martes, 16 de septiembre de 2008

CUANDO SE ES POBRE / PEDRO PRADO




– No. Pero fíjese usted bien. Reste tranquilamente, en alta voz: si a ocho le quito tres, me quedan… ¿cuántas me quedan?... Cinco ¿no es verdad? Bien. Ahora resuelvan estos ejemplos.

Y Rafael, después de escribir en la pizarra algunas sustracciones, dejó la tiza, sopló la yema de sus dedos para hacer volar el polvo blanco que aun quedaba adherido a ellas, y con lentitud, con un movimiento que revelaba cansancio del cuerpo y del espíritu, se sentó, puso trabajosamente los codos sobre el escritorio y ofrecióle apoyo con sus manos a una cabeza coronada por cabellera negrísima que hacia palidecer las facciones.

Se quedó un momento así, sin pensar en nada, cansado, desesperado de esa monótona y fatigosa lucha por un pan que nunca llegaba, para él, en abundancia. Ascendió una de sus manos por la frente ligeramente combada, mientras movía pausado la cabeza, y tomando distraído el lapicero que aun conservaba húmedos los trazos de la pluma, se puso a garabatear rasgos sobre la lista de la clase, en tanto que su mirada vagaba por la sala.

En esa noche de junio la lluvia y el frío habían hecho faltar a muchos obreros; apenas si había unos diez o doce diseminados en los numerosos bancos de la sala amplia y pobre. Enjabelgada con cal, su blancura agregaba más frío a esa cruda noche de invierno. Su decoración consistía en un reloj de péndola, ubicado al fondo, y en uno de los costados un mapamundi viejo, roto, obsequio que con el pomposo nombre de regalo, un colegio rico había querido desembarazarse de un estorbo.

Olor a humedad –vaho que evoca la pobreza– se elevaba de esos hombres y niños que inclinados contra los pupitres trabajaban ansiosos por instruirse.

¡Verdad que cuando más miserable es la pobreza es en el invierno! Siquiera en la estación del oro y del azul, algo de ese oro y de ese azul parece colarse por entre los harapos.

Afuera llovía. Entonaban con sus glú – glú, los cañones de agua – lluvias, la canción del invierno, y de vez en vez una racha de viento hacía tamborilear las gotas en los cristales, colábase por los vidrios quebrados de los tragaluces y en estremecimiento de miedo ante ese beso frío y húmedo hacía temblar las mariposas de luz en los quemadores de gas.

De pronto, en la quietud de la sala, que mecía suavemente el apagado tic – tac del reloj, hubo un sobresalto, un estremecimiento como de dolorosa angustia, y una campanada clara, sonora, pareció flotar un momento, descender luego y acariciando en el temblor de un suspiro el oído de cada uno, dejó en ellos un beso de eterna despedida.

Rafael levantó la vista y sacando su reloj como si alguien le hubiese preguntado, dijo en voz baja:

– El señor Director.

Pero el silbido le molestaba, le volvía nervioso, hasta que poniéndose de pie fue a quitar un poco de luz a ese quemador que se había permitido romper la disciplina de la clase.

Y de nuevo ante su mesa, acariciándose la barbilla, acaso la imagen de esa luz amarillenta que aun hería sus ojos, empezó a alumbrarle algo por ahí dentro, a remover con su brillo el polvo de recodos lejanos, casi olvidados ya, del camino de su vida.

¡Sus padres… su pueblo… su infancia!...

No fue aquella una época de holgura, pero todos los rasguños dolorosos de ese tiempo estaban cubiertos con la pátina del recuerdo, y todo lo brusco, todas las asperezas de aquellos días, se esfumaban al través de tantos velos de sol.

Todo tiempo pasado, lejano, ¡es azul!

¡Oh! ¡El azul de los montes!

Los primeros estudios, allá en la parroquia blanca del pueblo; triunfos que hicieron el orgullo de sus padres; por fin su venida a la capital, sueños de grandeza, de gloria; las fáciles, las hermosas ilusiones lugareñas.

Ya en Santiago, en la Escuela Normal de Preceptores, luchó contra la pobreza, contra su ignorancia, contra esa borrosa melancolía de la tierruca que lo enfermaba. Y después de tanta brega, solo dos meses antes de la prueba final, un sobre de luto, letra ya muy conocida, un presentimiento doloroso, y con la muerte del autor de sus días, recibió por herencia el sostenimiento de su madre enferma y de su hermana. Este pasaje de su vida no lo recordaba bien, lo había visto al través de lágrimas turbias por tanta negrura de amargor disuelta en ellas.

Su padre… lo veía en las claras, inolvidables tardes de verano, en paseos al río, o sentados al lado afuera de la casa; conversaba con él, le infiltraba sanos principios envueltos en un dejo de escepticismo sobre las cosas de esta vida; y cuando el día, a lo lejos, triste acababa, en lentos atardeceres estivales, quedábase en silencio, impregnados en esa melancolía de todo agonizar, y con los últimos resplandores del crepúsculo, íbansele ilusiones, sueños que también tenían sonrosado el color…

En la sala de clase ríanse murmullos, conversaciones ahogadas, pasos silenciosos.

Rafael no sentía, no veía nada. Recorriendo el curso de su existencia, llegó a aquella vez en que vió en una casa vecina a la Escuela, y por entre los hierros de la ventana, una cabeza de niña inclinada sobre maceteros con flores, una cabellera castaña, y al ruido de sus pasos, una flor viva que se yergue, mejillas que se coloran más y más, como baña en los reflejos de púrpura de los claveles, y dos ojos pardos, enormes, húmedos, lo envuelven con su luz.

La casualidad que viene en ayuda, el conocimiento del hermano de su amada, una simpatía mutua, y ya en la intimidad de la casa; en las noches o en los domingos, reunidos bajo la sombra del emparrado, mientras volaban canciones lastimeras prendidas a los gemidos de la guitarra, dejaban hablar a los ojos, oír el corazón.

Pero la enfermedad progresiva de su madre, la opinión del médico del pueblo al decir que el clima de Santiago le probaría bien, le obligaron a tratar de asegurarse una mensualidad fija con que hacer venir, y en seguido atender aquí a su familia. Y primero, clases dominicales a niños ricos y, por último, después de numerosos empeños, el quedarse como ayudante del curso nocturno de la misma escuela, lo alejaron de su amor.

Hacía ya una semana que tenía a su madre en Santiago. Después de la pesada labor diaria velaba con su hermana junto a la cabecera de ese lecho en el que se veía, hundida en el almohadón, una cabeza pequeña, cana, arrugada, de temblorosos labios y en la que apenas si brillaban en el fondo sombrío de las órbitas hundidas dos lucecitas como guareciéndose de algún soplo frío.

La noche anterior Rafael se había quedado dormido en la clase, y el director, conociendo sus aflicciones, le reprendió con suavidad. Comprendía ya que iba siendo incapaz de tanto trabajo, de tanta fatiga inmensa del sufrir.

Pensaba de nuevo en su madre. Esa noche debió haber quedado muy mal, el médico respondía vagamente a sus preguntas.

Si hubiese hecho antes estas clases… ¡ah! ese amor… y, sin embargo, su padre se lo había dicho: el amor y la pobreza no son amigos… pero sus veinte años… ilusiones que habían vuelto a renacer…

Un borracho pasaba por la calle, rozó la ventana; con voz aguardentosa, acompañado por lamentos, notas sueltas de un acordeón que iban entonando la triste canción de la miseria y el vicio.

Como empujada por alguien, en un abrir lento, la ventana del fondo dejó escapar un gemido. Súbita, una ráfaga de viento hizo bailar al mapa viejo que golpeó lastimosamente la pared don su madero a medio desprender.

Rafael levantó la vista; por la ventana entreabierta se veía la calle solitaria, temblorosa tras el velo tejido por la lluvia. A impulsos del viento y como en busca de calor extendían los árboles sus ramas desnudas hacia los faroles, sobre los que cabrilleaban las gotas llevándose aprisionadas, hasta dejarlos en el barro, débiles rayos de esa luz amarillenta.

A lo lejos, el borracho dando traspiés se alejaba cantando. Un nuevo golpe de viento hizo peligrar la luz. Rafael se estremeció, y cruzando por entre las filas de bancos fue a cerrar la ventana.

Tomó el postigo; algunas gotas le alcanzaron. Quiso cerrar, pero alguien se lo impedía desde la calle. Abrió rápido y al ver un busto de mujer que intentaba huir, al sentirse bañado en la luz de esos ojos húmedos, lo comprendió todo… Era su amor, su pobre amor, que inquieto por tan larga ausencia venía a verle, a hablarle, quizás. Y los obreros le verían… Ya se escuchaban algunas risas. Una pena honda, inmensa, lo invadió.

No. Imposible. Más valía concluir para siempre. ¿Acaso no tenía ella también culpa en la gravedad de su madre? ¡Y quien sabe si la pobre a esa hora!..

Mientras algo aleteaba en su pecho y un nudo le oprimía la garganta, sacudió por fin su dolorosa indecisión; ¡dejábase su angustia y su deber! Contrarrestando el impulso que venía de fuera, huyendo la luz de esos ojos, cerró lento el postigo, empujando, alejando de sí, y para siempre, anhelos e ilusiones, ensueños de amor y de alegría.

Y la ventana gimió…

20/06/1906

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