martes, 30 de diciembre de 2008

El Nido



Junto a la puerta cerrada, un pequeño sobre blanco contrastaba con las negras cerámicas de la entrada. Breve y contundente, debería viajar.

Dudé unos instantes. Ir inmediatamente al bar, desquitarme con esta vida del carajo, o entrar a llorar en los brazos de mi mujer. – Una piscola bien cargada, Iván.

En la humeante tristeza del bar, diluí mi mala suerte y por poco me siento aliviado. Un hombre que se sentó a mi lado parecía haberlo perdido todo. Me toqué los bolsillos y al confirmar la presencia de mis llaves y de mi billetera, sentí una estúpida superioridad. Pagué sus dos cervezas sin que lo notara y me resigné a volver a casa.

Sus palabras eran las mismas de siempre y no me servían de nada. ¿Quién se las habrá enseñado? ¿Pensará que alguien podría encontrar consuelo en ellas? Me conformo con sus manos pasando una y otra vez por mi pelo y un vago olor a jabón de manzanilla.

El asiento de al lado estaba vacío. Imaginar que podría ser ocupado por alguien me mantuvo intranquilo durante largo rato, hasta que en una de esas paradas anónimas, en terminales anónimos, un anónimo se sentó a mi lado. Sentir su respiración fatigada, llenando el frágil silencio del bus, junto a su permanente acomodarse en el asiento, me hizo volcar sobre él toda mi rabia, deshacerme de ella, expurgarla.

Al bajarme del bus tuve que coger esa bronca y echármela a la espalda como una pesada mochila para caminar con rumbo incierto por las calles de una ciudad que he olvidado casi por completo. Y la orquesta iracunda de bocinazos, improperios y salivazos volvió nuevamente mi dolor pequeño, minúsculo, mi caos, absolutamente intrascendente.

No sin cierta dificultad pude reconocer mi casa, medio oculta entre altos edificios que se levantaron como monumentos a muertes gigantescas. Antes de tocar el timbre la puerta se abrió. Estaban esperándome. El sonido de las voces engoladas garabateando el cielo con mentiras de éxitos y solidaridades me aseguró que estaban todos. Justo al franquear la puerta de la terraza, una mujer se acercó sonriendo: - Hasta que te dignaste a venir a ver a tu madre, chiquillo ingrato.

De ellas se nace y en ellas se muere, pensé. Esto no puede ser otro lugar más que el infierno.

Alone



Los globos de los niños nos lo habían ocultado algunas estaciones. Distraídos en seguir sus carreras por los pasillos vacíos, ignorábamos su presencia en una de las esquinas del vagón. La chiquillada tiene una facilidad explosiva para apropiarse de los espacios, arrojando sus zapatillas bajo los asientos, besando con sus boquitas de colores las ventanas, como firmando para siempre con una carcajada la blanca monotonía del subsuelo.
Pero como globos que se escapan hacia el cielo, los niños tras sus padres se esfumaron y en un abrir y cerrar de puertas nos hallamos ante el llanto desolado de un hombre solo. Tratando de evadir nuestras miradas, buscaba refugio en la ventana negra del vagón entre estaciones, que le devolvía amplificada las dos lágrimas que le limpiaban la cara.

Valps III

Condenados a avanzar por los cerros huidizos,
arrasamos la vergüenza y la moral de las palmeras
y la pobreza tímida del cazador de conejos.

En la ruda aridez del plan
todo se vende, todo se vende
y la historia es comic y su amor
un graffiti desparramado
en la oscura pared de un edificio en llamas.

Nostálgico de qué?,
me pregunto,
recién llegado
¿de dónde?
Me llevo la última luz del puerto
Para arrojarla en la última esperanza de sus niños.

HIELOS

Tengo la carne fría
de tanto sentarme
en la mañana de los días
y esperar la tarde.

Quiero llegar
y de tanto quererlo
te abandono,
amor,
al lado mío.

Díganme qué hacer
las horas que llevo en la espalda
dónde
díganme dónde las olvido.

Tengo la carne fría
y me duele,
me duele la sangre lenta
atravesando los polos de mi cuerpo,
desperdiciando la vida de su rojo,
la alegría de romper.

Quiero llegar para siempre,
y para siempre no volver
a correr,
a perder,
a morir en todos lados.

jueves, 4 de diciembre de 2008

DEAD LINE

“el hombre no conoce inmediatamente su muerte; (…), siempre muere en otro mientras abajo está esperando la tierra”

Augusto Roa Bastos “Yo el Supremo”

LA CHANCHA EN CIEN


El centro y su agitado tránsito de zapatos perfectamente lustrados y perfumes raros, era para nosotros un misterio. Las caras de los oficinistas se repetían serias y demacradas como las de nuestros profesores, pero al menos a ellos no les estaba prohibida esta mañana y esta ciudad. No necesitaban recreos, caminaban libremente por las calles, mirando de reojo la pornografía de los kioscos y comiendo completos a cualquier hora. No pudimos explicarnos su tristeza. Menos aún, cuando después de leer el diario sentados mirando el río, decidimos no volver al colegio jamás.

VALPS II

Mi ciudad se agita
Como bandera agujereada
Por el vuelo errático de gaviotas ebrias.
Sube y baja
Al ritmo
De catástrofes y matanzas.

De nadie,
Sola y libre
Gime y carcajea
A los seres que la cruzan
La fotografían
Y la mean.

Valparaíso,
Paloma infesta,
Alimentada por las nostálgicas
Migajas de un pan caro y postrero
Que cae como al descuido
De las manos de viejos brisqueros.

Camino sobre tu excremento
Y te defiendo
De las narices crispadas
De la prepotencia de los viajeros
Que como yo
Cayeron en tu postal
En tu infeliz destello

Mi ciudad,
Pasada
Lamento
Estallada.

EXPRESS

El canto de mi tristeza
de tan fingido
es alegre
y se confunde
con la propaganda de los supermercados

Porque llorar ya no es lo mismo,
ni mirar el piso
ni el silencio de las multitudes.
Son significantes libres
que lo dicen todo
cuando quieren

Y mi lágrima cae
dando risa…

BELMONTE

Oh, cigarrillo
Mi vida
Es tu humo
que se pierde
en el universo amarillo
de las cavernas nicotinosas
y mi muerte
tu colilla
en todos los basureros del mundo

DE ESCRITORES Y BUFONES

El escritor como bufón libre, que elige aleatoriamente a su rey

Zalamero sempiterno, incluso de sí mismo.

La Monarquía no tiene su origen en la Divinidad, sino en la grotesca palabrería de los bufones.

VALPS

Las casuchas de los cerros
son las costras
de un regazo herido
por latigazos
de la genitalidad bancaria
que se asienta escandalosa
sin raíces
sobre la tierra robada al mar

Son las nuevas palmas
que emergen de las quebradas
El paraíso de este valle insignificante

HUMANIDADES

Abejas agrias
productoras de hiel
viles esclavas
de una reina cruel

VENGANZA NAVIDEÑA Y TOTAL

Nada habrá más importante en tu vida
oh
que mi mano en tu cuello
y mi odio satisfecho

Tu vida, toda tu vida
será esta muerte que te regalo

EL INVÁLIDO / PEDRO PRADO





A mi amigo B. Rebolledo C.




Convidado por un amigo, paso las vacaciones en uno de esos pintorescos pueblecillos veraniegos diseminados, en las cercanías de Valparaíso, a lo largo de la línea del ferrocarril. En uno de esos pueblecillos, que en el estío, bañados de sol, ostentan risueños, al través de la maravillosa trasparencia de la atmósfera: su iglesia de blancas cúpulas; sus chalets de colores relucientes, encuadrados en espléndidos marcos de verdura, sus molinos de viento, necesarios para el riego de la arenosa tierra de la costa, voltear allá en lo alto, destacándose nítidos contra el intenso azul.

Mi amigo posee en esa comarca una deliciosa quinta: hermoso chalet de elegante y fácil construcción revestido en parte por enredaderas y apenas visible, desde la reja que separa el jardín de la calle, al través de las enmarañadas ramas de los árboles, de los arbustos cuajados de flores, de los parrones que cruzan la propiedad como caminos de sombra manchados de oro por los rayos del sol que hieren el suelos, después de atravesar la verde hojarasca del emparrado.

Es en los comienzos de las vacaciones, en medio día de enero; mientras mi amigo despacha en su escritorio la correspondencia, yo, acompañado de un libro que intento en vano leer, gozo de la paz de una buena digestión, sentado en uno de los bancos que hay bajo el parrón principal.

Hace un calor sofocante, ni la más ligera brisa mueve las hojas de los árboles. En esa atmósfera de fuego flamean las espadas de las palmeras de abanico; relucen las piedrecillas; enciéndense la arena en las angostas acequias de regadío y allá, en un rincón del jardín, con una enredadera de suspiros violados que abraza su varillaje de hierro, herido por el sol, el molino ostenta en lo alto sus paletas inmóviles.

Una modorra infinita lo invade todo; hasta el chalet, como aquel, que deseando dormir la siesta cierra previamente los párpados, ha descorrido sus verdes persianas. En esa calma general, sólo los insectos muestran su actividad: cantan las chicharras ocultas entre las hojas; abejas y zancudos semejan, al volar zumbando en el aire candente, chispas de fuego que extínguense tan pronto entran a la sombra. De pronto, el pitazo agudísimo, de algún tren que cruza rápido la estación, levanta, por un momento, el pesado sopor del bochorno, pero tan luego aléjase el ruido de la locomotora, todo cae nuevamente en la pesada somnolencia de un medio día de estío.

Contagiado por la pereza, dormía ya, cuando el chirrido que daba la puerta de reja, al ser empujada por un hombre, me despertó.

Era Antonio, el jardinero, un hombre joven e inválido, que golpeando acompasadamente el suelo con su pierna de madera, se dirigía al estanque del molino para comenzar el riego del jardín.

Al ver que se dispone a regar, cierro el libro, me pongo de pie y abriendo los brazos en un lánguido desperezamiento, me dirijo pausado a un banco vecino, desde donde, de codos sobre el respaldo, observo cómodamente, con esa atención que uno pone en ver trabajar, el riego de la tierra reseca y agrietada por el incesante calor.

El jardinero, después de haber colocado convenientemente los tacos, observa con placer, cómo recibe la tierra la fresca caricia; cómo salen, de entre las grietas, burbujillas que revientan en la superficie en una cristalina sonrisa de satisfacción.

Corre el agua atropellada, espumante, reflejando temblorosa árboles y flores; arrastra consigo hojillas secas, diminutas ramas que deja prendidas, al pasar, silenciosa bajo las plantas, en las hojas que rasguñan sus cristales; rápida tuerce a la derecha; divídese en dos al interponerse el tronco de un árbol, al que besa ligera dejándole de pasada un collar de espuma y pronto, un poco más allá, júntanse de nuevo los brazos con crecientes murmullos de risas al ver un grillo, que voltejeando desesperado, pugna por oponerse a la corriente.

Que delicia el ver regar, aspirando, conjuntamente con el olor de las rosas y claveles, el tan grato a tierra mojada.

Ese esplendente azul, esa verdura espolvoreada de flores rojas, de flores blancas, de flores amarillas; esos murmullos de agua y de aleteos de insectos, esa fragante mezcla de olorosas flores, toda esa armonía del estío acaricia mis sentidos suave, dulcemente y me acerca, me hace intimar con el trabajador, con nuestro infeliz hermano, desheredado de los bienes materiales y del espíritu.

– Antonio, ¿cómo perdió usted su pierna?

Al hacerle esa pregunta, su cara refleja una mezcla de pena y alegría, como le pasa a todo aquel a quien se pide remueva el pasado. Luego me contesta:

– En la guerra, patrón.

Y al expresarle mi sorpresa, de que siendo tan joven, haya alcanzado a estar en la campaña del Perú, él, con frases cortas, como haciéndosele penoso sacarme del error, me dice:

No señor, si no fue en esa, fue en la revolución, en la del 91.

Y luego agrega en voz baja:

Fui gobiernista, pero yo patrón, no tuve la culpa.

¿Cómo es eso, de que usted no tuvo la culpa?

Antonio piensa un momento; saca la rameada bolsa tabaquera y mientras lía, enciende y fuma un cigarrillo de hoja, conozco yo ese episodio de su vida.

Es una historia sencilla, una historia que no tiene ni las enrevesadas tramas, ni los adornos de la existencia de los ricos.

Comienza por sacarme del error en que de seguro me encuentro. Que no vaya yo a creer que él es de aquí, de este pueblo; él es santiaguino, de la capital; y esto lo dice con ese orgullo de nacimiento común a todas las clases sociales.

En seguida, la historia fluye como el agua que corre a mi lado: rápida, atropellada en un comienzo; pausada, lenta hasta detenerse en los remansos enseguida; pero dejando siempre, en cada hoja que besa una ramita, en cada poro de su lecho, una de sus propias gotas.

En aquel tiempo (en el 91); ¡que bien lo recuerda todo!, tenía en Santiago, en la Recoleta, una casita con un jardín, no muy grande, casi a los pies del Cerro Blanco. Vivía solo. Su padre recién muerto, a su madre y a sus hermanos él no los había conocido.

Interrúmpese un momento, acomoda lo mejor posible un taco que el agua ha roto y prosigue.

Fue en una mañana de fines de Agosto del 91, a pesar de que él veía los atropellos y prisiones cometidos a diario, caminaba tranquilo, con su canasto de violetas al brazo por la Recoleta arriba.

Pero al enfrentar al cuartel que hay en esa calle, unos soldados que estaban en la puerta, sin decirle una palabra, se le van encima, le quitan el canasto y lo meten a la fuerza en el cuartel.

¡La rabia que le había dado al ver sus flores por el suelo pisadas por esos brutos! Pero no sacó nada con reclamar, pues en lugar de oírle le dieron un fusil y ligerito a las filas, si no quería que lo metiesen al calabozo. Como buen chileno, su deber, le decían, era ir a pelear contra esos cochinos opositores.

Y ahí, en formación, encontró a varios conocidos, enganchados como él a la fuerza.

Cinco días ocuparon en somero aprendizaje de marchas y manejo de rifle.

Una mañana, hacen formar todo el regimiento, lo llevan a la estación y lo embarcan en un tren para Valparaíso.

– Dígame, ¿cómo se llama el regimiento?

Antonio se extraña.

El nombre del regimiento, no lo ha sabido nunca; ¡con decirme que casi ni uno de ellos le sabía el apelativo al comandante!

Esta pregunta, al distraerlo, lo hizo fijarse en que su cigarrillo habíasele apagado y mientras lo abre y lía, para encenderlo nuevamente, yo sigo con la vista los rápidos zig zags que describe un hilo de agua que marcha delantero y que al explayarse lento en una depresión, surge repentina de allá abajo, por entre las imágenes de las plantas, una claridad ofuscadora que, tornando el agua en oro líquido, despide miles de agudos rayos de luz. Ciego un momento, vuelvo la cabeza, pero la refulgente imagen del sol, demasiado impresa en mi retina, me persigue allí donde vuelvo la vista, ocultándome los objetos tras un velo amarillento.

Atontado por esta repentina claridad, apenas oigo lo que Antonio sigue contando.

Era tarde; el tren se detiene; el regimiento ya en formación marcha, marcha hasta llegar entrada la noche a un río, que luego supieron era el Aconcagua. A la mañana siguiente sólo vino a darse cuenta de que habían acampado entre varios cuerpos amigos.

Ese mismo día tuvo lugar la batalla de Concón y que él, herido en una pierna en los primeros tiroteos, recuerda vagamente.

Hasta hoy no se da cuenta de cómo pudo, en el estado en que se encontraba y durante la fuga de la derrota, llegar a este pueblo. Aquí unos dotores, que estaban recibiendo los heridos, al verle su pierna hinchada y negra a causa de la caminata se la cortaron.

– Pero hombre, sabe que es curioso, a usted lo enganchan a la fuerza, le ponen un rifle entre las manos, lo llevan al combate, donde recibe un balazo y a consecuencia del cual pierde una pierna y todo eso, sin saber siquiera el nombre de su regimiento y mucho menos, por supuesto, las causas de la guerra.

Y Antonio sonriéndose, como apreciando la vida en su justo valer; mientras cambia los tacos y deja que el agua se escurra en el cuadro vecino; sonriéndose me dice:

– Así no más fue señor… y ¿creerá patrón? Ni siquiera me pagaron los ocho días de trabajo en que pasó todo esto.

Yo también me sonrío tristemente ante esa fina ironía; al ver ese hombre joven e inválido, llevado por los azares de la existencia a otras comarcas, donde sólo encontró la ayuda de un trozo de madera, que la tierra agradecida por sus cuidados, otórgale en cambio de su pierna perdida en salvaje lucha de hermanos.

Y en tanto que Antonio arroja el resto del cigarrillo y se dirige, golpeando acompasadamente el suelo, a vigilar el riego del otro cuadro, rosas y claveles yerguen sus corolas, asómanse por entre las hojas y parecen enviarle un saludo de agradecimiento al ser mecidas por la fresca brisa que comienza a soplar, risando la superficie del agua. Y allá, en lo alto, el molino comienza a mover lento, sus paletas blancas, nítidas contra el añil del cielo

Alvaro J. de Credo

Octubre de 1905

El Independiente, Santiago, 1 semana de noviembre 1905, año 1, num. 3, pag 3