LADRON DE MEDIODIA
A Pedro Prado.
Eran las tres de la tarde. El caballero leía, embelesado, en su escritorio. Su espíritu flotaba a gran altura, pero traíale a tierra un rumor intermitente. ¿Quién podía producirlo cuando a esa hora hasta las criadas dormían la siesta?
El caserón, situado en las afueras de la ciudad, tenia, en los extremos, dos alas que avanzaban hacia el jardín delantero, también extenso, con una fuentecilla al centro y profusión de arbustos, macizos de flores y árboles añosos. Los ruidos de la calle llegaban a las habitaciones muy amortiguados. Sin duda allí se vivía bien. Detrás de la mansión había más árboles y varias hectáreas de buena tierra de sembradío, de modo que la comida la daba el terreno. En uno de los costados del caserón elevábase una torre.
No le faltaba razón a1 caballero para sorprenderse del ruido, por apagado que fuera. Aunque su familia era numerosa -bellas hijas, adolescentes unas, entrando en la juventud otras, y un par de donceles de buena estampa- imperaban costumbres antiguas, la del reposo a1 término del almuerzo era una. Los muchos aposentos permitían a cada cual, grande o chico, aislarse. El escritorio del caballero hallábase inmediato a la despensa, sitio muerto, salvo en las comidas. Porque en las demás horas era mudo, lo había elegido para leer y escribir en paz.
El dueño era persona pudiente. Aparte de casas de renta, poseía campos que se prolongaban hasta el cordón de cerros. Desde joven fue gran lector y, paralelamente, escribió poemas, ensayos y prosa narrativa. Era pues persona de variado saber, quizás si un poco conservador, pero de espíritu abierto, comprensivo, con inclinación a1 panteísmo, también merodeador de la sabiduría hindú; de buen porte, rostro de acentuada nobleza, hermosa voz y temperamento de artista y filosofador. Unía a tantos dones un humor alegre, que aliviaba su seriedad.
El rumor era extraño y lo impacientó. En puntillas se fue acercando a1 lugar de donde parecía nacer y así alcanzó la puerta de la despensa, entornada en ese momento. Por el orificio que hay entre ésta y su marco vio un bulto. Después, por un movimiento de aquel, enteróse de que era un individuo delgado. Este sostenía con una mano un saco harinero, y con la otra, lo más silenciosamente que le era posible, colocaba en el fondo cuchillos, tenedores, cucharas, sin poder evitar que a1 soltarlos algo sonaran.
Tan silente como llegó, el caballero anduvo hasta la pieza de su hijo mayor. Con éste hizo levantarse a1 segundo, que partió en busca de un carabinero. Padre e hijo se acercaron sin ruido a la despensa; sin ruido la abrieron y callados entraron. El sorprendido visitante clandestino no acertó a decir palabra, porque el caballero y su hijo tampoco las dijeron. Cogiéronle, sin violencia, de un brazo cada uno, después de privarlo del saco. Y lentamente, sin cambiar palabras, lo condujeron de habitación en habitación hasta el jardín delantero. El ladrón era bajo, hundido de pecho, cariaguileño, de ojos vivos y alertas. También podía ser de mal carácter. La primera vez que robó pudo vivir un mes sin trabajarle a nadie. Le pegaron en varias ocasiones. Cuando estuvo un trimestre en la cárcel, creyó que era más seguro trabajar, pero a1 hacerlo, añoraba los golpes, que dolían sólo horas, de suerte que tuvo y le venia la tentación.
Ni el caballero ni su hijo querían pegarle, pero ansiaban darle un susto o lo que fuera por haber violado la intimidad familiar.
Miráronse padre e hijo a1 reparar en la fuente. El ladrón no se atrevía a decir nada para no empeorar su causa. Le había entrado miedo por la tranquilidad y el mutismo, ni siquiera severo, de sus aprehensores. ¿Qué pretenderían hacerle? Sinti6 nuevamente una presión en sus brazos y todos tres se echaron a caminar hacia el jardín. Llegaron a la fuentecita, detuviéronse un instante y, tras otra mirada de los caballeros, a una lo echaron a la fuente, que tendría una cuarta de agua.
El ratero cayó de costado y se mojó del hombro a la pierna. El dueño y su hijo mirábanle a poca distancia. Con cuidado, sin apuro, el hombre evitó mojarse más, se tomó del brocal y, midiendo la disposición de los caballeros, despaciosamente salió, pues no quería descontar aún el peligro de que lo patearan. No podía defenderse contra dos y no le convenía levantarle la mano ni a uno, porque éstos se hallaban en su casa y el castigo de la justicia podría ser peor, aparte de la paliza que, de seguro, le anticiparan los carabineros. Buena la había hecho y qué convencido estuvo del éxito. Lo malo es que el patrón se saltara la siesta.
Se enderezó sin alzar los ojos y quedóse agazapado en sí, con la absurda esperanza de inspirar piedad y ser perdonado.
De súbito volvió a ser cogido y lo empujaron a la fuente, cayendo esta vez de espalda. Disimuladamente repitió sus movimientos para salir sin empaparse el resto del cuerpo. Los caballeros se alejaron unos pasos y él los siguió con la vista. Venia entrando el carabinero, guiado por un joven que se parecía a1 señor de más edad.
El hurtador logró ponerse en pie y se sentía mal con esa mojadura por partes. Veía claro la burla y esto le molestaba más que si le hubieran pegado.
Los señores hablaron con el carabinero. Luego este se aproximó al mojado con expresión nada halagüeña.
-¡Y tú! ¿Qué tienes que alegar?
El ladrón adoptó un aire entre severo y sufriente:
-Mi carabinero: lo que yo tengo que decir es que esta no es una casa seria -y se miró las mojaduras.
González Vera, José Santos: La Copia y otros originales. Santiago de Chile, Nascimento, 1961. pp. 70 - 74.
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