en aquel trance, se internaría bajo la sombra de los pinos, llamando con voz queda:

–Hermano lobo… Hermano lobo…

Ya veía que perforaban la oscuridad silenciosa dos puntos de luz cambiante, ya verde, ya roja. El lobo estaba allí y él iba a su encuentro.

–Hermano lobo…

Tendía el buen Francisco sus manos temblorosas de ternura, como si acariciara ya el pelo hirsuto de la fiera.

–Hermano lobo… Hermanito lobo…

Humedecían las lágrimas sus ojos y su hermoso semblante de adolescente iluminábase de beatitud, al imaginar que la bestia cruel trocaba su fría mirada de odio en una tibia mirada de amor… Sonreía en éxtasis al figurarse su regreso al monasterio, seguido por el dócil animal, y con voz lejana decía, como si ya fuera verdad el ensueño:

–Hermanos, hermanos míos… He aquí al hermano lobo…  Os lo traigo…

***

Y aconteció que una noche blanca en que la luna bajaba sobre la nieve y los montes blancos y el blanco patio del claustro, blancos bajo el cielo azul, se hacían dulcemente luminosos, como en una visión celestial, el hermano Francisco abandonó la paz de su celda y descendió por la blanca ladera, al bosque inmediato.

Azul estaba el cielo y las estrellas tan cerca de la cumbre, que parecía que hubieran bajado para seguir, como curiosas pupilas, los silenciosos pasos de Francisco.

Y he aquí que al día siguiente, ya mediado éste, los monjes que buscaban al desaparecido hermano, lo hallaron en la linde del bosque, medio sepultado por la nieve, destrozado el burdo hábito y el blanco pecho desgarrado y sangriento. Su bello rostro de adolescente, pálido ahora y más hermoso, sonreía, mirando al cielo con los ojos abiertos e inmóviles.

Quedáronse los dos monjes, cruzadas las manos en el pecho, inclinadas las cabezas, y uno de ellos dijo gravemente, sin apartar del bello difunto la mirada:

–Hermano mío, Francisco: feliz tú, porque Dios, en premio de tu fe, te ha llamado…

Y contestó el otro, como en un soplo:

–Amén…

El cadáver seguía sonriendo, con los ojos abiertos…

jueves, 9 de abril de 2015

"Un sueño eterno" / Borges habla sobre Kafka

Mi primer recuerdo de Kafka es del año 1916, cuando decidí aprender el idioma alemán. Antes lo había intentado con el ruso, pero fracasé. El alemán me resultó mucho más sencillo y la tarea fue grata. Tenía un diccionario alemán-inglés y al cabo de unos meses no sé si lograba entender lo que leía, pero sí podía gozar de la poesía de algunos autores. Fue entonces cuando leí el primer libro de Kafka que, aunque no lo recuerdo ahora exactamente, creo que se llamaba Once cuentos.
Me llamó la atención que Kafka escribiera tan sencillo, que yo mismo pudiera entenderlo, a pesar de que el movimiento impresionista, que era tan importante en esa época, fue en general un movimiento barroco que jugaba con las infinitas posibilidades del idioma alemán. Después, tuve oportunidad de leer El Proceso y a partir de ese momento lo he leído continuamente. La diferencia esencial con sus contemporáneos y hasta con los grandes escritores de otras épocas, Bernard Shaw o Chesterton, por ejemplo, es que con ellos uno está obligado a tomar la referencia ambiental, la connotación con el tiempo y el lugar.Es también el caso de Ibsen o de Dickens.
Kafka, en cambio, tiene textos, sobre todo en los cuentos, donde se establece algo eterno. A Kafka podemos leerlo y pensar que sus fábulas son tan antiguas como la historia, que esos sueños fueron soñados por hombres de otra época sin necesidad de vincularlos a Alemania o a Arabia. El hecho de haber escrito un texto que trasciende el momento en que se escribió, es notable. Se puede pensar que se redactó en Persia o en China y ahí está su valor. Y cuando Kafka hace referencias es profético. El hombre que está aprisionado por un orden, el hombre contra el Estado, ese fue uno de sus temas preferidos.
Yo traduje el libro de cuentos cuyo primer título es La trasformación y nunca supe por qué a todos les dio por ponerle La metamorfosis. Es un disparate, yo no sé a quién se le ocurrió traducir así esa palabra del más sencillo alemán. Cuando trabajé con la obra el editor insistió en dejarla así porque ya se había hecho famosa y se la vinculaba a Kafka. Creo que los cuentos son superiores a sus novelas. Las novelas, por otra parte, nunca concluyen. Tienen un número infinito de capítulos, porque su tema es de un número infinito de postulaciones.
A mí me gustan más sus relatos breves y aunque no hay ahora ninguna razón para que elija a uno sobre otro, tomaría aquel cuento sobre la construcción de la muralla. Yo he escrito también algunos cuentos en los cuales traté ambiciosa e inútilmente de ser Kafka. Hay uno, titulado La biblioteca de Babel y algún otro, que fueron ejercicios en donde traté de ser Kafka. Esos cuentos interesaron pero yo me dí cuenta que no había cumplido mi propósito y que debía buscar otro camino. Kafka fue tranquilo y hasta un poco secreto y yo elegí ser escandaloso.
Empecé siendo barroco, como todos los jóvenes escritores y ahora trato de no serlo. Intenté también ser anónimo, pero cualquier cosa que escriba se conoce inmediatamente. Kafka no quiso publicar mucho en vida y encargó que destruyeran su obra. Esto me recuerda el caso de Virgilio que también le encargó a sus amigos que destruyeran la inconclusa Eneida. La desobediencia de estos hizo que, felizmente para nosotros, la obra se conservara. Yo creo que ni Virgilio ni Kafka querían en realidad que su obra se destruyera. De otro modo habrían hecho ellos mismos el trabajo. Si yo le encargo la tarea a un amigo, es un modo de decir que no me hago responsable. Mi padre escribió muchísimo y quemó todo antes de morir.
Kafka ha sido uno de los grandes autores de toda la literatura, Para mí es el primero de este siglo. Yo estuve en los actos del centenario de Joyce y cuando alguien lo comparó con Kafka dije que eso era una blasfemia. Es que Joyce es importante dentro de la lengua inglesa y de sus infinitas posibilidades, pero es intraducible. En cambio Kafka escribía en un alemán muy sencillo y delicado. A él le importaba la obra no la fama, eso es indudable. De todos modos, Kafka, ese soñador que no quiso que sus sueños fueran conocidos, ahora es parte de ese sueño universal que es la memoria. Nosotros sabemos cuáles son sus fechas, cuál es su vida, que es de origen judío y demás, todo eso va a ser olvidado, pero sus cuentos seguirán contándose.

(Tomado del diario El País www.elpais.com)

martes, 27 de enero de 2015

Cita de Luis Oyarzún


"El amor maniático por los animales viene también, como gran parte de la pintura abstracta, de la falta de amor por el prójimo".