A mi amigo B. Rebolledo C.
Convidado por un amigo, paso las vacaciones en uno de esos pintorescos pueblecillos veraniegos diseminados, en las cercanías de Valparaíso, a lo largo de la línea del ferrocarril. En uno de esos pueblecillos, que en el estío, bañados de sol, ostentan risueños, al través de la maravillosa trasparencia de la atmósfera: su iglesia de blancas cúpulas; sus chalets de colores relucientes, encuadrados en espléndidos marcos de verdura, sus molinos de viento, necesarios para el riego de la arenosa tierra de la costa, voltear allá en lo alto, destacándose nítidos contra el intenso azul.
Mi amigo posee en esa comarca una deliciosa quinta: hermoso chalet de elegante y fácil construcción revestido en parte por enredaderas y apenas visible, desde la reja que separa el jardín de la calle, al través de las enmarañadas ramas de los árboles, de los arbustos cuajados de flores, de los parrones que cruzan la propiedad como caminos de sombra manchados de oro por los rayos del sol que hieren el suelos, después de atravesar la verde hojarasca del emparrado.
Es en los comienzos de las vacaciones, en medio día de enero; mientras mi amigo despacha en su escritorio la correspondencia, yo, acompañado de un libro que intento en vano leer, gozo de la paz de una buena digestión, sentado en uno de los bancos que hay bajo el parrón principal.
Hace un calor sofocante, ni la más ligera brisa mueve las hojas de los árboles. En esa atmósfera de fuego flamean las espadas de las palmeras de abanico; relucen las piedrecillas; enciéndense la arena en las angostas acequias de regadío y allá, en un rincón del jardín, con una enredadera de suspiros violados que abraza su varillaje de hierro, herido por el sol, el molino ostenta en lo alto sus paletas inmóviles.
Una modorra infinita lo invade todo; hasta el chalet, como aquel, que deseando dormir la siesta cierra previamente los párpados, ha descorrido sus verdes persianas. En esa calma general, sólo los insectos muestran su actividad: cantan las chicharras ocultas entre las hojas; abejas y zancudos semejan, al volar zumbando en el aire candente, chispas de fuego que extínguense tan pronto entran a la sombra. De pronto, el pitazo agudísimo, de algún tren que cruza rápido la estación, levanta, por un momento, el pesado sopor del bochorno, pero tan luego aléjase el ruido de la locomotora, todo cae nuevamente en la pesada somnolencia de un medio día de estío.
Contagiado por la pereza, dormía ya, cuando el chirrido que daba la puerta de reja, al ser empujada por un hombre, me despertó.
Era Antonio, el jardinero, un hombre joven e inválido, que golpeando acompasadamente el suelo con su pierna de madera, se dirigía al estanque del molino para comenzar el riego del jardín.
Al ver que se dispone a regar, cierro el libro, me pongo de pie y abriendo los brazos en un lánguido desperezamiento, me dirijo pausado a un banco vecino, desde donde, de codos sobre el respaldo, observo cómodamente, con esa atención que uno pone en ver trabajar, el riego de la tierra reseca y agrietada por el incesante calor.
El jardinero, después de haber colocado convenientemente los tacos, observa con placer, cómo recibe la tierra la fresca caricia; cómo salen, de entre las grietas, burbujillas que revientan en la superficie en una cristalina sonrisa de satisfacción.
Corre el agua atropellada, espumante, reflejando temblorosa árboles y flores; arrastra consigo hojillas secas, diminutas ramas que deja prendidas, al pasar, silenciosa bajo las plantas, en las hojas que rasguñan sus cristales; rápida tuerce a la derecha; divídese en dos al interponerse el tronco de un árbol, al que besa ligera dejándole de pasada un collar de espuma y pronto, un poco más allá, júntanse de nuevo los brazos con crecientes murmullos de risas al ver un grillo, que voltejeando desesperado, pugna por oponerse a la corriente.
Que delicia el ver regar, aspirando, conjuntamente con el olor de las rosas y claveles, el tan grato a tierra mojada.
Ese esplendente azul, esa verdura espolvoreada de flores rojas, de flores blancas, de flores amarillas; esos murmullos de agua y de aleteos de insectos, esa fragante mezcla de olorosas flores, toda esa armonía del estío acaricia mis sentidos suave, dulcemente y me acerca, me hace intimar con el trabajador, con nuestro infeliz hermano, desheredado de los bienes materiales y del espíritu.
– Antonio, ¿cómo perdió usted su pierna?
Al hacerle esa pregunta, su cara refleja una mezcla de pena y alegría, como le pasa a todo aquel a quien se pide remueva el pasado. Luego me contesta:
– En la guerra, patrón.
Y al expresarle mi sorpresa, de que siendo tan joven, haya alcanzado a estar en la campaña del Perú, él, con frases cortas, como haciéndosele penoso sacarme del error, me dice:
No señor, si no fue en esa, fue en la revolución, en la del 91.
Y luego agrega en voz baja:
Fui gobiernista, pero yo patrón, no tuve la culpa.
¿Cómo es eso, de que usted no tuvo la culpa?
Antonio piensa un momento; saca la rameada bolsa tabaquera y mientras lía, enciende y fuma un cigarrillo de hoja, conozco yo ese episodio de su vida.
Es una historia sencilla, una historia que no tiene ni las enrevesadas tramas, ni los adornos de la existencia de los ricos.
Comienza por sacarme del error en que de seguro me encuentro. Que no vaya yo a creer que él es de aquí, de este pueblo; él es santiaguino, de la capital; y esto lo dice con ese orgullo de nacimiento común a todas las clases sociales.
En seguida, la historia fluye como el agua que corre a mi lado: rápida, atropellada en un comienzo; pausada, lenta hasta detenerse en los remansos enseguida; pero dejando siempre, en cada hoja que besa una ramita, en cada poro de su lecho, una de sus propias gotas.
En aquel tiempo (en el 91); ¡que bien lo recuerda todo!, tenía en Santiago, en la Recoleta, una casita con un jardín, no muy grande, casi a los pies del Cerro Blanco. Vivía solo. Su padre recién muerto, a su madre y a sus hermanos él no los había conocido.
Interrúmpese un momento, acomoda lo mejor posible un taco que el agua ha roto y prosigue.
Fue en una mañana de fines de Agosto del 91, a pesar de que él veía los atropellos y prisiones cometidos a diario, caminaba tranquilo, con su canasto de violetas al brazo por la Recoleta arriba.
Pero al enfrentar al cuartel que hay en esa calle, unos soldados que estaban en la puerta, sin decirle una palabra, se le van encima, le quitan el canasto y lo meten a la fuerza en el cuartel.
¡La rabia que le había dado al ver sus flores por el suelo pisadas por esos brutos! Pero no sacó nada con reclamar, pues en lugar de oírle le dieron un fusil y ligerito a las filas, si no quería que lo metiesen al calabozo. Como buen chileno, su deber, le decían, era ir a pelear contra esos cochinos opositores.
Y ahí, en formación, encontró a varios conocidos, enganchados como él a la fuerza.
Cinco días ocuparon en somero aprendizaje de marchas y manejo de rifle.
Una mañana, hacen formar todo el regimiento, lo llevan a la estación y lo embarcan en un tren para Valparaíso.
– Dígame, ¿cómo se llama el regimiento?
Antonio se extraña.
El nombre del regimiento, no lo ha sabido nunca; ¡con decirme que casi ni uno de ellos le sabía el apelativo al comandante!
Esta pregunta, al distraerlo, lo hizo fijarse en que su cigarrillo habíasele apagado y mientras lo abre y lía, para encenderlo nuevamente, yo sigo con la vista los rápidos zig zags que describe un hilo de agua que marcha delantero y que al explayarse lento en una depresión, surge repentina de allá abajo, por entre las imágenes de las plantas, una claridad ofuscadora que, tornando el agua en oro líquido, despide miles de agudos rayos de luz. Ciego un momento, vuelvo la cabeza, pero la refulgente imagen del sol, demasiado impresa en mi retina, me persigue allí donde vuelvo la vista, ocultándome los objetos tras un velo amarillento.
Atontado por esta repentina claridad, apenas oigo lo que Antonio sigue contando.
Era tarde; el tren se detiene; el regimiento ya en formación marcha, marcha hasta llegar entrada la noche a un río, que luego supieron era el Aconcagua. A la mañana siguiente sólo vino a darse cuenta de que habían acampado entre varios cuerpos amigos.
Ese mismo día tuvo lugar la batalla de Concón y que él, herido en una pierna en los primeros tiroteos, recuerda vagamente.
Hasta hoy no se da cuenta de cómo pudo, en el estado en que se encontraba y durante la fuga de la derrota, llegar a este pueblo. Aquí unos dotores, que estaban recibiendo los heridos, al verle su pierna hinchada y negra a causa de la caminata se la cortaron.
– Pero hombre, sabe que es curioso, a usted lo enganchan a la fuerza, le ponen un rifle entre las manos, lo llevan al combate, donde recibe un balazo y a consecuencia del cual pierde una pierna y todo eso, sin saber siquiera el nombre de su regimiento y mucho menos, por supuesto, las causas de la guerra.
Y Antonio sonriéndose, como apreciando la vida en su justo valer; mientras cambia los tacos y deja que el agua se escurra en el cuadro vecino; sonriéndose me dice:
– Así no más fue señor… y ¿creerá patrón? Ni siquiera me pagaron los ocho días de trabajo en que pasó todo esto.
Yo también me sonrío tristemente ante esa fina ironía; al ver ese hombre joven e inválido, llevado por los azares de la existencia a otras comarcas, donde sólo encontró la ayuda de un trozo de madera, que la tierra agradecida por sus cuidados, otórgale en cambio de su pierna perdida en salvaje lucha de hermanos.
Y en tanto que Antonio arroja el resto del cigarrillo y se dirige, golpeando acompasadamente el suelo, a vigilar el riego del otro cuadro, rosas y claveles yerguen sus corolas, asómanse por entre las hojas y parecen enviarle un saludo de agradecimiento al ser mecidas por la fresca brisa que comienza a soplar, risando la superficie del agua. Y allá, en lo alto, el molino comienza a mover lento, sus paletas blancas, nítidas contra el añil del cielo
Alvaro J. de Credo
Octubre de 1905
El Independiente, Santiago, 1 semana de noviembre 1905, año 1, num. 3, pag 3