jueves, 16 de junio de 2011

LOS DIEZ/ DIETER OELKER

Los Diez

Origen y significación del nombre

La denominación “Los Diez” designa un grupo de intelectuales chilenos -pintores, escultores, músicos, arquitectos, escritores- de vocación multifacético y cuyas especialidades artísticas se complementan entre sí. El nombre lo eligieron los propios integrantes del círculo como alusión al número -real o ficticio- de quienes lo conformaban, acaso con intención simbólica o como expresión del azar que prevaleció en su constitución. “Los Diez”, señala Pedro Prado, “no forman ni una secta, ni una institución, ni una sociedad. Carecen de disposiciones establecidas y no pretenden otra cosa que cultivar el arte con una libertad natural” (Prado 1916: 11).

Al explicar el origen y la significación del nombre, varios “décimos” -que así se autodenominaban los miembros del círculo- se refirieron también al nacimiento de su comunidad. Según Pedro Prado, so formó el grupo gracias al interés que despertó en Julio Bertrand su afirmación que “quizás buscando, buscando, habrá diez personas más en Santiago” que también demostrarían humor y confianza en la adversidad (Prado en VV. AA. 1976: 69). Alberto Ried, por su parte, recuerda que el grupo recibió su nombre de Manuel Magallanes Moure, quien “apuntándonos con el dedo, nos contó en la Plaza de Armas, y dijo: Puesto que somos diez, nos llamaremos “Los Diez” (Durand 1942). Finalmente, según Armando Donoso, el origen del nombre proviene de la idea que tuvieron Pedro Prado, Julio Bertrand y Alberto Ried de “levantar un claustro en el Cerro Navia y construir en él un cenáculo de diez artistas, de diez únicamente, que habían de vivir entregados a la realización de sus obras en un aislamiento ideal”. El círculo quedó formado en pocos días, aunque la cifra que fijaba el número de sus integrantes jamás llegó a completarse debido a la permanente lejanía de un “Hermano Errante”, cuyo prestigio iba creciendo “con el misterio de la ausencia y de la distancia” (Donoso 1916: 45 – 46)

La utilización de la “X” para la escritura del nombre hizo que algunos decimales revivieran el tradicional simbolismo de esta cifra, aunque siempre -conforme al espíritu festivo y lúdico que animaba al grupo- de manera jocosa y personal[1]. Por otra parte, en cuanto letra de incógnita, el signo podía aludir tanto al misterio de lo desconocido como a la modestia de lo anónimo: “Ya que hemos hecho voto de humildad y no queremos darnos de exhibicionistas literarios, llámenos simplemente Los Equis (“Los X”)” (Arenas 1965).

El desarrollo del grupo

Según Acario Cotapos (1952: 3) ya existían “Los Diez” en los años inmediatamente anteriores a la Primera Guerra Mundial. Alfonso Leng, por su parte, afirma que “el grupo se reunía más o menos en los años 1913 y 1914” (vid. Tzitsikas 1973: 13), y Pedro Prado señala que el círculo se formó hacia 1914 (VV. AA. 1976: 69). Sin embargo, a pesar de ello, parece más apropiado fijar como fecha de constitución el momento de su aparición pública. Para ello debemos anotar como clave el año 1915, cuando Pedro Prado publica Los Diez, especie de crónica ideal del círculo, y se prepara la Primera Exposición del grupo que se inauguraría, un año más tarde, el 19 de junio de 1916, en el Salón de El Mercurio[2].

Para Alberto Ried, esta exposición de pinturas, en la cual participa junto a Pedro Prado y Manuel Magallanes Moure, tiene carácter fundacional. A partir de ese evento, asegura, “fueron ingresando al grupo de décimos hasta completar la dotación” (Ried 1956:11). Al concluir este proceso quedó conformado el círculo, según Armando Donoso (1916: 46), por los músicos Alfonso Leng, Alberto García Guerrero y Acario Cotapos, el pintor Juan Francisco González, los, a la vez, escritores, pintores y escultores Pedro Prado, Alberto Ried y Manuel Magallanes Moure, el arquitecto Julio Bertrand, el crítico literario Armando Donoso y el escritor Augusto Thompson (d´Halmar), cuya permanente ausencia hizo que se lo identificara con el Hermano Errante de la comunidad. Alberto Ried coincide en gran parte con esta enumeración, sólo que excluye de ella a Alberto García Guerrero e incluye al escritor Eduardo Barrios -incorporado al grupo por Pedro Prado, cuando en 1918 fallece Julio Bertrand-, al pintor Julio Ortiz de Zárate y al poeta Ernesto Guzmán. El hecho de que la lista conste de once nombres lo explica con las constantes ausencias de uno de los miembros del círculo: “Fuimos once y si hablábamos de los diez era porque poco contábamos con Augusto d´Halmar, el “Hermano Errante” (Ried 1956: 11). Por lo demás, es necesario tener presente que pronto se formó en torno al grupo un círculo cada vez más amplio de simpatizantes, lo cual hizo que O. Segura Castro hablara “de los innumerables hermanos del círculo artístico de Los Diez” (Segura 1917: 58).

Según afirma Acario Cotapos (1952: 3), el grupo se reunió por primero en el subterráneo que ocupaba una cervecería en la Calle Huérfanos, a dos cuadras de la Plaza de Armas, en Santiago. Después prefirió sesionar “ora en casa del arquitecto Bertrand, ora al aire libre y bajo el cielo estrellado, en el automóvil de Alberto Ried” (Donoso 1916: 47). Más adelante fueron lugares de encuentro la casa de la familia Pastor en calle Matucana a la entrada de la Quinta Normal, la oficina de “Los Diez” en calle Morandé 448 y la casa de Pedro Prado en calle Mapocho. Fue allí donde se inauguró, un 20 de noviembre de 1918 –según consta en una carta de Pedro Prado a Manuel Magallanes Moure-, “la torre de uno de `Los Diez´ y de los nueve restantes” (Prado en VV. AA. 1976: 72).

La existencia de esta torre dio origen a toda una leyenda alimentada por tres fuentes: la proveniente de esta edificación en la casa de Pedro Prado, la derivada del proyecto del círculo de construir “una torre que les sirviera de refugio simbólico… en la Playa de Las Cruces” (Silva Castro 1965: 65)[3] y la que procedía de la construcción existente en la vieja mansión que Fernando Tupper había adquirido hacia 1922 con el propósito de cedérsela al círculo. Pero, como afirma Alberto Ried, “el grupo se dispersó y no alcanzamos a instalarnos” (Ried 1956: 12)[4].

Los primeros veinticinco años del presente siglo estuvieron marcados por un creciente sentimiento de insatisfacción[5], resultado de las profundas transformaciones que terminaron por escindir al país. Es el período de la consolidación de los sectores obreros y medios como nuevas fuerzas sociales, celosamente excluidos de la conducción del estado, y de la decadencia de la aristocracia gobernante, cada vez más entregada al goce y a la ostentación de sus riquezas[6].

Tal como la sociedad toda, también aparecen divididas las expresiones culturales entre una tendencia dominante -aristócrata, europeizante y desarraigada- y otra de carácter subordinado y marginal: “En los tiempos en que comencé a escribir”, anota Pablo Neruda, “unos eran poetas grandes señores… (otros) los militantes errabundos de la poesía” (Neruda 1974: 365).

La labor de los intelectuales aristócratas estaba marcada por el propósito de administrar la herencia cultural del período liberal positivista[7], caracterizada por el objetivismo, idealizante o realista, que define a sus obras de mayor representatividad. “Su siglo era el XIX chileno y su mundo cultural se caracterizaba por el cientismo y el europeísmo” (Vial 1981: 251) -hecho que explica la presencia dominante del Viejo Mundo, tanto en sus manifestaciones decimonónicas más tradicionales como a través de sus paradigmas grecorromanos.

Sin embargo, el creciente material – hedonismo de la aristocracia terminó por comprometer también a la vida cultural del país, transformándola en un puro asunto de moda y de entretención. El avance de este proceso hizo que las actividades intelectuales fueran asumidas progresivamente por los sectores medios -fenómeno que se vio acentuado “cuando se rompieron sucesivamente el consenso político respecto al régimen gubernativo y el consenso social que ratificaban la primacía de la clase dirigente” (Vial 1981: 232).

El primer indicio del surgimiento de la mesocracia fue su oposición a las convenciones vigentes para las actividades culturales y literarias. En franca rebeldía contra los cánones del momento, proclamaron la libertad artística y, en oposición a los dictámenes del buen gusto aristocrático, actualizaron y diversificaron las influencias culturales y le dieron una cada vez mayor importancia a la realidad nacional.

La rebeldía artística, plástica, literaria y musical, protagonizada por intelectuales provenientes de la clase media en formación, culminó con “Los Diez”, cuyo período de verdadera actividad abarcó los años 16 y 17. Como su antecedente más inmediato ha sido mencionado, reiteradamente, la Colonia Tolstoyana, del año 1904, y el Ateneo de Santiago en su segunda época, desde 1899 hasta 1931[8]. Pero Alberto Ried protesta contra esta “absurda suposición de otros que han confundido nuestro clan con la Colonia” (Durand 1942)[9]. Sin embargo, a pesar de ello, parece incuestionable que los miembros de ambas comunidades buscaban protegerse contra la orfandad espiritual en que los tenía sumido la condición ambiente, entregándose al libre cultivo de las artes en fraternal comunión.

“Los Diez” fueron, según los testimonios de Acario Cotapos, Alfonso Leng, Manuel Magallanes Moure y Alberto Ried, un grupo creado por Pedro Prado, “quien comprendió, mejor que ninguno, los orígenes de este… doloroso aislamiento” (Ried 1956: 366), razón por la cual constituyó esta comunidad, fraternalmente unida por los lazos del arte y de la amistad. Ellos no fueron, entonces “una institución formada más o menos artificialmente, ni una sociedad cuyos miembros están amarrados por algún nudo reglamentario” (Magallanes Moure en VV. AA. 1976: 78), sino “una juvenil asamblea de artistas que se reunían para pintar, leer cuentos o poemas, tocar música y para cultivar el humor” (Leng 1952: 3 y 1958: 5) -porque “la verdad es que nunca nos tomamos en serio a nosotros mismos, pero le teníamos un inmenso cariño a nuestra hermandad” (Cotapos 1952: 3).

La acción pública de “Los Diez” partió con dos eventos: una Exposición que, como habíamos visto, fue inaugurada el 19 de junio de 1916 en el Salón de El Mercurio, y una Velada Literaria Musical, celebrada dos semanas más tarde, el 2 de julio, en el Salón de la Biblioteca Nacional. Ambos acontecimientos, que tuvieron un éxito realmente extraordinario[10], fueron los impulsos iniciales de un movimiento que se volvió aun más estable e influyente, cuando se concretó su proyecto editorial[11].

El propósito del grupo era publicar una serie de doce volúmenes al año, dedicados, alternativamente, cinco a una Revista, cuatro a la Biblioteca, es decir a la edición de obras literarias, dos a los Pintores Chilenos y uno a la Música, Escultura y Arquitectura. “Los Diez”, explica un prospecto que circuló poco después de la Velada Literario – Musical, “se proponen ser un refugio contra el rudo mercantilismo de nuestra prensa diaria y de nuestras revistas hebdomadarias”. Ellos “intentarán reproducir las mejores obras del arte chileno con un riguroso espíritu de selección”[12].

La Revista, cuyo primer número apareció en septiembre de 1916, reitera y amplía estos principios en el interior de su cubierta, destacándose, además de los ya señalados, su orientación tanto nacional como cosmopolita y su visión totalizante de la labor artística e intelectual: aunque las Ediciones de Los Diez tienen por objeto “mostrar… las producciones de autores chilenos… sus páginas están a disposición de los escritores y artistas sudamericanos y extranjeros”[13].

La recepción que se le brindó a la Revista fue altamente positiva, considerándosela “interesante”, “variada” y “bellísima” (X. N. 1916). Sin embargo, a pesar de ello, sólo alcanzaron a publicarse cuatro números alternados con ocho libros[14], anunciándose la conclusión del proyecto en agosto de 1917.

La iniciativa por retomar el trabajo editorial correspondió a Miguel Luis Rocuant y a Fernando Santiván, quienes, con autorización de Pedro Prado, publicaron, a partir de enero de 1918, la Revista de Artes y Letras (continúa a la de Los Diez)[15]. Desgraciadamente, este nuevo esfuerzo que tenía el propósito de seguir con el lineamiento artístico y literario como asimismo con la concepción editorial de la comunidad, tampoco se logró imponer. El proyecto concluyó, una vez publicados cuatro números de la Revista y algunos libros, en el mismo año de su iniciación.

No cabe duda que su renuncia a la empresa editorial contribuyó a la disolución de Los Diez. Sin embargo, no fue esta la única causa, pues igual importancia tuvieron para la dispersión del grupo los diversos y divergentes proyectos vitales de sus integrantes. Es por eso que Ernesto A. Guzmán le escribe, el 6 de julio de 1917, a Alberto Ried, entonces en los EE. UU.: “Todos nos han abandonado…” (Ried 1956: 344). Y también había algo de cansancio -no sólo provocado por la creciente hostilidad de la crítica, de la cual da cuenta Pedro Prado cuando comenta: “Aquello se iba volviendo demasiado dogmatico y luego era muy pintoresco…” (Prado en Mistral 1952: 8). Claro está que todo esto no significó el fin del grupo, cuyos miembros, más que por algún propósito, se sentían unidos por el afecto. Tanto es así que Acario Cotapos recuerda haberse reunido con los décimos a su regreso del extranjero en 1925[16],y que Pedro Prado se refiera en 1933, ante el fallecimiento de Juan Francisco González y en memoria de Julio Bertrand y Manuel Magallanes Moure, al “grupo de escritores y artistas que la muerte viene diezmando” (Ercilla, 22 de septiembre de 1953).

Curiosamente, el último documento publicado bajo el nombre de “Los Diez” es una proposición política. Se trata del folleto Bases para un nuevo Gobierno y un nuevo Parlamento, posiblemente redactado por Pedro Prado, como aporte a la discusión que acompañó al derrumbe del régimen parlamentario chileno. El trabajo apareció hacia fines de 1924 y desmiente la supuesta insensibilidad del grupo ante los hechos que conmovían a su país[17].

La poética (decimal) de Pedro Prado

Posiblemente ha sido Marta Brunet la que mejor captó el espíritu de “Los Diez” cuando explica que el grupo nació “juego jugando” y que sus encuentros solían devenir en actos litúrgicos que representaban una verdadera “escapatoria al absurdo”, a la vez que en reuniones de “fina atención” y “apasionada crítica”, aplicada a “la obra que leía su propio autor” (Brunet 1942: 204 y 205). Disponía el círculo de un ritual, jamás tomado en serio, pero siempre observado con devoción: “Las reuniones se verifican empleando una liturgia creciente y viva, puesto que ella se compone de ceremonias que se realizan a medida que se van imaginando” (Prado 1916: 12) y en las que tenían especial importancia el Unicornio, “la más alta invocación en todos los trances difíciles”, y la Paloma, “la más pura forma del misterio que presidía entre Los Diez” (Donoso 1916: 46). Obviamente, las diferentes ceremonias del ritual “sólo se emplean cuando se sabe que hay ojos extraños que atisban por los postigos entreabiertos, y especialmente, si se trata de gente sencilla y crédula” (Prado 1916: 12). Sin embargo, estas expresiones jocosas y lúdicas del grupo que recuerda el “epater le bourgois” de los románticos, están estrechamente ligadas a su proyecto artístico de eludir una realidad regida por prosaísmo y lo convencional. “Hemos hecho hoy”, le escribe Pedro Prado a Manuel Magallanes Moure en 1915, “un esfuerzo extraordinario para fabricar alegría y libertad”, y más adelante: “El presente va siendo, para mí, algo que nada vale: charro, recortado, grotesco, burdo. Si no fuese que es el punto de apoyo para forjar fantasías y para recordar historias, yo lo aborrecería con todo el alma. Bien quisiera que no fuese broma lo que voy a pedir: ¡Que se lleven el presente! ¡No lo queremos!” (Prado en VV. AA. 1976: 44 y 45).

La conferencia de Pedro Prado “Somera iniciación al Jelsé´”, pronunciada durante la Velada del 2 de junio de 1916, constituye, justamente por su tono entre jocoso y serio, un verdadero manifiesto del círculo. Este trabajo, complementado con el libro Los Diez, que Pedro Prado publica hacia fines de 1915 y que Alberto Ried y Armando Donoso consideran una síntesis de los objetivos del grupo, permite identificar los principios fundamentales de la poética que animaba la actividad decimal.

En lo inmediato, destacamos la raíz platónica y simbolista de las concepciones desarrolladas en la “Somera iniciación al `Jelsé´”[18]. A manera de ejemplo, reparemos tan sólo en la relación dialéctica que se postula entre la belleza sensible, el amor y la belleza ideal, y el proyecto de avanzar, impulsados por su eros poietiké, desde las correspondencias halladas entre la belleza de la contingencia hasta la belleza universal. (No olvidemos que Pedro Prado ya definía en 1912 a los poetas como “los hombres que perciben las semejanzas” (Prado 1912: 40).

El origen de la creación artística radica en “el amor a la vida total”, actualmente fragmentada y dispersa en una infinidad de tendencias egoístas, sustentadas por el interés individual. Los poetas y artistas entran “iluminados por el amor… en el milagro de la belleza”, donde habita “El Bien perdido” de la totalidad. Ellos mantienen toda su existencia “en amplio estado de entusiasmo y comprensión”, que los hace “sentirse solidarios del tiempo que fue y que vendrá, y de todos los seres y las cosas próximas y lejanas”.

En su naturaleza, la creación artística aparece marcada por la conciencia de que “la belleza confina con los límites del universo”. Ella es “el alma del mundo (que) sólo se hará sensible… por los caminos del amor”. En consecuencia, cada obra es un hito en este apasionado proceso de explicitar que “desde la creación del mundo, (la belleza) está en su corazón como una alegría original”. Llevados por este propósito, los poetas y artistas buscan “extender cada día más los límites de la belleza”, cogiendo en sus obras “el perfil de hermosura que se encuentra… hasta (en) los hombres tristes y escépticos de vidas opacas y parciales, que reniegan del arte y la poesía”. La creación artística mantiene vivo “el recuerdo de la necesaria proporción que requieren los seres y los hechos para vivir y ser fecundos”. Cada obra es, por eso, un testimonio del continuado esfuerzo por recuperar “El Bien perdido” de una vida total, cuyo retorno significará “una era de trascendental y feliz renovación”.

Estimamos que “El Bien perdido” simboliza el anhelo inspirado por una nostalgia a la vez que esperanza, tanto estética como social. La vida total, “donde la belleza vive más cómodamente”, representa la idea de una humanidad que, en oposición a su actual estado de dispersión, se halla hermanada por el amor. En clara correspondencia con esta aspiración, surge el proyecto de obra total, para la cual “las escuelas y tendencias (no pueden ser) sino restricciones inútiles”. “Los Diez”, se afirma, “carecen de disposiciones establecidas, y no pretenden otra cosa que cultivar el arte con una libertad natural”. Conforme a este propósito, la obra total deberá propender hacia la unidad de las diferentes formas -medios, procedimientos y maneras- de la creación artística. En otras palabras: la fragmentación del arte en géneros y sistemas diversos de expresión es una consecuencia de la dispersión de la humanidad en individuos regidos por un interés egoísta y particular. Sólo por la vocación universal del eros, practicada en sus dimensiones tanto estética como social, será posible recuperar para el hombre “El Bien perdido” de la totalidad.

La función de la obra artística es, en consecuencia, la creación de alegría y libertad -propósitos que se alcanzan, cuando se logra evocar a la realidad contingente desde una perspectiva de totalidad. “Se desea base en la realidad circundante, firmeza en la perfección, belleza en el resultado. Placer, en sume, o mejor, alegría. Placer para quien tal obra ejecuta, alegría para quien la observa” (Prado 1922). Lo que se busca es sorprender la proyección simbólica de la realidad contingente, es decir, su arraigo en la totalidad. El proceso de creación y recepción artística produce alegría y tiene un efecto liberador, porque necesariamente lleva a quienes en él participan a vencer los límites, la contingencia: superación estética del aislamiento social.

La totalidad -para Pedro Prado y los décimos, “El Bien perdido”- ha ocupado el centro de las reflexiones filosófico – poetológicas de la modernité baudelairienne[19] y el simbolismo. En lo concreto ello explica:

- por una parte, que la poesía fuera considerada como una forma superior de conocimiento, capaz de acceder a lo Inefable y penetrar en la Verdad Absoluta, y

- por otra, que surgieran proyectos para recuperar la unidad perdida entre las artes, mediante la formación de grupos, tanto a través de proyectos artísticos de síntesis e integración, como mediante círculos, cuyos integrantes se complementaran intelectual y artísticamente.

En cuanto a esto último, es necesario recordar, por ejemplo, la famosa “Torre de Vjacesalv Ivanov”, en la que, por los años 1905 – 1910, se reunía la élite literaria e intelectual de San Petersburgo (Erlich 1973 (1955): 46), como asimismo, la integración de las artes en la obra total, postulada por Richard Wagner y, aun setenta años más tarde, la mutualidad artística, planteada en el Primer Manifiesto del Grupo Bauhaus, Walter Gropius. Y en cuanto a la fuerza y capacidad sugestivo – cognoscitiva de la poesía, debe tenerse presente la importancia que, por ello, adquiría la palabra poética que, más que designar, evocaba lo inexpresable por arte de “magia verbal”, es decir, mediante la adecuada a la vez que necesaria combinación de sonidos, ritmos e imágenes que eran los únicos recursos capaces de revelar las correspondencias latentes entre el mundo de los sentidos y la realidad superior[20].

Con todo, parece evidente que “Los Diez” deben ser situados en la tradición simbolista y la modernité baudelairienne. Ellos mismos representan, a través del esfuerzo de cada uno de sus integrantes, la voluntad de hacer sensible “la belleza (que es) el alma del mundo… por el amor a la vida total, donde la belleza vive más cómodamente”. Ellos piensan realizar este proyecto, valiéndose de la capacidad sugestiva del lenguaje y de la acción recíproca entre las varias formas de la creación artística. La obra decimal debía usar el “embrujo evocador” de la forma artística para sugerir la presencia de lo trascendente, captado como “El Bien perdido” de la totalidad.

“Los Diez” ante la crítica

“Los Diez” publicaron en marzo de 1917 como Nº 7 de la Serie y Nº IV de la Biblioteca, La pequeña antología de poetas chilenos contemporáneos. La obra había sido preparada por Ernesto A. Guzmán, Alberto Ried y Armando Donoso, autor este último del estudio “La evolución de nuestra poesía lírica”, que lo precede como introducción. El rechazo de que fue objeto el libro por un importante sector de la crítica literaria chilena marca el comienzo de una creciente hostilidad hacia el grupo y contribuyó a la disolución de “Los Diez” como sociedad activa (Costa de 1968: 124 y Tzitsikas 1973: 21).

En lo fundamental, los detractores de la Pequeña antología señalaron -y con sañ- los siguientes defectos:

- Leo Par, quien la descalifica como “librejo”, rechaza el proemio, por contradictorio, confuso y temerario, sintetiza su impresión, señalando que presenta una concepción y praxis poética “que se alberga en cenáculos de gongorismo y huye de la atmósfera del gran público”, y que reúne “malos versos decadentes”, “vulgares artificios verbales” que no han logrado sobreponerse a “la tendencia modernista, disolvente del actual lirismo” (La Nación, 8 de abril de 1917).

- Omer Emeth, quien discute y desecha su propia hipótesis (irónica) que el criterio aplicado para la selección de los autores antologados habría sido su “modernismo rubendariano”, destca a la luz de estrofas que considera “mera sonajera de vocablos”, que en el libro “no son poetas todos los que están ni están todos los que son”, y sugiere, citando unas cartas (fingidas) para explicar la supuesta inconsistencia de la obra, que ella “está hecha con la plata de Prado para enaltecerlo a él y sus turiferarios” (El Mercurio, 9 de abril de 1917).

- Juan Duval, quien se refiere en dos artículos a la Pequeña Antología, a la cual califica de “tomito de rimas decadentes”, destaca en el primero de ellos la “falta de claridad” que aquejaría el estudio preliminar de Armando Donoso, motivada por “la vana palabrería, el cansador abuso inoportuno de las citas y una que otra anomalía gramatical”, y rechaza en el segundo, el “desdén por los modelos clásicos”, puesto en evidencia por “una forma relajada, por su ninguna sujeción a los preceptos del arte poética, que ellos denominan `verso libre´” (Sucesos XV, 759, del 12, y 760, del 19 de abril de 1917)

Pero, obviamente, no faltó tampoco la voz positiva como, por ejemplo, el comentario que le dedicó a la Pequeña antología el Licenciado Vidriera (1917: 350), a cuyo juicio “en la obra se nos ofrecen los primeros frutos reposados, producidos en la poesía chilena por las modernas corrientes del pensamiento y la sensibilidad”. Por otra parte, los aludidos publicaron una serie de respuestas enérgicas en las cuales demuestran que el libro fue atacado por venganza (Prado 1917: 3 y 5), falta de generosidad crítica (Donoso 1917b) y porfiada incomprensión (Guzmán 1917: 349 – 350).

Sin embargo, los ataques aun continuaron en el recuento de la actividad literaria correspondiente a 1917. Leo Par (1956 (1918): 408 – 419) insiste en denunciar el decadentismo, los yerros de ideología y versificación del proyecto artístico de quienes aparecían comprometidos con la Pequeña antología, y Nathanael Yáñez Silva (1918) se refiere al grupo de “Los Diez” como “una secta” caracterizada por “ciertas estrechas miras de criterio literario y artístico”. Y una vez más surgieron voces que protestaron contra esta apreciación. Manuel Magallanes Moure y Gabriela Mistral buscaron rectificarla en sendas cartas, dejando constancia de que resultaba aventurado descalificar a “Los Diez” por desdeñosos y dogmáticos y anunciar su disolución (Magallanes Moure en VV. AA: 1976: 78 – 79 y Gabriela Mistral 1918).

Pero lo cierto es que a los décimos les agradaba desorientar al público e incluso mofarse de él[21]. Es por eso que los críticos, haciendo de voceros -“el público leyente no tiene tiempo ni vocación para internarse en este laberinto de culteranismo de última hora” (Leo Par 1917: 11), “para el público este círculo que acaba de morir, representaba como una secta poco simpática de èlegidos´” (Yáñez Silva 1918)- rechazaron el proyecto artístico y a quienes lo sostenían, porque se contradecía con sus concepciones y se resistía a su comprensión.

Separados del público y concluida su actividad editorial, “Los Diez” volvieron sobre sí mismos y terminaron por sumergirse en su respectiva obra de creación individual[22].

Tanto Armando Donoso como el Licenciado Vidriera caracterizaron el proyecto poético de “Los Diez” y de su generación como “movimiento de liberación estética” (Donoso 1917: 23), “renovación de ideas y libertad de formas” (Licenciado Vidriera 1917: 349). En cuanto tal, lo consideran una proyección del Modernismo -y, a través de él, del Parnaso y del Simbolismo- que “en nuestra literatura tuvo el significado de una amplia liberación de los gastados cánones seudo clásicos y románticos” (Donoso 1917: 15 – 16). Sin embargo, aunque en este sentido amplio participaron “Los Diez” de la tendencia renovadora del Modernismo, no por eso dejaron de rechazar el preciosismo de los epígonos de Rubén Darío: “la novedad es difícil de alcanzar y fácil de confundir con la extravagancia” (Licenciado Vidriera 1917: 350).

Por otra parte, “Los Diez” constituyeron “una de las primeras manifestaciones contra el positivismo literario chileno” (Promis 1977: 31). Pero su rebeldía resulta aun contradictoria o, por lo menos, de corto alcance, si se la valora en función de la postura adoptada ante Vicente Huidobro y su ruptura con el sistema naturalista. Especialmente resulta reveladora para ella nota crítica escrita por Ernesto A. Guzmán (1916) a propósito de la publicación del Adán, y en la cual demuestra una total incomprensión por el carácter radicalmente innovador de la poética del aquel texto. Este hecho, en verdad curioso, lo explican Julio Arriagada y Hugo Goldsack, como una clara demostración de que “Los Diez” “en literatura, no superaban los márgenes del simbolismo” (1952: 30). José Promis, por su parte, interpreta esta ambigüedad a la luz del método histórico de las generaciones, adoptado a partir de Cedomil Goic[23]. Conforme a esta proposición, “Los Diez” y quienes se agrupaban en su entorno pertenecen a la Generación Mundonovista de 1912, que se gestó durante la vigencia de la Generación Modernista, entre 1905 y 1920. Expresión de esto último son ciertas preferencias generacionales, como su adhesión a la poesía: imaginación, ensueño y belleza, que sólo muy paulatinamente se fueron integrando a la sensibilidad típica diferencial mundonovista de su Generación. Por otra parte, tanto la Generación Modernista como la Mundonovista pertenecen al Período Naturalista y son, por eso, portadores conscientemente rebeldes e inconscientemente sumisos ante una tendencia literaria que sólo expira hacia 1934. Las contradicciones en la concepción poética de “Los Diez” se explica, en consecuencia, tanto a partir del encuentro generacional, como por su adhesión a las disposiciones vigentes en período de su asunción.

La que para Cedomil Goic es la Generación de 1912, fue para Gabriela Mistral -que se considera una de sus integrantes- la Generación de 1914. La describe como “una especie de puente”, porque encuentra en ella “el extremo de una generación anterior, la verdaderamente modernista”, y la insinuación de otra “que sigue después (y) que será la futurista” (Gabriela Mistral 1952 (1938): 6). Como integrantes nombra, con la sola excepción de Alberto Ried, a quienes hemos señalado como miembros del grupo de “Los Diez”, y destaca a Pedro Prado como su líder tácito.

Quienes también prefieren hablar de una Generación de 1914 son Julio Arriagada y Hugo Goldsack y Hernán Del Solar. Su importancia histórico – literaria radaica para los primeros en el hecho de “corresponder al cuadro cíclico de una época de transición, que por su mismo carácter no tenía la misión de presidir la renovación total de nuestra estética, sino simplemente el allanar los caminos” (Arriagada y Goldsack 1952: 32). El segundo, por su parte, observa esta función en el surgimiento de una nueva concepción del quehacer poético, según la cual el poeta debe “construir su identidad con el entorno que le determina” (Del Solar s. f.: 311). Es por eso que se ha afirmado que lo que singulariza a “Los Diez” es su voluntad de proseguir “esa que podríamos llamar visión criollo – cósmica, bajo las más variadas y diferentes expresiones artísticas” (Durán 1976: 19).

Referencias y bibliografía

Alone [Díaz Arrieta, Hernán]

1931 Panorama de la literatura chilena en el siglo XX. (Desde Alonso de Ercilla hasta Pablo Neruda). Santiago, Ed. Zig Zag.

[Anónimo]

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1916b “Los Diez”, en: El Diario Ilustrado (Santiago), 3 de julio.

Araya, Juan Agustín [O. Segura Castro]

1917 Véase: Julio Molina Núñez

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1965 “Una carta para la historia literaria chilena”, en: La Nación (Santiago), 18 de abril, p. 5.

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1952 “Pedro Prado, un clásico de América”. Separata de la Atenea (Concepción), 321 – 322 – 323.

Barros Lezaeta, Luis y Vergara Jonson, Ximena

1978 El modo de ser aristocrático. El caso de la oligarquía chilena hacia 1900. Santiago, Ediciones Aconcagua.

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[1] Véase, por ejemplo, Prado 1986: 41 – 44. Las acotaciones entre paréntesis cuadrado son del autor.

[2] Véase la carta del 25 de julio de 1915 de Pedro Prado a Manuel Magallanes Moure, en Prado 1986: 36 – 38, y también Anónimo 1916a y 1916b.

[3] Julio Bertrand y Pedro Prado publicaron en la Rev. Los Diez I, 1 un dibujo (p. 70), una descripción idealizada (pp. 71 – 73) y los planos (p. 74) de esta Torre. Sin embargo, también hay que tener presente la noticia que nos proporciona Alone (1931: 94 – 95) sobre la jocosa renuncia al proyecto, y que reitera Gabriela Mistral (1952 (1938): 7 – 8): “Un señor muy ingenuo que vendía terrenos a la orilla del mar, en un punto pintoresco, ofreció pagarles la tierra donde se levantase la torre de Los Diez. El grupo fue allá de gran jugarreta y vieron una soberbia peña donde quebraba el mar y podía ponerse la torre. Pero uno de ellos, yo no sé cual, dijo: ¿Y aquí va a ser? ¿Vamos aquí a estar pegados siempre y no vamos a poder viajar?, porque esto no está hecho como un para poder ir por el mar. ¡Ah!, todo esto es muy viejo y muy tonto”.

[4] También Alfonso Leng (1958: 5) señala que “fue cosa de la familia Tupper, de Fernando Tupper, que nos invitaba siempre a su casa…, pero nosotros nunca tuvimos una sede allí”. Para una síntesis de la “historia” de las tres Torres de Los Diez, consúltese Silva Castro 1965: 65 – 68, y Rodríguez Villegas 1976b.

[5] Consúltese Gazmuri 1976.

[6] Consúltese Barros / Vergara 1978.

[7] Consúltese Godoy 1982, cap. VIII

[8] Consúltese Silva Castro 1965: 55, De Costa 1968: 112 y Tzitsikas 1973: 25 – 26.

[9] Hernán Godoy (1981: 443) amplía aún más el número de estas agrupaciones cuando señala que “un mismo rechazo burgués, una búsqueda de vida más auténtica, una fraternidad entre hombres dedicados a diferentes artes, un mismo ambiente espiritual y generacional vincula a los integrantes de la Colonia Tolstoyana, a los cenáculos anarquistas de obreros e intelectuales, a los pintores del 13, al grupo de Los Diez y a los miembros de la Sociedad Bach”.

[10] Consúltese los artículos: “La primera exposición de Los Diez”, “El Chivo” y “Los Diez”, publicados a raíz de estos eventos en Pacífico Magazine VII, 42, junio de 1916 y en el Diario Ilustrado del 21 de junio y del 3 de julio de 1916, respectivamente.

[11] Según certificado notarial publicado el 12 de abril de 1917 en La Nación, “Los Diez” iniciaron su trabajo como editores el 5 de agosto de 1916.

[12] Véase el interior de la cubierta del libro “Los Diez” en el arte chileno del siglo XX.

[13] Véase el interior de la cubierta de la Revista Los Diez.

[14] La siguiente es la lista de las publicaciones de “Ediciones de Los Diez”:

Nº 1 Septiembre 1916 I de la Revista

Nº 2 Octubre 1916 Venidos a menos, Rafael Malvenda

Nº 3 Noviembre 1916 II de la Revista

Nº 4 Diciembre 1916 La Hechizada, Fernando Santiván

Nº 5 Enero 1917 III de la Revista

Nº 6 Febrero 1917 Días de campo, Federico Gana

Nº 7 Marzo 1917 Pequeña antología de poetas chilenos contemporáneos

Nº 8 Abril 1917 IV de la Revista

Nº 9 Mayo 1917 Músicos chilenos

Nº 10 Junio 1917 Motivos de Proteo (Selección y homenaje), José Enrique Rodó

Nº 11 Julio 1917 Cuentos de autores chilenos contemporáneos

Nº 12 Agosto 1917 Pobrecitas, Armando Moock

[15] Helen Tzitsikas (1973: 23) señala que la Revista de Artes y Letras, si bien deja traslucir “su interés por la realidad del momento”, está unida a la Revista de Los Diez “en el espíritu filosófico, que desea abarcar con una visión penetrante y personal los conceptos del mundo que le; en la admiración por la belleza; en la preocupación por lo chileno y lo americano, sin descartar lo europeo; en el escepticismo sobre las primeras causas de la vida y del mundo, y en el deseo de retornar a las fuentes puras de la filosofía y de las humanidades”.

[16] Véase Cotapos, 18 de marzo de 1952.

[17] Comentan el documento, entre otros, Alone, La Nación, 26 de octubre de 1924, Arriagada/Goldsack 1952: 39 – 43 y Silva Castro 1965: 68 – 69.

[18] En las citas seguimos el texto publicado en la Revista Los Diez I, 1, 1916: 5 – 12.

[19] Véase Gauss 1978.

[20] Véase “En torno a la poesía”, en Prado 1916b: 65 – 111.

[21] Recuérdese, por ejemplo, la burla del chivo que tan a mal tomó Emilio Vaïsse (Prado 1915b y 1917) y la recepción que tuvo la lectura de la conferencia “Somera iniciación al `Jelsé´”. (Anónimo 1916b).

[22] Al respecto señala Luis Alberto Sánchez (1955: 38) que “nunca más volvieron a juntarse “Los Diez”, aunque se mantuvo entre ellos la amistad de juventud. Cada uno de ellos siguió su propio camino, hizo su propia obra. Pero la actividad colectiva de que tanto se esperaba, esa no se repitió más”.

[23] Consúltese Goic 1967.

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