(Revista del Pacifico, Año I, Número I, junio de 1935, pp. 10 – 12)
Está
en el monasterio, posado en una meseta de la montaña, a gran altura sobre el
angosto y profundo valle, a lo largo del cual huye, con serpenteos de luz, el correntoso
río.
Tan
alta está la vieja fábrica y tan patinados por el sol y las lluvias sus muros
de piedra, que mirada desde abajo confúndese con los riscos enrojecidos y los
calcinados peñascos. Hay que escudriñar mucho con la vista para advertir el pequeño
cubo de piedra, perdido en la cima, como un dado entre guijarros. Y viajeros
hubo que, sin verlo, diéronle por avistado, cansados de negar, deseosos de que
tuviera fin la insistencia de quien se empeñaba en señalarlo con el ojo
fruncido y el índice enfilado.
Bórranse
a la distancia los senderos y es tan hosco y tan agrio el aspecto de la sierra,
que la suspendida construcción aparece aislada, inaccesible, perdida en la
altura como un nido de águilas. Y águilas no son, sino mansos corderos los que
allí habitan.
Es
un convento de penitentes. Hombres que, a la manera de los antiguos cristianos,
consideraron que el mundo es una charca infecta, donde germinan, como lombrices
en lodazal, todos los vicios y todas las maldades, y determinaron huir de él.
Sus almas, saturadas de luz divina, dejaron la sombría hondonada y, como los
rayos del sol al atardecer, subieron hasta aquella cumbre elevada que las
aproxima a Dios.
Vida
de renunciación, vida de paz también, es la de aquellos santos varones; vida
dedicada por entero a las profundas meditaciones, a las preces fervorosas, a
las contemplaciones interminables, que aduermen el espíritu y lo hacen vagar
por dilatados senderos de ilusión. Y para estos vuelos del alma hacia lo
infinito, ningún paraje más adecuado que aquella cumbre altísima. Desde allí se
ve pequeño, imperceptible casi todo lo de abajo: los bosques del valle son solo
manchas oscuras; el río caudaloso, una hebra de luz; y los animales y los
hombres no existen, sencillamente, porque no se les advierte; tan pequeños son
desde la altura.
Mientras
dura el verano, el sol recalienta las piedras, y las hierbas y los musgos, que
quedan como metalizados. Pero llegado el invierno, ¡qué maravillas aquellas,
que hacen florecer con los labios las alabanzas al Señor! Baja la nieve del
cielo, revolando en nutrido enjambre y todo es blanco, sin mácula, como si la
pureza misma del cielo cubriera la tierra con su manto generoso. Y luego, ya en
la noche, la luna desciende a su vez sobre la nieve y los montes blancos y el
blanco patio del claustro, blancos bajo el cielo azul, se hacen dulcemente
luminosos, como en una visión de la gloria. Es una luz difusa, temblorosa, que
todo lo baña en su nébula, que impregna con su claridad sutil todas las
sombras, y que vierte en la humildad de las celdas el encanto de un celestial
ensueño.
***
Una
nevada tempranera había puesto ya blancura y silencio en la montaña y el
claustro. Las nieblas permanecían en suspenso sobre el valle, como un mar de
aguas opacas y, despendida de la tierra, la meseta del monasterio daba la
ilusión de una inmensa nave aérea en viaje a la eternidad.
Recogidos
en el refugio de sus celdas, los monjes penitentes se entregaban a la oración y
al éxtasis: sueñan con el día bienaventurado en que sus cuerpos se irán a
reposar, entre cánticos graves y preces lamentables, al panteón roqueño del
convento, mientras sus almas, libres y gozosas, suben, suben al cercano cielo…
Manso,
entre aquellos mansos de espíritu, más todos humilde y sencillo de corazón, el
hermano Francisco, el bello hermano discípulo del pobrecito de Asís,
escrupulosamente hurga en su alma, para arrancar de ella los más minúsculos
sentimientos terrenales, tal un jardinero prolijo escarba en la blanda tierra
de los barbechos y saca con sus dedos inexorables las raicillas que prometen
dar vida a la cizaña.
Sentado
está en la miseria de su lecho, encorvado sobre sí mismo, abiertos hacia lo
infinito del éxtasis sus ojos sombreados por la ternura y la penitencia. La
expectativa del encierro invernal le llena el alma de una nebulosa tristeza. Es
joven, es sensible como una doncella, y su corazón, apaciblemente amoroso,
alaba a Dios en todo lo creado. Saben los demás monjes, sábelo el anciano y
bondadoso prior que el hermano Francisco habla con las florecillas silvestres y
las besa con cariño, tan delicadamente, que sus labios se posan sobre ellas con
la liviandad alada de una mariposa. Con curiosidad sonriente se han acercado
más de una vez a contemplarlo, cuando abrazado a un viejo árbol, que los
vendavales tumbaron, acariciábalo con sus manos exangües y decíale suaves
palabras de consuelo. Y ocasiones hubo en que después de un coloquio
divinamente amoroso con la cabra de pupilas de oro, tuvo un estremecimiento de
pudor angélico al alzar la vista y ver cómo en torno de él se agrupaban, con
rostros de beatitud, los demás monjes, sus hermanos, y lo miraban, lo miraban,
con la alegría de sus santos ojos.
Pero
ahora que la nieve baja sobre la cumbre, todo eso huyó. Huyeron las flores y
los pájaros y los animalillos del buen Dios. Cae ahora la nieve: cae
silenciosamente, cubriéndolo todo.
Y
esta tristeza que flota en el alma del hermano Francisco, ¿será una tristeza
bendita? ¿Será, acaso, este blando pesar por lo que se va, una inspiración del
Demonio?
Así
medita el bello hermano en la fría quietud de su celda, iluminada apenas por la
blancura de la nieve, que cae, que hincha el dorso de la montaña y raya de
blanco la sombra profunda de la quebrada.
Y
para sosegar su espíritu hasta no sentirlo, hunde el buen monje su mano en el
hondo bolsillo de su hábito y saca un pequeño libro forrado con piel de chivo,
en cuya portada se lee: Vida de
Francisco, el beato de Asís. Y sosteniendo el libro con la izquierda mano,
ábrelo con los dedos de la diestra, por donde asoma el tallo aplastado y seco
de una roja azucena de la montaña.
***
–Vos
que amáis tanto a los animales, hermano mío Francisco, ¿diéraisle castigo o
recompensa al lobo sanguinario que a dentelladas dio muerte al cabritillo del
hermano Juan?
Iluminados
los ojos por la esperanza de realizar una maravilla como la que llevara a cabo
su glorioso patrono, el hermano Francisco repuso al monje que le hablaba:
–Hiciera
por donde traerlo al camino de Dios, hermano mío; que la fuerza de las fieras
no es en ellas sino ausencia de la gracia divina o presencia del espíritu malo.
Sonreía
plácidamente bajo su capucha el monje austero y así le replicaba al amoroso
Francisco:
–Cuidado,
hermano mío, de empeñaros en tal empresa. Ved que el Demonio no duerme…
Pero
el hermano Francisco no le oía ya: soñaba. Soñaba con la milagrosa aventura de
su Seráfico Padre, que, por señalado favor de Dios, logró trocar la acometiva
ferocidad del lobo asesino en la mansa resignación de un perro fiel.
Aquel
diálogo, tenido en la penumbra matinal del claustro un día de nieve, fue para
el hermano Francisco el germen de esta dulce obsesi
Saldría
una noche de su celda, cuando los hermanos durmieran, y como la nieve acallaría
el rumor de sus sandalias, no sería por nadie sentido. Por la blanca ladera
descendería al bosque inmediato, y después de orar a Dios y pedirle que lo
acorriera en aquel trance, se internaría bajo la sombra de los pinos, llamando
con voz queda:
–Hermano
lobo… Hermano lobo…
Ya
veía que perforaban la oscuridad silenciosa dos puntos de luz cambiante, ya
verde, ya roja. El lobo estaba allí y él iba a su encuentro.
–Hermano
lobo…
Tendía
el buen Francisco sus manos temblorosas de ternura, como si acariciara ya el
pelo hirsuto de la fiera.
–Hermano
lobo… Hermanito lobo…
Humedecían
las lágrimas sus ojos y su hermoso semblante de adolescente iluminábase de
beatitud, al imaginar que la bestia cruel trocaba su fría mirada de odio en una
tibia mirada de amor… Sonreía en éxtasis al figurarse su regreso al monasterio,
seguido por el dócil animal, y con voz lejana decía, como si ya fuera verdad el
ensueño:
–Hermanos,
hermanos míos… He aquí al hermano lobo…
Os lo traigo…
***
Y
aconteció que una noche blanca en que la luna bajaba sobre la nieve y los
montes blancos y el blanco patio del claustro, blancos bajo el cielo azul, se
hacían dulcemente luminosos, como en una visión celestial, el hermano Francisco
abandonó la paz de su celda y descendió por la blanca ladera, al bosque
inmediato.
Azul
estaba el cielo y las estrellas tan cerca de la cumbre, que parecía que
hubieran bajado para seguir, como curiosas pupilas, los silenciosos pasos de
Francisco.
Y he
aquí que al día siguiente, ya mediado éste, los monjes que buscaban al
desaparecido hermano, lo hallaron en la linde del bosque, medio sepultado por
la nieve, destrozado el burdo hábito y el blanco pecho desgarrado y sangriento.
Su bello rostro de adolescente, pálido ahora y más hermoso, sonreía, mirando al
cielo con los ojos abiertos e inmóviles.
Quedáronse
los dos monjes, cruzadas las manos en el pecho, inclinadas las cabezas, y uno
de ellos dijo gravemente, sin apartar del bello difunto la mirada:
–Hermano
mío, Francisco: feliz tú, porque Dios, en premio de tu fe, te ha llamado…
Y
contestó el otro, como en un soplo:
–Amén…
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