jueves, 16 de abril de 2015

El Hermano Francisco / Cuento de Manuel Magallanes Moure


(Revista del Pacifico, Año I, Número I, junio de 1935, pp. 10 – 12)



Está en el monasterio, posado en una meseta de la montaña, a gran altura sobre el angosto y profundo valle, a lo largo del cual huye, con serpenteos de luz, el correntoso río.

Tan alta está la vieja fábrica y tan patinados por el sol y las lluvias sus muros de piedra, que mirada desde abajo confúndese con los riscos enrojecidos y los calcinados peñascos. Hay que escudriñar mucho con la vista para advertir el pequeño cubo de piedra, perdido en la cima, como un dado entre guijarros. Y viajeros hubo que, sin verlo, diéronle por avistado, cansados de negar, deseosos de que tuviera fin la insistencia de quien se empeñaba en señalarlo con el ojo fruncido y el índice enfilado.

Bórranse a la distancia los senderos y es tan hosco y tan agrio el aspecto de la sierra, que la suspendida construcción aparece aislada, inaccesible, perdida en la altura como un nido de águilas. Y águilas no son, sino mansos corderos los que allí habitan.

Es un convento de penitentes. Hombres que, a la manera de los antiguos cristianos, consideraron que el mundo es una charca infecta, donde germinan, como lombrices en lodazal, todos los vicios y todas las maldades, y determinaron huir de él. Sus almas, saturadas de luz divina, dejaron la sombría hondonada y, como los rayos del sol al atardecer, subieron hasta aquella cumbre elevada que las aproxima a Dios.

Vida de renunciación, vida de paz también, es la de aquellos santos varones; vida dedicada por entero a las profundas meditaciones, a las preces fervorosas, a las contemplaciones interminables, que aduermen el espíritu y lo hacen vagar por dilatados senderos de ilusión. Y para estos vuelos del alma hacia lo infinito, ningún paraje más adecuado que aquella cumbre altísima. Desde allí se ve pequeño, imperceptible casi todo lo de abajo: los bosques del valle son solo manchas oscuras; el río caudaloso, una hebra de luz; y los animales y los hombres no existen, sencillamente, porque no se les advierte; tan pequeños son desde la altura.

Mientras dura el verano, el sol recalienta las piedras, y las hierbas y los musgos, que quedan como metalizados. Pero llegado el invierno, ¡qué maravillas aquellas, que hacen florecer con los labios las alabanzas al Señor! Baja la nieve del cielo, revolando en nutrido enjambre y todo es blanco, sin mácula, como si la pureza misma del cielo cubriera la tierra con su manto generoso. Y luego, ya en la noche, la luna desciende a su vez sobre la nieve y los montes blancos y el blanco patio del claustro, blancos bajo el cielo azul, se hacen dulcemente luminosos, como en una visión de la gloria. Es una luz difusa, temblorosa, que todo lo baña en su nébula, que impregna con su claridad sutil todas las sombras, y que vierte en la humildad de las celdas el encanto de un celestial ensueño.

***

Una nevada tempranera había puesto ya blancura y silencio en la montaña y el claustro. Las nieblas permanecían en suspenso sobre el valle, como un mar de aguas opacas y, despendida de la tierra, la meseta del monasterio daba la ilusión de una inmensa nave aérea en viaje a la eternidad.

Recogidos en el refugio de sus celdas, los monjes penitentes se entregaban a la oración y al éxtasis: sueñan con el día bienaventurado en que sus cuerpos se irán a reposar, entre cánticos graves y preces lamentables, al panteón roqueño del convento, mientras sus almas, libres y gozosas, suben, suben al cercano cielo…

Manso, entre aquellos mansos de espíritu, más todos humilde y sencillo de corazón, el hermano Francisco, el bello hermano discípulo del pobrecito de Asís, escrupulosamente hurga en su alma, para arrancar de ella los más minúsculos sentimientos terrenales, tal un jardinero prolijo escarba en la blanda tierra de los barbechos y saca con sus dedos inexorables las raicillas que prometen dar vida a la cizaña.

Sentado está en la miseria de su lecho, encorvado sobre sí mismo, abiertos hacia lo infinito del éxtasis sus ojos sombreados por la ternura y la penitencia. La expectativa del encierro invernal le llena el alma de una nebulosa tristeza. Es joven, es sensible como una doncella, y su corazón, apaciblemente amoroso, alaba a Dios en todo lo creado. Saben los demás monjes, sábelo el anciano y bondadoso prior que el hermano Francisco habla con las florecillas silvestres y las besa con cariño, tan delicadamente, que sus labios se posan sobre ellas con la liviandad alada de una mariposa. Con curiosidad sonriente se han acercado más de una vez a contemplarlo, cuando abrazado a un viejo árbol, que los vendavales tumbaron, acariciábalo con sus manos exangües y decíale suaves palabras de consuelo. Y ocasiones hubo en que después de un coloquio divinamente amoroso con la cabra de pupilas de oro, tuvo un estremecimiento de pudor angélico al alzar la vista y ver cómo en torno de él se agrupaban, con rostros de beatitud, los demás monjes, sus hermanos, y lo miraban, lo miraban, con la alegría de sus santos ojos.

Pero ahora que la nieve baja sobre la cumbre, todo eso huyó. Huyeron las flores y los pájaros y los animalillos del buen Dios. Cae ahora la nieve: cae silenciosamente, cubriéndolo todo.

Y esta tristeza que flota en el alma del hermano Francisco, ¿será una tristeza bendita? ¿Será, acaso, este blando pesar por lo que se va, una inspiración del Demonio?

Así medita el bello hermano en la fría quietud de su celda, iluminada apenas por la blancura de la nieve, que cae, que hincha el dorso de la montaña y raya de blanco la sombra profunda de la quebrada.

Y para sosegar su espíritu hasta no sentirlo, hunde el buen monje su mano en el hondo bolsillo de su hábito y saca un pequeño libro forrado con piel de chivo, en cuya portada se lee: Vida de Francisco, el beato de Asís. Y sosteniendo el libro con la izquierda mano, ábrelo con los dedos de la diestra, por donde asoma el tallo aplastado y seco de una roja azucena de la montaña.

***

–Vos que amáis tanto a los animales, hermano mío Francisco, ¿diéraisle castigo o recompensa al lobo sanguinario que a dentelladas dio muerte al cabritillo del hermano Juan?

Iluminados los ojos por la esperanza de realizar una maravilla como la que llevara a cabo su glorioso patrono, el hermano Francisco repuso al monje que le hablaba:

–Hiciera por donde traerlo al camino de Dios, hermano mío; que la fuerza de las fieras no es en ellas sino ausencia de la gracia divina o presencia del espíritu malo.

Sonreía plácidamente bajo su capucha el monje austero y así le replicaba al amoroso Francisco:

–Cuidado, hermano mío, de empeñaros en tal empresa. Ved que el Demonio no duerme…

Pero el hermano Francisco no le oía ya: soñaba. Soñaba con la milagrosa aventura de su Seráfico Padre, que, por señalado favor de Dios, logró trocar la acometiva ferocidad del lobo asesino en la mansa resignación de un perro fiel.

Aquel diálogo, tenido en la penumbra matinal del claustro un día de nieve, fue para el hermano Francisco el germen de esta dulce obsesi
 ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽as largas horas de encierro y de meditaci d mansa resignacicia divina o presencia del espso patrono, el hermano Franción que ahora le henchía el alma y la hacía breves las largas horas de encierro y de meditación.

Saldría una noche de su celda, cuando los hermanos durmieran, y como la nieve acallaría el rumor de sus sandalias, no sería por nadie sentido. Por la blanca ladera descendería al bosque inmediato, y después de orar a Dios y pedirle que lo acorriera en aquel trance, se internaría bajo la sombra de los pinos, llamando con voz queda:

–Hermano lobo… Hermano lobo…

Ya veía que perforaban la oscuridad silenciosa dos puntos de luz cambiante, ya verde, ya roja. El lobo estaba allí y él iba a su encuentro.

–Hermano lobo…

Tendía el buen Francisco sus manos temblorosas de ternura, como si acariciara ya el pelo hirsuto de la fiera.

–Hermano lobo… Hermanito lobo…

Humedecían las lágrimas sus ojos y su hermoso semblante de adolescente iluminábase de beatitud, al imaginar que la bestia cruel trocaba su fría mirada de odio en una tibia mirada de amor… Sonreía en éxtasis al figurarse su regreso al monasterio, seguido por el dócil animal, y con voz lejana decía, como si ya fuera verdad el ensueño:

–Hermanos, hermanos míos… He aquí al hermano lobo…  Os lo traigo…

***

Y aconteció que una noche blanca en que la luna bajaba sobre la nieve y los montes blancos y el blanco patio del claustro, blancos bajo el cielo azul, se hacían dulcemente luminosos, como en una visión celestial, el hermano Francisco abandonó la paz de su celda y descendió por la blanca ladera, al bosque inmediato.

Azul estaba el cielo y las estrellas tan cerca de la cumbre, que parecía que hubieran bajado para seguir, como curiosas pupilas, los silenciosos pasos de Francisco.

Y he aquí que al día siguiente, ya mediado éste, los monjes que buscaban al desaparecido hermano, lo hallaron en la linde del bosque, medio sepultado por la nieve, destrozado el burdo hábito y el blanco pecho desgarrado y sangriento. Su bello rostro de adolescente, pálido ahora y más hermoso, sonreía, mirando al cielo con los ojos abiertos e inmóviles.

Quedáronse los dos monjes, cruzadas las manos en el pecho, inclinadas las cabezas, y uno de ellos dijo gravemente, sin apartar del bello difunto la mirada:

–Hermano mío, Francisco: feliz tú, porque Dios, en premio de tu fe, te ha llamado…

Y contestó el otro, como en un soplo:

–Amén…

El cadáver seguía sonriendo, con los ojos abiertos…

jueves, 9 de abril de 2015

"Un sueño eterno" / Borges habla sobre Kafka

Mi primer recuerdo de Kafka es del año 1916, cuando decidí aprender el idioma alemán. Antes lo había intentado con el ruso, pero fracasé. El alemán me resultó mucho más sencillo y la tarea fue grata. Tenía un diccionario alemán-inglés y al cabo de unos meses no sé si lograba entender lo que leía, pero sí podía gozar de la poesía de algunos autores. Fue entonces cuando leí el primer libro de Kafka que, aunque no lo recuerdo ahora exactamente, creo que se llamaba Once cuentos.
Me llamó la atención que Kafka escribiera tan sencillo, que yo mismo pudiera entenderlo, a pesar de que el movimiento impresionista, que era tan importante en esa época, fue en general un movimiento barroco que jugaba con las infinitas posibilidades del idioma alemán. Después, tuve oportunidad de leer El Proceso y a partir de ese momento lo he leído continuamente. La diferencia esencial con sus contemporáneos y hasta con los grandes escritores de otras épocas, Bernard Shaw o Chesterton, por ejemplo, es que con ellos uno está obligado a tomar la referencia ambiental, la connotación con el tiempo y el lugar.Es también el caso de Ibsen o de Dickens.
Kafka, en cambio, tiene textos, sobre todo en los cuentos, donde se establece algo eterno. A Kafka podemos leerlo y pensar que sus fábulas son tan antiguas como la historia, que esos sueños fueron soñados por hombres de otra época sin necesidad de vincularlos a Alemania o a Arabia. El hecho de haber escrito un texto que trasciende el momento en que se escribió, es notable. Se puede pensar que se redactó en Persia o en China y ahí está su valor. Y cuando Kafka hace referencias es profético. El hombre que está aprisionado por un orden, el hombre contra el Estado, ese fue uno de sus temas preferidos.
Yo traduje el libro de cuentos cuyo primer título es La trasformación y nunca supe por qué a todos les dio por ponerle La metamorfosis. Es un disparate, yo no sé a quién se le ocurrió traducir así esa palabra del más sencillo alemán. Cuando trabajé con la obra el editor insistió en dejarla así porque ya se había hecho famosa y se la vinculaba a Kafka. Creo que los cuentos son superiores a sus novelas. Las novelas, por otra parte, nunca concluyen. Tienen un número infinito de capítulos, porque su tema es de un número infinito de postulaciones.
A mí me gustan más sus relatos breves y aunque no hay ahora ninguna razón para que elija a uno sobre otro, tomaría aquel cuento sobre la construcción de la muralla. Yo he escrito también algunos cuentos en los cuales traté ambiciosa e inútilmente de ser Kafka. Hay uno, titulado La biblioteca de Babel y algún otro, que fueron ejercicios en donde traté de ser Kafka. Esos cuentos interesaron pero yo me dí cuenta que no había cumplido mi propósito y que debía buscar otro camino. Kafka fue tranquilo y hasta un poco secreto y yo elegí ser escandaloso.
Empecé siendo barroco, como todos los jóvenes escritores y ahora trato de no serlo. Intenté también ser anónimo, pero cualquier cosa que escriba se conoce inmediatamente. Kafka no quiso publicar mucho en vida y encargó que destruyeran su obra. Esto me recuerda el caso de Virgilio que también le encargó a sus amigos que destruyeran la inconclusa Eneida. La desobediencia de estos hizo que, felizmente para nosotros, la obra se conservara. Yo creo que ni Virgilio ni Kafka querían en realidad que su obra se destruyera. De otro modo habrían hecho ellos mismos el trabajo. Si yo le encargo la tarea a un amigo, es un modo de decir que no me hago responsable. Mi padre escribió muchísimo y quemó todo antes de morir.
Kafka ha sido uno de los grandes autores de toda la literatura, Para mí es el primero de este siglo. Yo estuve en los actos del centenario de Joyce y cuando alguien lo comparó con Kafka dije que eso era una blasfemia. Es que Joyce es importante dentro de la lengua inglesa y de sus infinitas posibilidades, pero es intraducible. En cambio Kafka escribía en un alemán muy sencillo y delicado. A él le importaba la obra no la fama, eso es indudable. De todos modos, Kafka, ese soñador que no quiso que sus sueños fueran conocidos, ahora es parte de ese sueño universal que es la memoria. Nosotros sabemos cuáles son sus fechas, cuál es su vida, que es de origen judío y demás, todo eso va a ser olvidado, pero sus cuentos seguirán contándose.

(Tomado del diario El País www.elpais.com)

martes, 27 de enero de 2015

Cita de Luis Oyarzún


"El amor maniático por los animales viene también, como gran parte de la pintura abstracta, de la falta de amor por el prójimo".