Sí, soy un mendigo, ¿por qué reprochármelo? ¿No le sirve a Su Señoría para que ejercite buenas acciones? ¿Esas buenas acciones no le traen un poco de tranquilidad?
Alegraos a mi paso, ¡oh!, tristes hermanos míos, os presento una oportunidad nunca vista, un negocio estupendo: por una ínfima moneda rescataréis vuestros pecados canallescos, haciéndoos gratos ante los ojos del Señor. ¡Pensad en lo que sería de vuestra maldad si yo no existiera!
Por añadidura, os embelesaré con los melosos cantos del agradecimiento: “gracias, Su Merced, que viva muchos años, que Dios le bendiga y le pague con la gloria del cielo, su caridad”.
Antiguamente, nosotros maldecíamos a los mezquinos, y las infelices gentes, temerosas de nuestros maleficios, nos socorrían. Hoy nadie cree en tales patrañas y más de una vez nos responden sobre las costillas. ¡Ah!, pero nos queda la bendición, ella no es suficiente. Siempre habrá hombres lo bastante estúpidos que desprecien a los adivinos y sonrían regocijados ante los buenos augurios.
Y por esa suma insignificante, os daréis el raro espectáculo de contar en el país con un hombre libre y perezoso. ¡Qué cuadro más emocionante!
Al cruzar por las calles, bajo los diluvios del invierno, regalo a los que me ven a través de los cristales de sus mansiones, más abrigo que sus pieles, que sus chimeneas, que sus alfombras y cortinajes. Vosotros no sabéis que el mal tiempo es menos malo si se le recibe que si se le observa.
Primos y hermanos míos, cuando os sentíais desilusionados, viejos, enfermos, y medio podridos con la gangrena de la codicia y la vanidad, pensáis, al verme, que tal vez bajo mis harapos yo sea feliz, porque tampoco tengo camisa como el labriego de la fábula. ¡Ay!, hermanos y primos de mi corazón, ¿no os proporciono siquiera una alegría al haceros imaginar que la felicidad no es una vana palabra?
Contribuyo a traer la paz sobre la ciudad avara y abrumada por los remordimientos y vos contribuís a darme la pereza y la libertad.
¡Santa pereza!, ¡madre de todos mis pensamientos!, pasar y pasar de la sangre silenciosa corriendo por mis venas, sin hastío ni esperanza. ¡Santa libertad, santa!, al viento me entrego como una hoja seca, al viento me opongo como una roca firme.
Antes de que os canséis de vuestras limosnas, yo me he cansado de vuestras miradas aviesas, de vuestra ciudad y su aire envenenado. Saldré a los suburbios y a los campos. A ellos no me lleva nada, pero parece que me llevara algo. Cómo sonrío, al creer que busco, cuando bien sé que nada busco. Recibo, aguardo, mi placer es el acaso. ¡Ah!, un caminante dormido, es una buena presa y no lo es mala un borracho fanfarrón.
Soy modesto, no levanto gran ruido al andar por el polvo sucinto de los caminos. Mas los perros han de salir de todas las heredades a ladrarme con furia loca. ¡Miserables perros! El buey ara, el caballo arrastra el coche, vosotros, ¿qué hacéis? Nada, cien veces nada. Para que se os crea útiles ladráis cuando se levanta la luna o pasa un mendigo. Ruines animales, sois mendigos sin libertad. Emponzoñada baba la vuestra. Las heridas que hicisteis en mis piernas, se enconan a menudo. Rara vez diviso a vuestro único pariente noble, al perro vagabundo. La sarna se lo come, pero aun puede alimentar a tantas pulgas como hombres alimenta la tierra. Sus ojos son vivos e inteligentes y sus patas, que saben de la libertad, prefieren los senderos solitarios que van a campo traviesa.
No, a los melosos caminantes, a ellos saludo. ¡Adiós!, hermanos.
En Viaje N° 221 (Marzo 1952) p. 49
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