lunes, 21 de septiembre de 2009

EL MENDIGO / J. V. LASTARRIA

El Mendigo

(1842)

I

No ha muchos años, en una tarde de octubre, me paseaba sobre el malecón del Mapocho, gozando de la vista del sinnúmero de paisajes bellos que en aquellos sitios se presentan. La naturaleza en la primavera allí ostenta con profusión todos sus primores, y parece que desarrolla ante nuestros ojos su magnífico panorama, con la complacencia de una madre tierna que presenta sonriéndose un dijecillo al hijo de su amor. El Mapocho ofrece en sus márgenes mil delicias que le hacen recordar a uno con pena aquellas bellas ilusiones que se forma en sus primeros amores: aquí aparece el aspecto duro y melancólico de una ciudad envejecida, cuyos edificios ruinosos están al desplomarse; a lo lejos, una confusa aglomeración de edificios lucidos, de torres esbeltas y elegantes, y el puente grande del río que se ostenta majestuosa y soberbiamente sentado sobre sus formidables columnas; allí multitud de grupos de árboles floridos, que a veces se confunden con los ligeros y blancos vapores que se elevan de las aguas; allá interminables corridas de álamos de color de esmeralda, cortadas a trechos por el lánguido sauce y por otros arbolillos que contrastan sus matices verdinegros con el triste amarillo del techo de las chozas. De entre las densas arboledas, se ven salir en direcciones curvas y varias las columnas del humo del hogar; los niños triscan en inocente algazara sobre las arenas del cauce, el pastor desciende con su blanco rebaño por las laderas del San Cristóbal y se pierde de repente tras de las peñas o arbustos que se encuentran al paso; y en medio de estas rústicas escenas, se oye la armonía universal de la naturaleza que se despide de la luz del día, y que confunde sus ruidos misteriosos a la distancia con el sordo bullicio de la ciudad. ¡Oh encantos del Mapocho! ¡Cuántas veces habéis henchido mi pecho del regocijo más puro! ¡Cuántas veces habéis ahuyentado de mi corazón penas acerbas! ¡Yo derramaría 1ágrimas de ternura, si estando separado de mi patria, me asaltara el recuerdo de esas escenas de simple rusticidad en el centro de la cultura de un pueblo!

El sol comenzaba a ocultarse en las colinas de occidente, dibujando en el azulado fondo del cielo diversos copos de luciente nácar, tiñendo de un suave color de rosa las nubecillas que flotaban sobre las faldas los Andes, y dorando el manto de nieve con que se cubren estos gigantes del mundo, de modo que los hacía aparecer como montañas de oro macizo puestas allí para sustentar el firmamento con sus encumbradas cimas. El aura de la tarde era fresca y aromática, yo dejaba flotar a su impulso mis cabellos y permanecía reclinado sobre la muralla, mirando las corrientes del rió: ellas se llevaban consigo mis pensamientos y mi vista, y se precipitaban bulliciosas hasta estrellarse en esas ruinas adustas que ha dejado en su paso el antiguo tajamar, y que hoy, inmóviles y silenciosas desafían su embate y lo desprecian. Pero aquel momento de delicias en que todo lo sentía, sin pensar en nada, fue muy corto para mi; un hombre se puso a mi lado sin pronunciar una sola palabra y me sacó de mi ensueño: era de grande estatura, aspecto grave, semblante apacible y melancólico; su barba era larga y blanquizca, sus ojos humildes y hermosos. Vestía una manta larga y gruesa, calzón y media de lana blanca, y en su mano derecha tenía un sombrero de paja burda, en actitud de respeto. A1 instante reconocí a1 misterioso mendigo que recorría todas las tardes aquellos sitios implorando la caridad de los transeúntes, sin desplegar los 1abios; no habrá en Santiago quien no le recuerde; apenas hará cinco años que ha desaparecido. Ese hombre atraía poderosamente mi atención: siempre había procurado con algunos amigos saber quién era, pero nunca habíamos logrado oírle más que monosílabos. Entonces traté de trabar con él una conversación; le di una moneda y nos cruzamos estas palabras:

- ¿Me conoce usted a mi, buen hombre?

- Si señor, usted siempre me ha hecho bien; me respondió con voz apagada.

- ¿Sabe usted cómo me llamo?

- No.

- ¿Y su nombre de usted?, dígamelo, mire que siento ardientes deseos de saber quién es usted, de saber algo sobre su vida. Vamos, hable usted.

Despues de un silencio, durante el cual vi en su rostro cierto aire de ternura, me dijo:

- Soy un antiguo soldado de la patria, me llamo Álvaro de Aguirre; y bajó a1 suelo sus ojos guarnecidos de una blanca y larga pestaña.

Yo continué haciéndole varias preguntas, y él contestándomelas a medias. Luego que supo por mi nombre quien era mi padre exclamó: ¡Buen señor, siempre me da limosna; estuvimos juntos en el sitio de Rancagua, en una misma trinchera, ¡él era paisano y peleaba como nosotros! - Estas frases pronunciadas con cierto aire de nobleza, me hicieron palpitar el corazón y traté de hacerle conocer el interés que me inspiraba su desgracia, le prometí amistad y conseguí a1 fin de muchas súplicas que me dijera algo sobre su vida. Marchamos juntos hasta la penúltima pirámide; en su base tomó asiento el mendigo y yo permanecí en pie. La luna principiaba a rayar sobre los Andes, y su luz rielaba sobre las ligeras y bulliciosas aguas del río, figurando en ellas una prolongada cinta de plata extendida en desorden sobre la arena; todo estaba en calma. El aspecto del mendigo me inspiró veneración y me causó mil ilusiones misteriosas que pasaron por mi mente con la ligereza de la brisa que lamía el encumbrado follaje de los álamos. Su voz me sacó de mi meditación, pero no era ya la voz apagada del que sufre, sino firme y sonora, como la del hombre que revela con franqueza su corazón. Principió conmigo una conversación, la más interesante que he tenido en mi vida: la rapidez de su narración y de su lenguaje, me reveló, desde luego, que no tenía en mi presencia a un hombre común. A cuantas preguntas le dirigía me respondía entonces con desembarazo y con firmeza; de modo que llegué a creer que aquel era un mendigo supuesto, un personaje muy diferente del personaje que representaba, y me persuadí de que por alguna de aquellas anomalías, tan frecuentes en el mundo, habría llegado este hombre a habituarse a permanecer en una situación tan despreciable como era la en que se encontraba. Pero esta persuasión me duró poco tiempo, porque luego vi que eran muy naturales y aun comunes los accidentes que le habían precipitado en la desgracia. Voy a tratar de trazar aquí la historia de su vida con el mismo aire y animación con que é1 me la refirió, omitiendo detalles, y en frases cortadas como él lo hacia.

II

“Yo nací en La Serena, dijo, y mi nacimiento causó la muerte de la que me dio la vida; mi padre, que era uno de los comerciantes de más crédito en aquel pueblo, cuidó esmeradamente de mis primeros años, y me educó sin perdonar sacrificios. Ya había salido de mi infancia, ya principiaba a sombrearme la barba, cuando me entregó a un amigo suyo, rico mercader de Lima, para que me llevase consigo y me comunicase sus luces y su experiencia. Yo partí lleno de angustias: el corazón me presagiaba entonces un porvenir de 1ágrimas y de sangre. ¡Ah, jamás olvidaré el aspecto de mi padre en aquel instante! El anciano desgraciado lloraba como un niño, me estrechaba sobre su pecho y me acariciaba con ternura, dándome consejos y protestándome que me separaba de su lado solo porque deseaba mi felicidad. ¡Padre querido, mil veces te he llorado como ahora y jamás he podido hallar consuelo!. . . .” El mendigo ocultó sollozando su rostro entre sus manos, y después de un suspiro profundo, continuó: “Ocho años hacía que yo estaba en Lima, cuando supe que mi padre había muerto, agobiado de pesares a causa del mal estado de sus negocios; sus acreedores se habían repartido de los efectos de su comercio para pagarse; el entierro de su cadáver se hizo de caridad; ¡no tuvo un deudo, un amigo que derramase una lágrima tan solo sobre su sepulcro! ¡Ah, yo debiera haber partido entonces a mi pueblo! pero mil esperanzas vanas me encadenaron en Lima, y me decidí a permanecer allí para siempre. El mercader a quien mi padre me había encomendado había muerto también, y yo continuaba con su hijo malbaratando el caudal que aquel hombre honrado le formó con tantos sacrificios: ambos éramos de una edad, y sin guía, solos en aquella Cápua de 1a América, nos habíamos lanzado a la disipación. Nuestros negocios se encontraban en el peor estado, no teníamos crédito, ni avanzábamos en el comercio: un día de aquellos en que el demonio se apodera del alma para arrancarle la razón y precipitar a1 hombre en el vicio, mi amigo, Alonso, tomó el dinero que había en caja y nos encaminamos a casa de su querida, en donde se juntaban de ordinario varios hombres perdidos. Serian las seis de la tarde, en invierno; entramos en silencio hasta una pieza oscura, sin sentir el menor movimiento en toda la habitación, pero no bien habíamos puesto en ella el pie, cuando oímos palpitante el estallido de un beso lleno de amor, y luego un prolongado suspiro: pedimos luces y a1 momento sentí que se acercó a mi amigo su querida llenándole de caricias. A1 iluminarse la sala, vimos reclinado sobre un canapé a un militar español que en la noche anterior nos había ganado allí mismo veinte mil duros. Se levantó restregándose 1as manos y diciéndonos: “¿vienen ustedes a continuar la partida?” y nosotros no le respondimos palabra.

Alonso, que estaba con sus facciones contraídas, se dirigió a é1 en silencio, como a exigirle una explicación, pero a la sazón entraron varios con las mujeres que formaban el embeleso de aquella tertulia. El juego, el ponche y la corrupción dieron principio; las horas comenzaron a pasar ligeras para todos, pero lentas para mí. Muy tarde era ya, las luces ardían en candiles y a su opaco resplandor continuaban los jugadores su tarea con más ardor: yo estaba fastidiado y dispuesto a retirarme. Alonso había perdido todo su dinero, el almacén de su comercio, y hasta su reloj, pero permanecía mirando jugar con su cabeza redonda sobre el hombro de su querida.

Las mujeres no me habían impresionado aquella noche, yo sentía en mi alma una amargura que me desesperaba. En un momento en que la algazara del desorden había cedido su lugar a1 cansancio, se acercó a mí un fraile de la buena muerte, que andaba con una guitarra en la mano, y tomando un aire serio me dijo a1 oído: “yo no quiero guardar más un secreto que pesa sobre mi conciencia: sepa usted, don Álvaro, que a su amigo le han ganado mal. Su misma adorada ha facilitado a1 militar los dados fa1sos”.

Yo me quedé pasmado con esta fatal revelación, y luego que me serené, con mucha calma, me puse junto a la mesa de juego: mi amigo permanecía como he dicho antes, y aquella mujer perversa lo acariciaba todavía, resbalando una mano suavemente por sus barbas. Estaba yo observándola y tratando de descubrir en su semblante la verdad de la revelación que acababa de hacerme el fraile; y a1 fijarme en sus ojos apacibles y bellos, llegué a considerarla incapaz de un crimen. Pero luego la vi hacer un gesto de inteligencia a1 militar

y pasarle unos dados, diciéndole: - “toma, estos son mejores”. No pude contenerme y exclamé: ¡esos dados son falsos; señora! . . . -Sí, tiempo he que yo lo sospechaba, grita Alonso, hundiendo a1 mismo tiempo su puñal con fuerza en el corazón de su traidora amante. El español se levanta furioso y dirige una pistola a1 pecho de mi amigo, yo se la arrebato, y este le deja muerto en el instante mismo con el puñal que le había servido para principiar su venganza. En aquel momento terrible, todos altercaban en confuso desorden y gritería, y de tal modo se trabó la riña y tanto duró, que la ronda se introdujo: aprehendió a varios allí mismo y entre ellos a mi amigo Alonso. Yo me precipité entre la turba y logré ocultarme mi una casa vecina que era de un comerciante con quien había tenido relaciones.

Quince días, los más espantosos de toda mi vida, pasé encerrado en un sótano, que tenía su entrada en el cuarto mismo que habitaba mi salvador y corría hacia una callejuela de la ciudad, por donde había mucho tráfico y que daba a espaldas del palacio del virrey. La oscuridad de aquel sitio inmundo no me dejaba ver siquiera mi propio cuerpo, la humedad trababa mis miembros y penetraba hasta mis huesos, la fetidez me hacia desesperar y correr frenético a los ángulos de aquella prisión en busca de aire puro que respirar. Desde ahí percibía yo el bullicio de la calle y hasta las conversaciones de los transeúntes. Un día sentí gran tropel, voces y gritos confusos; oía tocar la agonía en una iglesia próxima, y de cuando en cuando una lúgubre campanilla precedía el grito ce alguien que pedía limosna para el que iban a ajusticiar. ¡Este era Alonso, sí, mi amigo Alonso, que ese día fue arrastrado a un banquillo, por la piedad del virrey, que le había conmutado la pena de horca a que fue condenado por los jueces. La misma sentencia recayó sobre mí. . . . !

El que me había salvado la vida completó su favor, haciéndome salir con precaución para el Alto Perú. Dos años vagué por pueblos extraños, procurándome la subsistencia, unas veces de limosna y otras soportando los trabajos más duros para comer un pan de maíz

humedecido con mis lágrimas. Atravesé el país hasta llegar a la Rioja, y después de un sinnúmero de sacrificios y de privaciones, trasmonté los Andes y pude alcanzar a La Serena, ¡mi patria! Entonces desperté como de un letargo, me sentí extenuado, me vi lleno de andrajos, rodeado de miseria; ¡pero hubiera gritado como un loco, a1 reconocer las calles de mi pueblo! ¡Hubiera acariciado con delirio a todos los que encontraba a1 paso, sin embargo de que ellos ni siquiera me echaban una mirada de compasión! ¡Nadie me conocía, la casa que habité en mis primeros años estaba ocupada por gentes extrañas!

La primera noche que pasé en aquella ciudad deliciosa no tuve donde acogerme: extendí mi manta sobre las losas de una de 1as puertas del templo de Santo Domingo, y me dormí arrullado por el estruendo de las olas del mar: tuve sueños de ventura, y me desperté, a1 rayar el sol, riéndome, como si hubiese sido el hombre más afortunado del mundo. Pero tenía hambre, estaba cubierto de harapos y era preciso pensar en mi situación; ya me había puesto en pie para ir a buscar adonde trabajar, cuando se abrieron las puertas de la iglesia. Entré lleno de veneración y me arrodillé a oír una misa que principiaba. Mi corazón en aquellos momentos fue todo de Dios, me sentía feliz con acercarme a é1 a pedirle misericordia y amparo. A1 acabar la misa el sacerdote, se volvió a1 pueblo, y con voz trémula y aire apacible, le pidió una oración implorando el favor de la Virgen Santísima sobre los desgraciados que acababan de morir en la plaza de Santiago, en defensa del nuevo gobierno que se había instalado a nombre del rey.

Esta noticia que oía por primera vez, llamó seriamente mi atención. Salí del templo, llevando en mi corazón el placer que se gusta después de haberse acercado a Dios, pero lleno de curiosidad por lo que había oído decir a1 sacerdote. Me acerqué a una pobre anciana, que también salía, para hacerle algunas preguntas; quise reconocer sus facciones, llamarla por su nombre y ella me respondió con sorpresa: no pude contenerme, la abracé y me le di a conocer. La pobre vieja había estado al servicio de mi madre, me había asistido hasta mi partida a Lima. ¡Lloramos juntos en silencio! Y cuando pasó nuestra primera agitación, me llevó a su casa y me prodigó mil cuidados.

De ella supe cuanto deseaba saber de mi desgraciado padre, cuya memoria no existía ya, sino en uno que otro de los habitantes de aquel pueblo. Supe, además, que como ocho meses antes de mi llegada, se había cambiado el gobierno del rey en Santiago, por medio de una revolución que presagiaba muchos desastres.

Algunos días después, pude presentarme a varias personas, pero todas me desconocieron; y reflexionando entonces que el hombre cuando está sumido en la miseria, sólo puede confiarse en sus propias fuerzas, principié a trabajar en lo que se me proporcionaba accidentalmente para ganar mi subsistencia y no hacerme tan oneroso a la pobre vieja que me había facilitado su hogar y su mesa.

Yo sentía que mi juventud se iba apagando y encontraba en mi corazón un vacío que me hacia la vida insoportable. Los recuerdos que asaltaban mi mente eran todos funestos: solo un pensamiento que me había acompañado en todas mis peregrinaciones me conmovía agradablemente. Pero era una ilusión vaga, como aquellas que le quedan a uno después de un sueño delicioso, era el recuerdo de un amor inocente y puro que había dominado mis primeros años

.

Mi padre acostumbraba, cuando yo estaba todavía a su lado, visitar todas las noches a una anciana viuda, con quien le ligaba una amistad de muchos años; la anciana tenía una hija, menor que yo, la cual por su pureza y hermosura parecía un ángel. Todas las noches nos reuníamos: nuestras conversaciones eran inocentes, nuestros juegos también lo eran; a veces advertíamos que los dos ancianos nos fijaban sus ojos con placer y se sonreían; nosotros nos ruborizábamos y quedábamos en silencio. Yo no tenia durante el día otro pensamiento que el de llevar por la noche algún dije a mi amiguita Lucía, o el de aprender algún cuento para referírselo, porque sentía un profundo placer de verla con sus ojos clavados en mí durante mi narración; sentía necesidad de que me mirase y de mirarla yo también...

El amor había estrechado nuestros corazones y nosotros lo ignorábamos, no hacíamos más que sentir sus efectos. Este amor fue el que hizo amarga mi separación de La Serena, ese amor fue el que siempre tuve presente durante mi ausencia, é1 había llegado a ser para mí una especie de religión, que no me atrevía a abjurar, porque temía cometer un crimen, o más bien porque no podía hacerlo; ese amor era mi vida. Así es que mientras duró mi mansión en Lima, jamás me atreví a mirar a una mujer, sin que me asaltase el temor de ser infiel a mi Lucia.

A los dos años de mi residencia en aquella ciudad, supe que había muerto la madre de Lucia, y nunca más volví a tener de esta la menor noticia. Sin embargo, todas mis ilusiones le pertenecían; alguna vez me aficioné de tal o cual mujer, porque mi imaginación me la figuraba parecida en algo a mi Lucia; siempre que me entregaba a las ilusiones, que son tan frecuentes en la juventud, ella era el único término de mi aspiración; la ausencia me le hacia más bella, más angelical; y como no había yo tenido otro amor, y mi corazón necesitaba amar, ella ocupaba sola toda mi alma, y por ella sola vivía.

Despues de mi llegada a La Serena, traté de tomar noticias acerca de esta linda niña, pero sin descubrir mi corazón; y la vieja Maria me hizo saber que la antigua amiga de mi padre, al tiempo de morir, había encomendado su hija y todos sus bienes a un español que era muy conocido en aquel pueblo por la originalidad de sus costumbres.

Este hombre singular que se llamaba don Gumesindo Saltías, habitaba en una casa aislada, a1 extremo del poniente de la población, a la orilla de la Vega que se dilata hasta la playa: no tenía familia, no se le veía jamás en público, y de los esclavos que le rodeaban, solo uno practicaba las diligencias que necesitaba en la calle. En esa casa habitaba mi Lucia, y era opinión común entre todos los de la ciudad que había enloquecido a1 poco tiempo después de muerta su madre, por cuyo motivo jamás se la había visto por nadie desde aquella época.

Un año empleé practicando las más prolijas diligencias a fin de ver n mi querida o de saber algunos pormenores más sobre su suerte, pero nunca pude avanzar más en mi objeto. Me propuse andar siempre mal traído para no llamar la atención sobre mí, y tomé la costumbre de dirigirme a la vega, con mi caña de pescar, todas las tardes, apenas terminaba los pocos quehaceres que tenia. Me colocaba a1 pie de las paredes de la casa de don Gumesindo, y desde ahí estaba en continuo acecho, y siempre anclando con mi anzuelo los camarones de la vega. Desde aquel sitio, que estaba para mí lleno de encantos, presenciaba la caída del sol en los abismos del mar; sus reflejos iluminaban las aguas de tal modo que parecía que iba a hundirse en una inmensa hoguera, cuyas llamas herían la vista, mientras que el cielo estaba cubierto y matizado de nubes negras y rojas que a veces me arrobaban el alma y me hacían olvidar a la pobre Lucia. De este modo pasaba la tarde y venía la noche a encontrarme en la misma situación, porque así permanecía horas enteras calculando y buscando modo de conseguir salir de aquella penosa situación a que me había reducido mi suerte.

Lo único que me sacaba a veces de mis delirios era una voz vaga y suave que entonaba algunos versos a1 otro lado de la pared y que yo alcanzaba a percibir, porque esta tenía en lo más alto unas aberturas largas y angostas cruzadas de dos barras de hierro muy fornidas. Para mí no había duda de que aquella era la voz de Lucia, y esta persuasión me daba el consuelo más grande que en aquellas circunstancias podía esperar.

Mucho tiempo hacia que no recibía mi alma este descanso, cuando una tarde oí patentemente que cantaban estos versos:

Aunque me olvidas, te adoro,

y aunque no me das consuelo,

yo lo tengo porque lloro.

Y después de algunos más, que no alancé a percibir sino muy vagamente, oí con mucha claridad estos otros:

No creas que porque sufro,

soi cobarde:

No hay mal que por bien no venga

aunque tarde.

Yo lloraba amargamente a1 oír estas quejas y me imaginaba ver a Lucia con sus grandes ojos negros cubiertos de lágrimas, sentía que estrechaba mi mano entre las suyas, ¡y mi ilusión llegaba hasta el extremo de persuadirme de que hablaba con ella y de que la poseía para siempre...!

III

El fruto principal de mis tareas en un año, había sido la amistad que me procuré con el negro Luciano, que era el único esclavo de quien don Gumesindo se confiaba. Principié a agasajarle y a captarme su cariño, pero era tanto el poder que sobre su corazón tenia el amo, que aun se recelaba para responderme a las preguntas más insignificantes que yo le hacia acerca del régimen de la familia. Al fin de muchos trabajos, logré de é1 tener algunas nuevas de Lucia, las que no hicieron más que avivar mi pasión; pero como yo temía todavía del negro, no me atrevía a tentar su fidelidad. Un día le encontré en la calle y me dijo que buscaba a un carpintero para que acomodase una gran parte que se había caído del altar del oratorio de su señor, porque el maestro que trabajaba en su casa estaba aquella vez muy enfermo: aprovechando yo la oportunidad, me le ofrecí, y con pocas instancias logré que me diese aquella ganancia. En efecto, busqué algunas herramientas, y aunque no entendía el arte, me atreví a improvisarme carpintero, confiado solo en el amor; y una hora después estaba a la puerta de don Gumesindo, a cuya presencia fui conducido por Luciano.

Estaba el español recién levantado de siesta, con el gorro calado hasta las cejas, y sentado en un canapé en cuyo brazo tenía apoyado el codo de manera que afirmaba su barba sobre la palma de la mano, abrazándose la garganta entre el índice y el pulgar: su aspecto era el del gato que acecha, por que tenía un ceño terrible. Díjole entre dientes a Luciano que me condujera a1 oratorio y volviese para tratar. Así lo hicimos y nos ajustamos por un precio muy bajo, quedando de principiar la obra a1 otro día. Me retiré con el sentimiento de no haber visto a nadie más que a don Gumesindo en la casa, y llegué a temer que no me sería posible ver a Lucia, que era el único objeto de mis esfuerzos.

Desde aquel momento no pensé más que en el modo de dármele a conocer, y a1 efecto escribí una carta para entregársela a1 día siguiente. Un amigo mío, que era un español llamado Laurencio Solis, me sorprendió aquella noche a1 tiempo de estar trazando en el papel la revelación de mi amor; y como yo lloraba y escribía a un mismo tiempo, no pude ocultarle mi propósito; a más de que necesitaba desahogar mi corazón, deseaba tener un amigo que aprobase mis sentimientos, que me auxiliase con su consejo. Desde entonces consideré a Laurencio como un hermano que el cielo me concedía para templar mis amarguras

.

Llegó el día deseado, y a1 rayar el sol me puse en casa de don Gumesindo, armado con los útiles necesarios para ejecutar la obra y comunicarme con mi querida. Entré temblando a la presencia de este hombre, que entonces me pareció más terrible que nunca: me dijo sin mirarme y con voz muy entera:

-Vienes para el trabajo?

-Si, señor.

- Pues bien, si no acabas a las diez, puedes pensar en no hacer nada.

- Acabaré antes, señor.

- ¡Eh, qué dócil pareces, bribón! ¿de dónde eres tú?

-De Lima, señor.

- ¿Mucho tiempo ha que estás en estos lugares?

-No, señor

.

- Pues bien, no tienes mala pinta, anda a1 trabajo, me replicó hiriéndome con una mirada que acabó de intimidarme.

Al pasar por el cuarto contiguo a1 oratorio, que comunicaba con el de don Gumesindo, vi a Lucia sentada en el estrado y tejiendo randas en un cojinillo pequeño que apoyaba sobre sus rodillas: a1 verla se me cayeron de la mano las herramientas, ella levantó sus hermosos ojos, los fijó en mí, el cojinillo rodó por la alfombra y la pobre niña quedó con sus labios cubiertos y yerta como si hubiese caído un rayo a sus pies. Un grito terrible de don Gumesindo que me decía: -¡Hola, ya principias con torpezas! me sacó de mi atolondramiento; tomé las herramientas y seguí mi camino.

Di principio al trabajo sin saber lo que hacía, porque aun podía divisar desde allí a mi ángel que no se atrevía a levantar los ojos, sin embargo de que don Gumesindo estaba en una posición desde donde no la veía. Después de un largo rato me puse a aserrar una tabla enfrente de ella y entoné un yaraví peruano con los versos

Aunque me olvidas, te adoro,

y aunque no me das consuelo,

yo lo tengo, porque lloro.

El ruido de la sierra no dejaba percibir a don Gumesindo la letra de mi canto, pero Lucía la entendió al momento, porque la vi mirarme con sus ojos llenos de lágrimas y suspirar con ternura. En aquel momento delicioso fui más feliz que lo he sido en toda mi vida; olvidé mis pesares, y en lugar de llorar me reía como un niño. Luego trajeron a don Gumesindo una gran taza de chocolate, él se desvió un poco de la puerta del oratorio para tomársela al sol, y aprovechando yo aquel momento, saqué mi carta y se la tiré a Lucía; ella la recojió y sonriéndose la besó. Volví a aserrar otra tabla y Lucía acercándose a la puerta dijo en una voz suave y dulce: -“¡Álvaro, yo no sé leer!”…

Perdí todas mis esperanzas al oír aquella fatal noticia y llegué a desesperar de mi suerte, pero por fortuna llegó entonces Luciano a avisar a su amo que le buscaba el guardián de San Francisco; y don Gumesindo se dirigió a recibirle diciendo a su esclavo: “atiende a ese hombre”. -El español era tan celoso que nunca dejaba entrar a alma nacida a las piezas que comunicaban al segundo patio donde yo estaba trabajando, y por eso acostumbraba recibir a los que le visitaban, que eran dos o tres personas, en un cuarto que estaba cerca de la calle. A él se encaminó don Gumesindo para recibir al guardián.

Luciano, abusando de su confianza conmigo, se introdujo al oratorio a darme conversación; yo estaba desesperado y no hallaba medio alguno para retirarle, hasta que se me ocurrió decirle que necesitaba fuego para seguir el trabajo; y mientras se apartó para cumplir mi deseo, Lucía se aproximó a la puerta temblando, pálida como si acabara de cometer un gran crimen, y nos cruzamos estas palabras en voz baja:

-Lucía, ¿me amas todavía?

-¡Jamás te olvidé!

- ¿Con que no sabes leer? ¿Cómo podremos comunicarnos? Tengo muchas cosas que decirte…

- No hallo cómo.

- Dime, estas ventanillas que hay en lo alto de la pared del costado de la casa, ¿a dónde caen?

- A la despensa y al cuarto de una esclava negra, que es la única mujer que hay aquí, y la cual me espía y me maltrata mucho.

- ¿Pero no podrías subir por la despensa?

- Sí, porque hay algunos trastos grandes que pueden servir para ello, pero tú no podrás alcanzar por la calle.

- Pierde cuidado, nos veremos esta noche.

- No puedo; mañana sí, a media noche.

- ¿Me prometes no faltar, Lucia? ¡Dame tu mano...!

Me dio un expresivo, y entonces no vi más, no sentí más que su linda mano: maquinalmente la estreché a mis 1abios, perdí el sentido; la fiebre me abrasaba el corazón y todos mis miembros perdieron su vigor. En ese instante entró Luciano; Lucia estaba ya en su asiento, y yo permanecía aun lánguido y sin acción para moverme ni hablar una sola palabra.

Desde luego no traté más que de concluir la obra para retirarme de aquel sitio en donde un momento antes habría deseado permanecer para siempre porque se apoderó de mí una zozobra, una inquietud inexplicable : me parecía que había sido sorprendido, que me iban a matar y a privarme de asistir a la cita que acababa de darme mi Lucia. En poco tiempo estuve desocupado. Don Gumesindo llegó a1 oratorio, miró el altar y pasándome el precio de mi trabajo, me dijo: anda con Dios, te has portado… A1 salir, nos correspondimos con Lucía una mirada que significaba más que cuanto habíamos hablado.

De ahí me fui ligero a buscar a Laurencio, le describí cuanto había ocurrido, y obtuve su promesa de ayudarme a trepar hasta la ventanilla por donde habíamos de vernos con mi Lucía.

Para omitir detalles, no quiero demorarme en la descripción de las infinitas citas que tuve con aquel ángel en lo sucesivo: yo permanecía horas enteras apegado a la ventanilla por donde veíamos, pendiente con una mano de la reja y afianzando los pies en una cuerda que me servia para izarme; pero mientras estaba con aquella mujer divina no sentía incomodidad alguna, no veía otra cosa que a ella, no oía más que sus palabras, ni respiraba más que su aliento. Recíprocamente nos contábamos nuestras desgracias, nos comunicábamos los proyectos que formábamos para salir de tan penoso estado, hablábamos de nuestro amor y nos lisonjeábamos con un porvenir de placer y de ventura: estos coloquios avivaban nuestro fuego, nos consolaban y nos hacían dulces nuestras angustias.

La situación en que ella se encontraba era desesperante: desde la muerte de su madre, jamás había pisado el dintel de la puerta de calle de la casa de su tutor. Este jamás le dirigía una palabra, la forzaba a estar todo el día sola en un cuarto que le servía de prisión, sin ver más que a unos cuantos esclavos que nunca despegaban los labios en su presencia; por la noche se ocupaba en rezar con una vieja, que era su espía y la cual ejecutaba fielmente todas las órdenes de tiranía que le daba don Gumesindo. Se veía, en fin, precisada hasta de reservarse de su confesor, que era el capellán de la casa, porque sospechaba que procedía de acuerdo con su tutor.

Yo era el hombre más feliz, porque en medio de la miseria a que me veía reducido, me sentía adorado por la única mujer que había ocupado siempre a mi corazón; pero la pobreza me condenaba a no ver realizadas jamás mis ilusiones. Ella era rica y tampoco podía disponer de sus riquezas: sólo podía llorar conmigo nuestra desventura.

A veces me asaltaba la desconfianza por su amor, porque no hallaba motivo para que una mujer tan bella y de tantas prendas estimables se fijara en un miserable como yo, que para vivir se veía precisado a trabajar de artesano; en un hombre sin porvenir y condenado por su destino a una perpetua desgracia; pero ella me consolaba con sus caricias y me juraba amarme siempre y a pesar de todo. A los ocho meses de mantener esta comunicación, resolvimos fugarnos de aquel lugar aborrecido y establecernos en otra parte, en donde pudiéramos gozar libremente de nuestra unión, y reclamar con el tiempo sus propiedades. Combinamos el plan de nuestra fuga, y a mí me pareció bien consultárselo a Laurencio, el cual se interesó tan vivamente en el buen éxito de la empresa, que prometió acompañarme a donde fuera con mi querida.

Este hombre que me inspiraba tanta confianza y con quien tanto simpatizábamos, corría entonces la misma suerte que yo; era pobre y desvalido. Había llegado a La Serena casi a un tiempo conmigo, pero se ignoraba de donde y con qué fin: él decía que había sido comerciante en su país y que viniendo al Peri con sus negocios, un naufragio le redujo a la indigencia. Después veremos la verdad de este relato.

El día de la Cruz de Mayo de 1813, debía efectuarse nuestra partida a las dos de la mañana, y Lucia había de salir vestida de hombre por una alta pared que cercaba por un costado la casa de don Gumesindo. Todo estaba dispuesto, y contábamos entre los preparativos cuatro hermosos caballos, que nos habían costado muchos meses de trabajo a mí y a Laurencio. Amaneció el día deseado y nosotros estábamos alegres porque no había obstáculo que no estuviese ya vencido, y teníamos la seguridad de no haber sido descubiertos.

Yo ansiaba por que llegase el momento y me reputaba muy dichoso; pero pasando por la plaza con el objeto de hacer todavía alguna diligencia, tres soldados me detuvieron y me llevaron a la presencia del juez, que después de haber sabido mi nombre y mirándome mucho, me remitió a la cárcel con la orden de que me colocaran incomunicado y con una barra de grillos. Al instante temblé y obedecí sin replicar, porque no hubo duda para mí de que había sido descubierto nuestro plan. La desesperación se apoderó de mi alma de tal modo, que si el carcelero no me hubiera quitado un puñal que llevaba conmigo, me habría dado la muerte en aquel instante mismo. Pero luego quede en calma y en una especie de embrutecimiento que no me dejaba pensar, ni siquiera sentir.

Así permanecí dos días, durante los cuales no vi más que al carcelero que se acerco a mí dos veces para darme de comer: al tercer día fui llevado ante el juez y sufrí un largo interrogatorio sobre si conocía a don Gumesindo, si tenía muy estrecha amistad con el esclavo Luciano y sobre un plan que se decía que yo había formado con este para asesinar a su amo. Todo esto contribuía a aumentar mi confusión, y llegué a sospechar que el juez se valía de tales rodeos para desentrañar mejor el rapto de Lucía; pero al salir, vi que entraba también a la sala del juez el pobre negro Luciano con grillos y lleno de sangre: después supe que su señor le había castigado ferozmente antes de entregarle a la justicia.

Tres veces más me llevaron ante el juez en ocho días que estuve incomunicado, y por los interrogatorios y cargos que me hacían, vine en cuenta de que yo estaba acusado de asesino y de complicidad con Luciano; y supe, con gran sorpresa, que por la noche del día en que me apresaron había fugado Lucía de la casa de su tutor. La agitación que me causó este accidente, oído de boca del mismo juez, fue tomada por este como un efecto de mi inocencia en el rapto, y al instante decretó que se me pusiera sin prisiones en el calabozo de los demás presos. Allí encontré a Luciano y a una multitud de facinerosos, cuyo aspecto me dio pavor y me hizo pensar de nuevo en todo el peso de mis desgracias: uno de los presos se acerco a consolarme, otros se reían en mi presencia de mis angustias, y trataban de ridiculizarme con expresiones groseras, según decían ellos, para darme valor.

Yo no lo tenía, es verdad, ni siquiera para darme a respetar de aquellos malvados. El más viejo de todos conversaba con Luciano, refiriéndole la vida de don Gumesindo, el cual, según él decía, había venido de marinero en un buque español para cumplir la pena a que en su país fue condenado por varios delitos que cometió. Luciano lo oía con mucha complacencia, y le replicaba que él no tenía más crimen que el haberle servido con fidelidad desde su niñez. Al fin se acercó a mí el negro, y conversamos acerca de nuestra prisión: me dijo que en la tarde del día anterior al que me prendieron, su amo había recibido una carta de un amigo, y luego que la leyó, le había llamado a su presencia para hacerle algunas preguntas sobre mí, después de las cuales le maltrató cruelmente hasta dejarle medio muerto y cubierta de heridas la cabeza, por cuyo motivo pasó esa noche y el siguiente día, que era martes, postrado en su cama. El miércoles, siendo ya muy tarde, se advirtió que Lucía faltaba de la casa, se la buscó prolijamente; y siendo inútiles todas las pesquisas, su amo enfurecido le había hecho remitir a la cárcel, en donde se encontraba todavía sin saber a punto fijo de qué delito se le acusaba.

Compasión, y mucha, me inspiró la sencillez del pobre negro, y al hacerle saber la imputación que se le hacía, le vi llorar, pero sin que su semblante sufriese la menor alteración: no sé si lloraba de despecho o de pena, lo cierto es que el esclavo también era sensible.

Mi amor, la desesperación que tuve al verme preso, la melancolía en que caí después, todo se me había convertido en una aversión, un odio reconcentrado contra todos los hombres; ya no sentía más que un deseo frenético de vengarme, aun a costa de lo que podía serme más caro en este mundo y en el otro; sentía a veces un placer inexplicable cuando oía referir escenas de horror, salteos y asesinatos a los que me acompañaban en la prisión, y me entretenía en hacerlos hablar sobre sus crímenes, porque este era el único consuelo que tenía.

Después de vivir un mes en aquella situación ignominiosa, un día nos hicieron marchar a varios de los presos para Santiago, permitiéndonos, algunas horas antes de nuestra partida, hablar con nuestros amigos o parientes. Yo no tuve otra persona que me viese en aquellas circunstancias que la vieja María, la cual me refirió que Laurencio había andado muy inquieto el día de mi prisión, y que desde entonces no había vuelto a verle más, porque se había huido, llevándose mis caballos y varios otros objetos que me pertenecían. Esta revelación y la circunstancia de no haberse acercado Laurencio una sola vez a la cárcel desde que entré en ella, me hicieron venir en cuenta de que este infame me había traicionado huyendo con mi Lucía. Pero no hallaba cómo conciliar una alevosía semejante con el amor y la amistad que me ligaban con ellos: aborrecía, sin embargo, a los hombres, y mi odio me lo pintaba todo como posible. Partí para Santiago sin saber mi destino, pero jurando a cada momento no descansar hasta verter la última gota de sangre de Lucía y de Laurencio y recrearme en su agonía: este era el único deseo, la única esperanza que me daba fuerzas para soportar las fatigas del vieja y los sinsabores de mi triste condición.

IV

Después de un viaje penosísimo, entramos a esta ciudad una noche a fines de junio: era una noche de invierno, hermosa y serena; la luna alumbraba en todo su esplendor, las calles estaban solas y en silencio. Al pasar por el puente, vi por primera vez este río cubierto en toda su extensión de una neblina delgada que me lo hizo aparecer como el más caudaloso que en mi vida había visto. Desde aquel paraje divisaba gran parte de los edificios de este pueblo y veía que sobre ellos se alzaban como fantasmas las blancas torres de los templos: al instante me asaltó el recuerdo de Lime y, por consiguiente, el de mi vida pasada. Maldije de nuevo a los hombres y me resigné a sufrir hasta alcanzar la venganza que tanto ansiaba. Tales fueron los pensamientos que me ocuparon mientras llegamos a un cuartel en donde nos dieron posada en la cuadra de los reclutas.

Al siguiente día nos filiaron y nos vistieron como soldados, y esto me causó a mí más gusto que a todos mis compañeros de infortunio. Con aquella ceremonia principiaba para mí una nueva vida, un porvenir más halagüeño que el que había tenido presente mientras fui tratado como criminal. Durante los pocos días que permanecimos en Santiago, practiqué las más exquisitas diligencias para descubrir el paradero de Lucía o de Laurencio, pero no pude obtener la menor noticia. Pensé entonces en abandonar furtivamente las filas, con el fin de buscarlos con toda libertad, y sólo desistí de este propósito cuando consideré que más me importaba lidiar contra los enemigos de mi patria y saciar en ellos mi sed de sangre, que perseguir a una mujer que me había traicionado tan cruelmente. No podía, sin embargo, apartar su imagen de mi corazón; la adoraba con más vehemencia a cada instante, porque ya me había acostumbrado a sus caricias, porque ya había sentido tiernamente correspondido un amor de toda mi vida…

En una de aquellas mañanas hermosas que suele haber en invierno, salió para el sur la división militar a que yo pertenecía. La calle de nuestro tránsito estaba llena de gente; por todos lados nos vitoreaban, nos dirigían tiernos adioses y de algunos balcones nos arrojaban flores, como para presagiarnos nuestros triunfos: las músicas de la división mezclaban sus sonidos al bullicio popular y entusiasmaban el corazón. Yo marchaba con la mochila a la espalda y el fusil al hombro, pensando ver a cada paso a mi adorada Lucía entre las mujeres que lloraban o reían viendo marchar a la guerra a sus camaradas; pero todo era sola una ilusión. Yo no tenía quien me llorara ni quien me dirigiese siquiera una mirada: era tal vez de todos mis compañeros el único hombre desvalido, el único desgraciado, que en aquellos momentos no podía entregarse al entusiasmo que ardía en el pecho de todos.

Al pasar por cada uno de los pueblos del tránsito, se repetía la misma escena, y aprovechándome de los pocos momentos que en ellos permanecíamos, me ocupaba siempre en buscar a Lucía, pero sin obtener jamás el menor dato.

Llegamos por fin a Talca, y entramos por las calles en medio de un pueblo numeroso que nos recibía con aclamaciones de entusiasmo, y allí nos incorporamos al ejército del general Carrera. En pocos días más estábamos ya acampados en las cercanías de Chillán y sitiando esta ciudad.

Quiero pasar rápidamente sobre mi vida militar, porque ella pasó también sobre mí con la rapidez de un relámpago: de batalla en batalla, marchábamos entonces en una perpetua agitación y rodeados de todo género de privaciones. Mil veces he oído que el soldado es un vil instrumento que no piensa ni tiene voluntad, pero en aquellos tiempos no era así; todos conocíamos y amábamos la causa por la que peleábamos, todos aborrecíamos de muerte a la España y a sus reyes, porque se nos había hecho entender que nos hacían la guerra por esclavizarnos. De otro modo no habríamos arrostrado la muerte, sin más interés ni esperanza que tener patria y libertad; habríamos pedido pan y dinero, en ve de sufrir el hambre y el frío y de mirar con avidez y con envidia al que tenía algo para llenar sus necesidades. ¡Ah! Pasaron para mí aquellos días de miseria gloriosa, y hoy no me quedan más que las amarguras de un mendigo. Todos me desprecian y no habrá un hombre siquiera que sospeche que yo derramé mi sangre por la independencia: yo también los desprecio a todos, porque lo único que me ha dejado la experiencia en el corazón es un odio verdadero al mundo. Las interminables desgracias a que me he visto condenado durante treinta años me han dado suficiente fuerza para arrostrarlo todo: estoy resignado con mi suerte y ni los peligros ni la injusticia de los hombres me harán bajar la frente. Pero volvamos a mi vida.

Cuando se había vuelto a romper la guerra entre nosotros y las tropas del rey, después de los tratados con Gainza, y se había celebrado la paz entre los generales O`Higgins y Carrera, llego la división a que yo pertenecía, al pueblo de Rancagua, en donde procuró hacerse fuerte para resistir al enemigo, que marchaba confiadamente con nuevo general y tropas de refresco a tomar posesión de la capital. Aquí vuelven a ligarse mis relaciones con la mujer que por tanto tiempo había sido objeto único de mi amor y mi venganza.

Amaneció el día primero de octubre y nosotros estábamos alegres y con la confianza en el corazón, esperando que las tropas del rey se acercaran a las fortificaciones que se habían formado dentro de las calles de aquella ciudad. Apenas formábamos poco más de mil hombres y no dudábamos de que venceríamos a los cinco mil hombres que nos mandaba el tirano, porque éramos valientes y peleábamos por la independencia. Todos permanecíamos en nuestros puestos, los jefes recorrían las trincheras exhortándonos y recordándonos la causa que defendíamos; pero lo que más nos entusiasmaba era el estruendo del ataque que a pocos pasos de allí se había empeñado entre nuestras guerrillas y el enemigo que se acercaba. La mecha del cañón ardía sobre las armas nos mirábamos como para inspirarnos confianza y valor; las calles estaban solas, y de cuando en cuando se veía atravesar de una casa a otra, algún hombre o mujer que llevaban el pavor pintado en su semblante.

Al fin de algún tiempo de estar en esta situación violenta, se rompió el fuego en medio de mil aclamaciones que se ahogaban con el estampido del cañón. En la tarde de aquel día de gloria y de sangre era ya general la batalla: se peleaba en las trincheras, en las calles, sobre los techos de las casas y hasta desde los guerreros apiñados, se hacía un fuego vivo y se combatía con arrojo: por todos puntos ardían las casas de la población, y sus llamas producían un calor abrasador; una nube densa del humo del incendio y del combate pesaba sobre nosotros y nos desesperaba de sofocación; no teníamos en todo el paraje que ocupábamos una gota de agua para apagar la sed. Al estruendo de las armas se unían los repiques de los campanarios que anunciaban victoria, los ayes de los moribundos y el clamoreo de los soldados y oficiales que se animaban a la pelea.

De repente el cielo nos manda una ráfaga de viento que despeja la atmósfera, nos hace ver la luz del sol y nos deja respirar en libertad. Un grito ronco de ¡viva el general! se hace oír en la primera cuadra que corre desde la plaza por la calle de San Francisco hasta las trincheras en que yo me hallaba; el grito se redobla con entusiasmo y el general O`Higgins se acerca a nosotros montado en un caballo brioso, y con su espada en mano: su semblante estaba tranquilo, pero severo, sus ojos arrojaban fuego. “Héroes de Rancagua, nos dijo, reconoced por jefe de estas trincheras al capitán Millán, porque es uno de los pocos oficiales valientes que os quedan: los demás han muerto por la patria: imitad su ejemplo… un momento más de constancia y de valor nos dará la victoria sobre los esclavos de Fernando”… Nosotros le oímos y dando vivas a la patria y al general, volvimos a la pelea con más ánimos: el general permaneció con nosotros algunos momentos más exhortándonos y dirigiéndonos; luego marchó a la plaza y él despreciaba las balas que cruzaban en todas direcciones.

Al día siguiente peleábamos todavía con furor, pero los españoles habían ganado mucho terreno, y a veces llegaban hasta las mismas trincheras a buscar una muerte segura a trueque de tomárselas. En una de las salidas que hicimos por la calle de San Francisco o desalojar algunas partidas enemigas que se habían apoderado de las casas vecinas para atacarnos con más seguridad, tuvimos un encuentro horrible, que fue uno de los más heroicos de aquel día.

Éramos poco más o menos veinticinco hombres los que salimos de la trinchera a batir una partida de enemigos que, derribando murallas, se había apoderado de una casa próxima: a la primera descarga nuestra, se replegaron al patio y nos cargaron a la bayoneta; yo descargué mi fusil sobre el oficial que los mandaba, y al verle caer a mis pies, conocí que era Laurencio, el traidor. Me fui sobre él gritándole: “¿dónde está Lucia?, dímelo antes de morir”, pero su respuesta fue una mirada aterradora y un suspiro ronco y profundo que exhaló con la vida… Todos los demás perecieron también a nuestras manos y volvimos a nuestro puesto para defender la trinchera. La venganza que Dios me había preparado para aquel momento terrible acababa de desahogar mi corazón: sentí entonces la necesidad de vivir, y cada vez que me acercaba al parapeto para descargar sobre el enemigo, deseaba que no me tocara alguna de sus balas hasta después de ver a Lucía, a esa mujer que hasta en medio de las zozobras de una batalla ocupaba mi corazón y me atraía con un poder mágico.

En la tarde de aquel día funesto, el general O`Higgins abandonó la plaza y los españoles entraron en ella haciendo la más espantosa carnicería; yo me refugié en un templo que estaba próximo a mi puesto, pero a los pocos momentos me sacaron de allí con otros varios prisioneros y nos condujeron a la presencia del general Osorio, y después a una quinta inmediata donde estaban los equipajes del ejército español. En el patio de esta casa había varias mujeres que se ocupaban en vendar una herida que tenía en el brazo derecho un oficial realista. Cuando oí que llamaban a este hombre el coronel Lizones, me fijé en él, porque ese era el mismo apellido de aquel a quien dio muerte mi amigo Alonso en Lima, y ¡cuál sería mi sorpresa al ver que su fisonomía era idéntica a la de la víctima de nuestros extravíos!

Luego perdí de vista al coronel, porque nos encerraron en una bodega, donde nos dejaron entregados a las angustias que necesariamente había de producir en nuestros corazones nuestra triste condición: yo me recliné sobre el suelo húmedo de aquel calabozo, porque ya no tenía fuerzas para resistir la fatiga del cansancio y la desesperación que se había apoderado de mí.

Durante el día siguiente degollaron en el mismo umbral de la puerta de nuestra prisión a varios prisioneros de los que estaban conmigo: yo esperaba y aun deseaba la misma suerte. Llegó la segunda noche y el sueño que en todo ese tiempo me había abandonado, vino entonces a restablecer mis fuerzas. Hacía mucho tiempo que dormía tranquilamente, cuando oí pronunciar mi nombre a una persona que me había tomado la mano. Desperté, pero creí que era una ilusión: la luna entraba por la puerta que estaba abierta y a su luz vi que todo parecía en calma y que el centinela dormía profundamente. El que me había despertado me estrechaba la mano y en silencio me conducía fuera de la prisión, pero yo me le resistía ligeramente porque sospechaba que aquello fuera un lazo que se me tendía. Salimos al patio y todavía me condujo a la arboleda sin decirme una palabra, y yo advertía que su mano temblaba y que su respiración era agitada.

Al llegar a una de las tapias, me dijo en voz baja: huyamos por aquí, no temas, el centinela que tú has visto durmiendo nos ha favorecido, porque le he comprado; él mismo me designó el lugar en que estabas.

- ¿Pero quién eres tú, que tanto muestras interesarte por mí?

- ¡Álvaro, no me conoces! ¡Ah, te he ofendido tanto! ¡Pero no… no te ofendí jamás, siempre te he amado…!

Estas palabras, pronunciadas con ardor, me hicieron reconocer a Lucía; olvidé mi resentimiento y la estreché silenciosamente entre mis brazos; pero me duraba aun la emoción de las caricias y permanecíamos trémulos cuando me asaltó el recuerdo de mi agravio.

- ¿Por qué me traicionaste, mujer ingrata, exclamé, por qué me has engañado? ¡No huiré contigo jamás, nunca! ¡Deseaba hallarte, solo para vengarme de ti!

- No seas cruel, Álvaro, soy inocente. Huyamos, cuando estés libre sabrás mis desgracias y me harás justicia.

- No, ¿quién me asegura que esta no sea también una traición? Te aborrezco… Habla, vindícate, si quieres que te siga.

- Ya que te obstinas, óyeme y perdóname. En aquella noche fatal en que me fugué con Laurencio de casa de mi tutor, creí que marchaba contigo hasta que la luz del día vino a revelarme mi error; quise volver sobre mis pasos, pero Laurencio me aseguró que tu vendrías luego a reunirte con nosotros, y que si volvía a mi casa encontraría una muerte segura. De engaño en engaño, me condujo hasta Chillán, en donde se encontraba el ejército español en aquel tiempo, y se presentó al general a dar cuenta de una comisión que había tenido durante su ausencia. Después he sabido que este hombre era el espía que tenían los realistas para comunicarse con sus partidarios residentes en otros pueblos. Perdida ya la esperanza de volverte a hallar, porque Laurencio me notició que habías muerto, quise separarme de él, pero adonde podría yo ir a encontrar el amparo que necesitaba; sola y desconocida en el mundo, no me quedaba otro refugio que permanecer al lado del único hombre que tenía deber de protegerme, porque él me había sacado de mi hogar y me había hecho rendirme a sus deseos… Si bien no le amaba yo, a lo menos él era mi cómplice y manifestaba amarme. Después del sitio de Chillán, le mandaron de guarnición a la plaza de Colcura, yo le seguí, porque en aquel destierro iba a estar lejos de la guerra, lejos de un ejército, que era testigo de mi deshonra y de mis lágrimas. Allí permanecimos hasta hace un mes que recibió Laurencio la orden de juntarse a su batallón, y bien a mi pesar he vuelto a seguir sus pasos. ¡Pero el cielo principia ya a compadecerse de mí! Laurencio murió ayer en la batalla y hoy te alcancé a ver a ti, mi pobre Álvaro, entre los prisioneros. Desde ese momento, no vacilé ni he descansado hasta prepararlo todo para nuestra fuga; ahora seremos felices, ya no te separarás más de mí, tú eres mi único apoyo, porque te amo como siempre…

- Lucía, es verdad que has sido inocente hasta el momento de rendirte a ese hombre perverso que murió ayer a mis manos, porque Dios me le entrego para vengarme; ¡pero ahora eres impura! Faltaste a los juramentos que me hiciste. Yo no puedo partir contigo.

- ¡Álvaro, no me abandones!

- Tú me has buscado porque murió Laurencio, no porque me amas.

- ¡Dios mío, por qué soy tan desgraciada! ¡Álvaro, perdóname, yo te amo…!

La explosión de un fusil y el silbido de una bala que pasó por mi oído interrumpieron sus palabras. Nos quedamos pasmados, la alarma principió en la quinta, e inmediatamente fuimos conducidos a la presencia del coronel Lizones, que era el jefe de más graduación que habitaba aquella casa.

El coronel se había levantado de su cama envuelto en una capa de grana, y al oír que le decían que yo pretendía fugarme auxiliado por Lucía, exclamó furioso y señalándome a mí: - “¡Sargento, haga usted que le tiren a ese insurgente cuatro balazos en el momento…!” Lucía se arrojó a sus pies pidiéndole mi perdón y él la escuchaba y le replicaba con una sonrisa de furor: - “ese hombre merece en tu corazón más que yo, Lucía, y no puede quedar vivo”. Esta le aseguraba lo contrario y le protestaba amarle, porque al pretender salvarme había sido guiada solamente por la gratitud: “ese pobre soldado, le decía, es inocente, yo le conocí en mi pueblo cuando niña y le debí servicios, por eso quería ahora restituirle su libertad”.

Ya estaba yo arrodillado esperando que los soldados preparan las armas que me habían de dar la muerte, cuando oí estas terribles palabras:

- Lucía, si consientes en ser mañana mismo mi esposa, se salvará el insurgente.

- Sí, coronel, a ese precio consiento en ser su esposa de usted. Ya no resistiré más.

- ¡Soldados!, gritó Lizones, llevad a ese hombre a su prisión.

- ¡No!, repliqué, deseo morir, porque no debo consentir en el sacrificio de esa mujer que me pertenece…

Pero ya el coronel no me oía y los soldados me llevaron al calabozo por la fuerza. Yo gritaba frenético y procuraba desprenderme de sus manos, pero ellos me maltrataban y al fin me encerraron violentamente sin tenerme piedad…

V

Desde aquella escena terrible, estuve privado de mi juicio hasta muchos meses después. Yo, que había tenido valor para despreciar la muerte de tantas veces en presencia del enemigo, no lo tuve para soportar la desgracia de verme despojar de mi Lucía en el momento mismo de haberla recobrado a fuerza de fatigas y padecimientos. Mi locura me valió la libertad: yo vagaba por las calles cubierto de andrajos, riéndome a veces y otras llorando, pero siempre sin hablar una palabra. Cuando tenía algún intervalo lúcido, consideraba todo el peso de mi desventura y me lastimaba el verme despreciado y aun vejado por todos.

Lucía había partido al Perú con su esposo y yo había perdido para siempre la esperanza de volver a verla siquiera. Pero la fuerza de mi infortunio calmaba poco a poco mis furores y me restituía lentamente a la razón.

Al cabo de dos años, logré enrolarme de marinero en un buque español que partía para el Callao; y después de una navegación penosa, llegué a Lima, en donde debía volver a ver a la mujer que tanto había influido en mis desventuras.

Todavía vivía aquel amigo mío a quien debí el salvarme de la pena que sufrió Alonso ocho años antes: a él me acogí de nuevo y volví a deberle mil favores. La historia de mis desgracias le interesó en gran manera, y si yo hubiese seguido los saludables consejos con que pretendió volverme a mi estado primitivo y consolarme, no me hallaría ahora soportando la vejez entre las miserias de la indigencia.

El coronel Lizones, el cual supe entonces que no era el mismo rival de Alonso, sino su gemelo, se hallaba en aquella ciudad con Lucía y gozaba de todas las consideraciones a que se había hecho acreedor por sus victorias en Chile y por su capacidad. Me arredraba la idea de amargar los días de este hombre, después de haber contribuido al asesinato de su hermano; y a pesar de mis crueles padecimientos, sin fijarme en que me había visto reducido a servir a los hombres como esclavo y a sufrir todas las fatigas de un marinero, tan solo por volver a estrechar en mis brazos a una mujer, traté de refrenar mi pasión por ella y me resolví a permanecer con otro nombre por algún tiempo más en Lima, con solo el objeto de verla una sola vez para consolarme. ¡Qué más podía hacer yo, que durante toda mi vida había sido desgraciado! ¡Yo, que siempre había sido contrariado por una fatalidad ciega en mis deseos más santos y puros, en mis esperanzas más fundadas…!

Pero mi destino quiso hacerme tocar otra vez la felicidad para arrebátamela luego. Varias veces había ya recibido el consuelo que deseaba, había divisado a Lucía en sus balcones, y no me había contentado con esto, como lo esperaba; sentía también necesidad de que ella me viese una vez sola y supiese que yo padecía todavía por amarla.

Un martes santo por la mañana, pasaba por la calle en que habitaba Lucía, una procesión suntuosa. La gente llenaba toda la carrera y la procesión marchaba con trabajo, abriéndose paso por entre la muchedumbre que se agolpaba silenciosa, a ver las imágenes que se llevaban en las andas. Yo me había colocado al frente del balcón en que se hallaba Lucía, y en un momento en que se despejó el paraje que ocupaba, la vi fijar sus hermosos ojos en mí: se enrojeció su semblante y permaneció largo tiempo mirándome, como si dudara de lo que veía.

Cuando la procesión pasó, permanecíamos todavía en la misma actitud; y entonces ella, como reanimándose, me hizo una seña para que pasara a su habitación. Marché trémulo a obedecerla, sin pensar en nada y como arrastrado por una fuerza superior e invisible. Llegué a su presencia, quise abrazarla, y al verla muda y seria me contuve, ella me tendió la mano, la estreché a mis labios y permanecimos algunos momentos en silencio y llorando… Nuestras lágrimas explicaron en aquel momento el estado de nuestros corazones.

Al fin nos hablamos, pero no ya con la efusión de ternura que en otros tiempos; el matrimonio había elevado entre ambos un muro de hierro. Ella me manifestó que la unía a su esposo un sentimiento no menos puro que el amor: la gratitud, y que estaba resuelta a respetarle, a serle fiel, como él le era amante. Pero no me atreví a reconvenirla, a recordarle su amor, sus juramentos; le hablé de mis desgracias, de mi fidelidad; y ella, sin conmoverse, sin suspirar siquiera, respondió:

- Álvaro, por amarte, abandoné mis bienes y violé el asilo doméstico; por amarte, sufrí todos los horrores de la guerra, sufrí la pérdida de mi honor y fui desgraciada; por amarte, en fin, arrostré la muerte, y por salvar tu vida di mi mano a un hombre que aborrecía; pero era un hombre honrado y virtuoso; déjame serle fiel, déjame cumplir mis deberes. Te he llamado, no para avivar esa pasión funesta que nos ha perdido, sino para servirte, para protegerte en este pueblo extraño en donde tal vez no tienes quien te ampare.

Delirante y ciego de enojo entonces, la ultrajé sin piedad, lloré y aun me arrojé a sus plantas pidiéndole una vez sola su mano para estamparle un beso y separarme de ella para siempre; pero ella me rechazó con indignación; la ingrata se había olvidado del pobre soldado, porque su amor había sido solo una de aquellas ilusiones caprichosas de la juventud de una mujer. Ahora se hallaba rica y elevada a un alto rango y ¡quién era yo para considerarme con derecho a su amor, para pedirle otra cosa que compasión! Pero su compasión me irritó y concebí en el momento la idea de terminar allí mismo una existencia aborrecida: tiré un puñal que llevaba sobre mi corazón, y ella dio voces, creyendo que yo atentaba contra su vida; acudieron en su auxilio, y uno de sus esclavos me hirió y me hizo rodar exánime a los pies de aquella maldita mujer… ¡Esta mano mutilada es el recuerdo que me queda de aquel momento de ignominia y de desesperación…!

Cuando el coronel volvió a su casa, había sido yo conducido a la cárcel, pero sin sentidos; ¡a pocas horas volví a la vida, mas no a la razón…! ¡Dejadme, señor, correr un velo sobre lo demás, porque no podría contaros mi vida de entonces, sin volver a la locura! ¡Ah!, pero mi locura era el delirio del amor exaltado por la rabia que dejan en el corazón los contrastes. Todos me despreciaban, todos me oprimían: doce años me mantuvieron en San Andrés, encerrado en una jaula de hierro, porque no me consideraban sino como un loco; mi locura no inspiraba caridad a nadie, todo el mundo reía de verme delirando por la traición de una mujer.

Y en verdad que tenían razón, porque es muy débil el hombre que delira por lo que sucede a cada paso en esta sociedad de miserias. ¿No es verdad, señor, que es muy loco el hombre que delira por el desprecio de una mujer? El tiempo al fin curó mi mal y cuando recobré mi juicio y mi libertad, hallé mis cabellos encanecidos, me vi solo en el mundo, sin patria, sin amigos, sin familia. Es cierto, tenían razón los hombres para reír de un loco que lo perdió todo por una mujer. Yo también me hubiera reído. ¿No es verdad que vos no me tenéis lástima, señor…?

Hace tres años que llegué aquí, después de haber hecho por tierra el mismo camino que en otro tiempo para llegar a mi pueblo, y aun cuando siempre me acompañan la miseria y la desgracia, al fin estoy en mi patria: esto me consuela. La viuda de un antiguo camarada me ha acogido: con ella lloro a veces y parto el pan que me dan de limosna: ya veis, señor, que mendigo porque no puedo trabajar, por soy viejo y mis locuras me hicieron perder el mejor tiempo y también una mano. ¡Qué haré ahora sino mendigar y llorar…!

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Los sollozos ahogaron la voz del pobre viejo: ¡yo también le acompañé en su llanto! Cuando le vi ya desahogado de la opresión de su corazón, le pregunté por Lucía; y él, con una carcajada satánica y unos ojos de relámpago, me respondió: “se fue a España, señor, con su marido: ¡allá será feliz, mientras yo soy un mendigo…!” Y tomando su palo, marchó a paso acelerado. La luna estaba en la mitad del cielo y toda la naturaleza dormía en calma…

Algunas veces después le volví a ver, pero ya hace tiempo que no sé del pobre anciano: habrá muerto quizá, y Lucía habrá llegado sin duda a ser, por su marido, una de las damas de la nobleza de España.

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