EL PUEBLO MUERTO
Juan Otamendi, al salir aquella mañana del hotel principal del pueblo, una fonda miserable, tuvo una sonrisa dolorosa de asombro y de desprecio. ¡Dónde diablos había venido a meterse! Se encontraba próximo a la frontera norte de Chile Viejo. Ese era Chañaral, el famoso puerto de Chañaral de las Ánimas.
El día era obscuro, el aire tibio, muerto y pegajoso; el mar, oprimido, tendía sus aguas espesas en un marasmo obsesionante. Ni un mísero oleaje turbaba la opaca superficie de las aguas, aguas de un gris dos veces más impenetrable que el del cielo, un cielo bajo, ahogado por una inmensa nube compacta.
Hacia el mar no se abrían horizontes. El cielo, sin un vuelo de gaviotas, y la solitaria bahía, sin un barco, ni una chalupa de pescador, se fundían y continuaban el uno el otro, cerrando el paso a las evocaciones que siempre despiertan las lejanías marinas.
Otamendi, que traía los nervios gastados por aquellos incidentes que más vale dar al olvido, comenzó a sentir una opresión angustiosa. Al acercarse a las negras rocas de la playa, que parecían concentración cristalizada de la inmovilidad ambiente, sintió un ligero ruido. Era una pequeña ola que de tiempo en tiempo lamía el orgullo de la roca indiferente, como si fuese un perro que insiste en humillarse ante su amo.
Y, sin embargo, no había transcurrido un año desde el terremoto de Vallenar. Once meses antes, ese mismo mar ahora humilde, una noche imprevista comenzó a subir, a subir suavemente. Las aguas parecían avanzar llenas de indecisión y de curiosidad. Por todas las callejuelas del barrio bajo, el barrio más importante y populoso de Chañaral, ascendieron sin ruido. Sólo al alcanzar la calle del Comercio, las aguas corrieron con rapidez hasta fundirse en un murmullo de risas sofocadas.
Los vecinos, sorprendidos, no atinaron con la realidad; mas cuando vieron que los muros de sus casas y de todo el extenso barrio estaban rodeados por las aguas del mar, aguas que subían y subían tranquilas, comenzaron a dar voces de alerta, de imprecación, de terror y de misericordia. Otros, paralogizados, atrancaron puertas y ventanas; pero los más diéronse a huir hacia el barrio alto y los cerros circundantes.
Luego el mar comenzó a bajar tan lentamente como había subido. Todas las aguas salobres volvieron a su cauce de siglos. Apenas si algunas, demasiado audaces, quedaron prisioneras en los patios bajos y en las piezas de piso hundido de las casas humildes.
Volvió poco a poco la confianza a los habitantes, y todos, entre comentarios de asombro, de regocijo e inquietud, regresaron con pasos indecisos hacia sus casas.
Y una hora después, sólo los escasos trasnochadores del barrio alto, mineros y bebedores contumaces, a la indecisa luz de las estrellas, vieron nacer una montaña en el mar, una montaña que avanzaba sin ruido antecedida del inmenso soplo de viento por ella desplazado. La vieron, atónitos, encenderse como un relámpago monstruoso con las infinitas fosforescencias marinas, avanzar veloz y luego abatir su inmensa mole luminosa como un trueno apocalíptico contra la blanda playa y el obscuro y silencioso caserío. Tembló la tierra con su caída y los débiles gritos que un instante pretendieron elevarse, quedaron ahogados para siempre.
Cuando volvieron las aguas a su cauce, medio Chañaral y sus habitantes habían desaparecido. Todo el barrio bajo vecino a las playas era un húmedo y extenso terreno baldío.
Sobre el mar obscuro y agitado, viéronse flotar negras manchas informes, más grandes las de los maderos que las de los náufragos. El mar retuvo para sí solo escaso botín. Todo el día y todo el mes siguiente estuvo, desdeñosos, arrojando a las playas, próximas y lejanas, despojos de las casas y de los hombres.
“¡Ah, si usted hubiese conocido Chañaral en sus buenos tiempos!”, era la frase que oía Otamendi a cada paso. La escuchaba con lástima y desvío.
¿Era posible que aquel lugarejo hubiese valido alguna vez? Cierto que se veían antiguas fundiciones con sus chimeneas de ladrillos dislocadas o derruidas, con extensos galpones de hierro corroído por la herrumbre, con colinas de minerales verdiazules y de negras escorias abandonadas; pero para un hombre habituado a un sentido más amable del paisaje, ¿cómo podría haber valido jamás ese conjunto de cerros quebrados de una esterilidad absoluta, cerros de arenisca roja y amarillenta que taladraban peñas ciclópeas?
Era un paisaje de la época glacial, desnudo aún de hielos, reducido a la osamenta de sus rocas mondadas de todo humus y de toda tierra acogedora. Era una playa como de otro planeta, con un mar más denso y solitario, y con un caserío rojo y ocre como una áspera excrecencia de líquenes. Sí, el mismo aire viscoso que acababa por calar en laminillas al hierro de los techos, hacía también crecer sobre las casas de madera absurdas barbas de líquenes polvorientos.
En las inmediaciones del pueblo desembocaba en el mar el cauce, no el agua, del río Salado. El agua para la bebida venía por cañerías desde la cordillera de los Andes, desde doscientos y tantos kilómetros de distancia.
Antes no había en todo Chañaral ni un árbol, ni un mísero jardín, ni una pulgada de tierra grasa. Los vecinos, nostálgicos, en la imposibilidad de tener cada cual un jardinillo, congregaron sus deseos y afanes en la plaza del pueblo. Y cada familia cuida desde entonces un retazo de tierra, un cuadro nunca mayor que un mantel, y a veces tan pequeñito como un pañuelo de lágrimas.
Allí fue a sentarse Otamendi, a consumir el día muerto. Allí a sentir el milagro del pueblo, el surtidor de la fuente: agua en el desierto, agua en vuelo y canto. Nunca agua alguna ha tenido una voz más llena de evocaciones. Todos, hasta los cerros estériles, quedábanse como en mayor quietud para escucharla.
Era el mes de noviembre, los malvaviscos estaban en flor; bajo ellos, en un banco reposaba el forastero embebido en contemplación y recuerdos.
En tres de los costados, la plaza tenía muros de mampostería con escalinatas estucadas, para contener la tierra fértil. El jardín formaba una terraza dominando el caserío construido sobre laderas.
Desde ella, Otamendi veía el ir y venir de las gentes; un ir pausado y un venir escaso.
Poco a poco el forastero fue cayendo en ensimismamiento, y diose a pensar en su vida y en el objeto de su viaje.
Tan abstraído estaba que no oyó cantar a unos pajarillos desconocidos, que luego de bajar a la fuente y de saltar entre los arbustos, emprendieron un vuelo veloz quién sabe a dónde. No les oyó y les hubiera sido grato a sus nervios cansados de escuchar voces.
II
Juan Otamendi, ingeniero de minas, falto de empuje, de ambición y de optimismo, había llevado la vida de un profesional que se siente vegetar entre las vidrieras de su oficina, como una planta oprimida en un conservatorio de atmósfera pesada. Un mes, y el sueldo; otro mes, y otro sueldo; el tiempo no adquiría relieve suficiente para tener clara conciencia del paso de los años. Había envejecido en plena juventud. El cuerpo era recio de apariencia, pero su cansancio mental, en exceso prematuro, habíale ido dando una irritabilidad endemoniada.
Sólo dos grandes accidentes contaba su vida: su matrimonio y su expulsión de la oficina después de una disputa absurda con sus superiores.
Creyó despertar al encontrarse ante su mujer y sus hijos. Pero fue sólo un segundo; luego siguió en ese su estado como de sonámbulo.
Nada le irritaba tanto como las lágrimas y el silencio de su mujer; nada como las carreras para ocultarse y la quietud de sus hijos.
Sin ocupación, vagando de oficina en oficina, en busca de un empleo que no deseaba obtener, tuvo la suerte de que un amigo, antiguo condiscípulo, le encargase un informe sobre unas minas de cobre, en el interior de Chañaral, ofrecidas en venta a la sociedad de la cual él era gerente. Otamendi, en un instante de clarividencia, aceptó. Sí, un viaje por mar, un poco de la soledad verdadera del desierto, un mes de vida ruda y distinta de la que él llevara, tierras y hombres desconocidos, y luego, tal vez, algunos miles de pesos, no vendrían mal.
Llegado a Chañaral, el día anterior, en uno de los vapores de la carrera caletera, fue a informarse inmediatamente a la estación del ferrocarril sobre la salida del tren interior.
No estaba el jefe, no estaba el ayudante, no había nadie. Anduvo vagando por las entrevías solitarias hasta que vio venir, acompañado de una muchacha, a un joven de gorra. El joven resultó ser el telegrafista de la estación.
– ¿Tren a Los Pozos, dice usted? –y le alargó un cuadernillo de tapa roja, sucia y sobada, que sacó de un bolsillo interior. –Tren número 14, de Chañaral a Los Pozos; facultativo el primer viernes de cada mes.
– ¿Facultativo? ¿Qué quiere decir?
– Claro está; porque a veces hay carga que transportar y a veces no.
– ¡Cómo puede ser! ¿No existe en el trayecto un pueblo grande: la ciudad de Las Ánimas?
– ¿Ciudad? Sí; hace años era un gran pueblo minero. Ahora en él no hay nadie.
–…
–Nadie; sólo el jefe de estación.
– ¿Y por qué?
–Porque las minas están en broceo y no conviene explotarlas.
– ¿Y la gente del pueblo?
–Vivía sólo de las minas. Allí no hay agua ni tierra, puede decirse. ¿De qué iban a seguir viviendo?
– De modo, dice usted, que yo tendría que esperar hasta el primer viernes del próximo mes –dijo Otamendi.
–Salvo el caso de que usted pida un tren especial, o arriende el automóvil de la línea que anda ahora en Nanón, Pueblo Hundido, con el ingeniero de la vía.
– ¿Y sería posible…?
– ¿Quiere que el dé un consejo, señor? Busque usted un mozo y unas tres mulas; es lo más práctico y lo más barato. ¿Usted aloja en el hotel? Bien, yo me encargaré de mandarle un hombrecillo que el sirva de guía.
La muchacha no despegaba los ojos del forastero. Era una joven deslavada y descolorida. Otamendi acabó por sentir esa mirada insistente, como el vuelo de un insecto desagradable que ronda en torno.
Vuelto al hotel, ya anochecido, el ingeniero estaba sentándose a la mesa cuando recibió aviso de que alguien lo necesitaba.
Era un hombre cenceño, de edad indefinida; según se supo después, un chango puro, un descendiente de los antiguos indígenas de la región.
Estuvieron conviniendo el viaje. Partirían al alba del día subsiguiente, porque el mozo debía ir primero en busca de una mula que tenía en una mina distante.
Llegaron las mulas, no al alba, sino a prima tarde. Otamendi estuvo dudoso entre sí partir inmediatamente o dejar el viaje para el otro día.
Como el mozo aseguraba que no era difícil llegar a Las Ánimas antes de ponerse el sol. Otamendi se decidió.
El camino abandonaba a Chañaral bruscamente. Los pueblos o caseríos que bordean o se internan en el desierto no tienen suburbios formados por heredades cada vez más amplias, con habitaciones más y más dispersas, que hacen menos sensible el paso del poblado a la campiña solitaria.
En ellos, por el contrario, las casas se agrupan todo cuanto es posible, y el tránsito entre la última vivienda y el desierto que sigue es tan violento como un salto dado hacia un abismo.
El paso menudo de las cabalgaduras movía rítmicamente a los viajeros. Una mula tordilla, alta y firme, la destinada a llevar las provisiones y maletas, mecía todo el equipaje con una violencia loca.
Iban por el valle del río Salado. Un río ausente, en un valle estéril. Blanqueaban el abra de cerros calvos, soplados y rugosos que hacían sensible su vejez de siglos. De una rojez cenicienta, ceñidos por pliegues numerosos, sus lomos y grupas redondeados eran los de un rebaño de gigantescos elefantes hundidos en un sueño milenario.
Los esbeltos postes del telégrafo y los más gruesos y dobles que traían la fuerza eléctrica desde la lejana cordillera hasta el puerto de Barquito, más allá de Chañaral, fingían con sus elevados travesaños un triple e interminable rosario de cruces enormes como si esos yermos amarillentos fuesen el valle de la muerte.
Otamendi alzó la vista para inspeccionar el cielo; al frente de ellos un cerro descolorido, de cresta áspera, se veía cruzado por fajas vagas y obscuras como sombras arrojadas sobre él por largas y finas nubes.
Pero el cielo, de un cobalto violento, era de una pureza desconcertante.
– ¿Qué cerro es aquel? –preguntó Otamendi.
– ¿Cuál?
– Ese lleno de manchas.
– Es el Vetado.
– ¡Qué extraño!
El arriero levantó los ojos para observarlas e hizo un gesto de indiferencia.
– El pueblo de Las Ánimas, ¿desde cuándo está abandonado?
– Desde la guerra, señor.
– ¿Cuál guerra?
– De la guerra grande que hubo en las Europas. A Carrizal Bajo le pasó lo mismo.
– ¿También Carrizal Bajo?
– Hay tantos otros pueblos abandonados.
– ¿Todos desde la guerra?
No. En Cobija, el antiguo puerto de los bolivianos, con sus calles todavía empedradas, no hay un alma desde hace tal vez treinta años. En Chañarcillo, que tuvo, según dicen, más de veinte mil almas, ahora habrá un ciento. ¡Y para qué seguir nombrando! Una mina buena atrae gente, llueven los pedimentos en la vecindad, se forma un caserío que crece, y vive diez, veinte, cincuenta años; luego decaen las minas y la gente abandona sus casas y se va.
– ¿Serán pueblos insignificantes?
– No tanto, señor. Quedan en ellos a veces grandes iglesias, sus buenas casas de dos pisos y tantas otras obras que costaron tiempo y dinero.
– Abandonarlo todo –murmuraba Otamendi.
– Pero nunca se pierde la esperanza de que las minas inundadas puedan desaguarse, o venga alguna bolsonada de metal puro, algún alcance grande que traiga movimiento otra vez al pueblo.
– ¡Qué vida la del minero!
– Así es, señor, y no es tan mala.
Dejaron el valle del Salado, el valle de los rosarios de grande cruces, para torcer hacia otro más angosto que venía del sur y luego enderezaba al oriente, encajonándose y culebreando cada vez más.
Otamendi volvió a ver otros cerros con sombras de nubes inexistentes, no ya en forma de vetas vagas y angostas, sino en grandes manchas de bordes indecisos que, generalmente, ocupaban las cumbres.
Era una similitud de tonos tan exactos con el de las sombras, que sintió el malestar del absurdo al observar, una vez más, el límpido e imperturbable cielo de la tarde.
Las huellas de las torrenteras, las faldas con mil regatos y grietas profundas, y abajo, en el llano, un ondulado ribete de arena que bordeaba el cauce enjuto de otro río inexistente, todas esas muestras de un agua que parecía haber corrido el día anterior, le turbaban como un misterio.
– ¿Es posible que aquí no haya llovido? Mire estas arenas. Se ve fresco el paso del agua.
– No ha llovido nunca, señor. Nadie recuerda haber visto caer un aguacero. Sólo “camanchacas”.
La “camanchaca”, pensaba Otamendi, esa niebla gruesa, ese polvo de agua que se mece irresoluto en el aire para desaparecer en el alba, dejando sólo el recuerdo de su frescura con un rocío tan abundante como efímero.
Divisaron el pueblo de Las Ánimas, como el mozo había asegurado, antes de entrarse el sol.
Parte del caserío veíase entre las profundas sombras violetas de una quebrada; el resto lo iluminaba con violencia el sol poniente. Los cerros minerales, rojos, azules, verdes, amarillentos, esplendían con un fulgor de tierras calcinadas. Las casas, de una blancura ardiente, veíanse risueñas. En lo alto de las laderas, en pliegues profundos que las sombras iban rebasando, destacábanse grandes construcciones con elevadas chimeneas y montañas de escorias espejeantes.
Al acercarse al barrio aún soleado, de las calles y de los sitios eriazos, de las casas en ruinas, de todas partes, salía también un resplandor que lo cegaba. Y Otamendi fue comprobando con sorpresa que sólo eran restos de botellas quebradas: miles y miles de botellas rotas en piezas menudas que devolvían los rayos del sol.
Aquella risueña visión del pueblo a la distancia, iba convirtiéndose en desasosiego creciente. Una casa vacía que recorremos, nos perturba. Un día de fiesta, cuando las gentes abandonan la ciudad y nosotros pasamos por sus calles desiertas, nos sobrecoge. Mil detalles, antes inadvertidos, se nos ofrecen punzantes. ¡Qué impresión no causará al atardecer un pueblo desierto y él, a su vez, rodeado por el desierto; un pueblo con las puertas en el eterno bostezo; con los rotos cristales de las ventanas incendiados por el sol, fingiendo destellos de lámparas interiores; con los muros erguidos o en ruinas; con los techos flamantes o despedazados, y con un silencio que crece y crece cubriéndolo todo, como si fuera la única hierba de la más intensa y definitiva de las ruinas!
Rara era la casa que no ostentase su asta de bandera, y en una de ellas todavía colgaba, inerte y pequeñito, un jirón descolorido, como si allí morase en persona la soledad reinante.
“Restaurante Los Amigos”, “Almacén Para Todos Sale el Sol”, “Venta de Tabacos N° 63”, “Escuela Pública de Niñas”, y un escudo nacional, y más abajo: “Chile”.
Otamendi esperaba divisar siquiera un perro, el perro del pueblo; un pimiento raquítico y melancólico, medio erguido a la vera del tabladillo para la música. No había indicios de que allí hubiese existido jamás un jardín.
Cruzaron la plaza en derechura para abreviar camino. A un extremo de ella se elevaba una larga pértiga: el famoso palo ensebado, entretenimiento, en otro tiempo, de los mineros en las bulliciosas fiestas populares.
Andando, andando, al paso cansino de las mulas, sumidos en el enorme silencio ambiente, dieron los viajeros con los edificios del ferrocarril.
El jefe de estación, el único habitante del pueblo, no estaba en su casa. No había allí más ser vivo que un jilguero en una jaula de caña, ni más verdura que unas cuantas matas de lechuga, creciendo en unos cajones de tablas, rellenos con húmeda tierra vegetal.
La puerta de la casa estaba abierta. Otamendi y el mozo se desmontaron. Veíase en el rincón obscuro de un enorme departamento un catre de hierro, cubierto de ropas en desorden, dos o tres sillas desvencijadas y algunos cajones a guisa de muebles.
Al interior del patio, bajo un cobertizo de lata, ardía un fuego mortecino. De un gancho de hierro colgaba una olla negra con un vago hálito de vapor.
Nunca un fuego en el más crudo invierno austral había atraído a Otamendi con mayor fuerza que esa pequeña hoguera moribunda, brillando apenas en la cálida tarde del desierto. Acercándose más y más, escuchó el ronroneo de la olla. Como un pulso enfermo que se ausculta, y aún responde, le fue grato percibirlo.
Afuera, el jilguero dio un breve silbo. Otamendi se quedó anhelante escuchándolo y un gorjeo siguió, un gorjeo agudísimo, largo y desesperado.
El ingeniero, oprimido el ánimo como por una pesadilla, salió de la casa y estuvo paseando por los amplios andenes. Los rieles, ocres por el orín, se extendían a pérdida de vista. Un carro de ferrocarril cargado con restos de vidrios ligeramente violetas atrajo su atención.
¿Qué bulto era aquel que parecía venir por las lejanas entrevías? ¿Un hombre? ¡Sí, parecía un hombre!
Estuvo contemplándole como si el aparecido clamara; le sentía venir en la soledad, como si la fuese llenando. Latió más aprisa su corazón y sus ojos quedaron absortos en aquella sombra que avanzaba.
Era un hombre con un saco lleno a la espalda. Su viejo sombrero pendía de una de sus manos. Al acercarse, vio que su cabellera era cenicienta, y su barba y bigotes, rasurados.
¿Era posible que el recién venido no advirtiese su presencia?, pensó Otamendi.
Aquel hombre cruzó muy cerca de él, y, sin embargo, seguía indiferente su camino: fue hasta el carro de carga y vació allí su saco lleno de rotos cristales violetas.
Sacudiéndose las manos, ahora con el sombrero puesto, el desconocido deshizo su camino y se acercó al ingeniero.
– ¿Usted es el jefe de estación? –preguntó Otamendi.
– Sí.
– ¿Podría darme alojamiento en su casa por esta noche?
– En mi casa o donde usted quiera; todo el pueblo está a su disposición.
III
Los tres hombres: el solitario, Otamendi y el mozo, comieron juntos. Las conservas que traía el ingeniero les dieron una gran sed; los fréjoles que cocinaba el solitario estaban duros e insípidos por la falta de manteca; Otamendi no pudo menos de rechazarlos.
Sí, están malitos –dijo el jefe de estación–, ¿qué quiere usted? Tendrán ya sus tres o cuatro años. Compré hace tiempo unos sacos y hay que concluir con ellos. ¿No le parece?
Bebieron unas copas de vino, luego café puro, que resulto delicioso.
El mozo fue a dar una vuelta para observar las mulas; los otros dos hombres salieron al andén.
Estuvieron paseando y paseando largas horas en esa noche cuajada de estrellas. Parecían esperar un tren en retraso, un tren que no llegaba nunca. Una estrella baja, de color rojo, fingía ser la luz de un lejano guardavías.
Por momentos conversaban; luego se detenían para comprender mejor; entonces la marcha continuaba un poco más lenta, como si cada vez recibiesen una nueva carga sobre sus hombros.
– ¡Veinte años!
– Sí.
– Y siete solo…
– Siete.
– ¿Y no tiene algún pariente?
– Debo tener.
– ¿No está usted seguro, o no le importa saberlo?
El solitario se limitó a sonreír entre las sombras.
– ¿Decía usted que su mujer y sus hijos están aquí?
– En el cementerio. ¿No lo vio al pasar? ¿No? Está en lo alto de la loma que hay a la entrada del pueblo; se ve la verja blanca y sobre ella asoman las cruces más altas.
– ¿Y su mujer pudo gustar de esta soledad?
– En aquel tiempo, había aquí miles de personas, ocho o nueve mil. Fue la época del auge de Las Ánimas. Mi mujer vivía en La Compañía, un lugarejo cercano de La Serena. Esto resulta ser cien veces mejor que su pueblo.
– Pero allí hay agua, árboles y flores, eso es hermoso…
– Sí, es verdad; pero estábamos recién casados y ella no notó la falta. Después vinieron los hijos y la notó menos.
“Dos años vivimos juntos. Mi hijo menor murió el primero. Murió por efectos del agua mala. Nunca en Las Ánimas ha habido servicio de agua potable; hoy como ayer, traen el agua en carros de ferrocarril, carros de hierro, que nosotros llamamos aljibes. ¿Ve usted aquel? Lo trajeron hace quince días, y deberá durar otros quince. El agua se corrompe y toma un olor pegajoso a charco de ranas.
“El pueblo comenzaba a decaer cuando mi hijita nos dejó a su vez; fue en 1910, el año del Centenario. En los mismos días de las grandes fiestas la enterramos. Hubiese querido pasar por otra parte; pero nos vimos obligados a cruzar con el ataúd por mitad de la plaza, llnea a esa hora de gente. La banda de músicos del pueblo, ¡qué banda! –cuatro pelagatos–, tocaba un aire chillón que no he podido olvidar.
“Cada vez los trenes traían menos pasajeros y se llevaban más habitantes del pueblo. Las Ánimas comenzó a despoblarse.
“Mi mujer estuvo enferma varios meses. Bajé con ella a Chañaral, en busca de un médico. Quise dejarla en el puerto, pero al día siguiente de volver yo a Las Ánimas, llegó ella desolada y dispuesta a no separarse más de mi lado. Y así fue; desde entonces no probó casi cosa alguna; se consumía a ojos vista. Una noche, mientras me estaba mirando, de pronto no dijo más, y concluyó todo.
“Era yo, entonces, ayudante del jefe de estación; pero como al jefe lo trasladaron al sur, quedé haciendo sus veces.
“En pocos años Las Ánimas quedó vacío. Los fui embarcando uno por uno a todos. La última familia fue la del cuidador de la mina La Fortuna. Aquella que está en los cerros del frente. Sí, al frente; ahora está muy obscuro y no se ve nada.
“Los últimos seres vivos que vi por las calles fueron perros que aquí dejaron abandonados. ¡Cómo se disputaban los desperdicios! Hubo peleas sangrientas. Terminaron por formar dos grupos enemigos, que luchaban a muerte. Vino, por ese entonces, un arriero desde la mina de Buena Esperanza; los perros –vea a usted que olfato– salieron a encontrarlo antes de entrar al pueblo y atacaron las mulas, devorando a una de ellas. El arriero pasó un susto…
“En una ocasión tuve que ahuyentar los perros a tiros. Flacos hasta lo imposible, con las pieles erizadas, los ojos llameantes, me seguían y seguían a distancia, con una tenacidad tan humilde como hipócrita.
“Un buen día se dejaron de oír para siempre sus aullidos. Cuentan que unos perros bajaron a Chañaral y otros se internaron hacia Los Pozos y El Salado”.
– ¿Y ninguno de los pobladores regresó?
Muchos han vuelto para llevar lo que han podido de sus casas abandonadas. Vería usted que no hay pocas sin techo. Éstas estaban cubiertas con calamina, y la calamina vale, soporta el costo del flete y deja un buen saldo a favor. No así algunos muebles y maderas y tantas cosas que embarazan y de cuya inutilidad viene a darse uno cuenta sólo cuando está arruinado. Cientos de ellas las dejaron aquí para siempre.
“Don Hermenegildo Marón, dueño del restaurante más importante, comenzó a comprar por una miseria todo lo que le ofrecían. Hace diez años que se fue don Hermenegildo, dejando su casa llena de cachivaches. Me encargó su custodia. Él volvería pronto: uno o dos meses, no más. Pero no volvió nunca. Cinco años después tuve noticias de su muerte, ocurrida en Taltal. Quise visitar la casa, pero la llave que me dejara parece que no era la del candado. Rondando en torno, vine a ver que el tal candado era inútil: desde hacía tiempo, por una de las ventanas de la casa, que estaba rota, habían ido sacando qué sé yo cuantos objetos”.
– ¿Y quién podía llevárselos?
– Mineros que pasan o vienen aquí expresamente. En el sur se va al bosque por leña; en el desierto se viene a buscarla a los pueblos abandonados. Y Las Ánimas han sido y son un bosque inagotable.
– ¿No le faltará a usted un buen fuego?
– Sí, señor; no me falta, a Dios gracias. Antes escogía las puertas y maderas de las casas de gentes desconocidas; pero como ya se han terminado, ahora escojo entre las de los antiguos amigos y conocidos. Me voy dando cuanta de quiénes lo eran más, al ver las casas que voy respetando…
– ¿Me dijo usted su nombre?
– Mi nombre es tan ridículo. Vea usted. Me llamo Pascual Cerezo. Un cerezo que vive en el desierto. Aquí en Las Ánimas hay sólo dos árboles, decía el administrador de Manto Verde: el pimiento de plaza y el cerezo de la estación.
– ¿El administrador de Manto Verde? ¿Usted conoce esas minas?
– ¿Va usted para allá?
– Sí, mañana debo seguir viaje.
– ¡Ah, esas minas son toda la esperanza de esta región! Sin embargo, yo tengo un derrotero muy superior.
– ¿Hacia qué parte cae Manto Verde?
– ¿Ve usted esa estrella grande? El Espejo, como yo la llamo. Las minas están precisamente en esa dirección, tal vez a unos cuarenta kilómetros de aquí.
– Esa estrella es Venus.
– ¿Venus? Yo le digo el Espejo; y aquella es la Rosa, y esa otra es Teresa, y allí está Romerillo.
El ingeniero notó, con sorpresa, que el jefe de estación señalaba a Marte, Mercurio, Júpiter.
– ¿Por qué indica de preferencia esas estrellas?
– Porque ésas andan. Las otras no.
– Veo que usted es aficionado a la astronomía.
– Yo no sé nada; pero mirando, mirando, me he dado cuenta de algunas cosas.
– ¿Teresa se llamaba su mujer?
– No, María.
– ¿Por qué dio ese nombre a Mercurio?
– Me gusta el nombre Teresa.
– ¿Tal vez le trae algún recuerdo?
– ¿Un recuerdo? Creo que no.
Siguieron caminando lentamente, en largo silencio, como si el solitario jefe de estación buscase el origen de ese recuerdo olvidado.
– ¿Son muy escasos los viajeros que pasan por estas soledades?
– No tanto.
– ¿De manera que usted tiene sus visitas?
– Sí, pasan seguido; cada mes, cada dos meses, a veces más a menudo, suele pasar alguien por aquí.
– ¿Es usted aficionado a la lectura?
– El jefe de estación de Chañaral me envía de tarde en tarde los diarios viejos que no le sirven. Es cuanto leo. Usted mismo me trajo varios periódicos.
– Me alegro… Y dígame, amigo Cerezo, gente extraña y maleante, ¿no suele visitarlo?
– ¿Qué quiere decir?
– Hombres raros, tipos peligrosos.
– Raros son todos los mineros y todos los hombres que cruzan el desierto; raros para los que no están acostumbrados a tratarlos. También suelen pasar algunos peligrosos. Peligrosos para otros, no para mí. Antes solían aparecer viajeros extraviados, algunos medio moribundos, enloquecidos por la sed. Al divisar el pueblo desde la altura, se despeñaban, ciegos, poseídos por una alegría terrible. Después, al comprender dónde habían caído, furiosos clamaban y maldecían, amenazantes. Tuve a un pobre hombre varios días alojado en mi casa. Traía desolladas y en carne viva las yemas de los dedos, de tanto escarbar en el cauce seco, en busca de un agua que nunca encontró. Cuando se fue aún estaba trastornado; a cada instante y sin motivo repetía siempre lo mismo: “Despacio, despacio, no se apresure”. Ignoro lo que quería decir. “Despacio…, despacio”.
“Agregue usted que en ciertas mañanas se ven espejismos aún aquí, en pleno pueblo. Más de una vez he contemplado. Las Ánimas rodeadas de un lago, que reflejaba todas las casas”.
– Me gustaría ver lo que usted dice –aseguró Otamendi.
– Es posible que mañana mismo se cumplan sus deseos. Antes de llegar a Los Pozos hay una hoyada enorme, que hace pensar en un lago desecado. Si usted pasa por ahí a mediodía, la verá llena de agua, de un agua transparente, que tiembla. Es un espectáculo que no se olvida.
– Qué tragedia para un sediento –dijo Otamendi.
– Y peor es la del río. Si usted va al interior de Pueblo Hundido, verá, señor, un valle por donde corre un río, que se abre paso entre nieve; nieve… al menos así parece. Al ver aquella agua viniendo bajo el sol quemante de estas regiones, el que la divisa llega a gritar de alegría. Pero cuando el sediento alcanza la orilla, ve que aquello no es nieve, es sal, señor; sal que destella como vidrio en polvo. El agua del río es un agua amarga, pesada y venenosa. Peor que la del espejismo para los sedientos es la tragedia del río de la sal. ¡Cuántos ríos semejantes no hay en este desierto!
– Pero usted, ¿cómo puede vivir en esta región maldita? Vivir solo y en un pueblo abandonado.
– Todo ha ocurrido tan gradual, tan lentamente. ¿No conoce usted la historia del caballo a quien su amo quería enseñarle a no comer, y fue, poco a poco, mermándole la ración hasta que no comió nada?
– Pero la misma historia dice que el caballo aquel, cuando ya había aprendido, se murió.
– Tiene usted razón –dijo sonriendo el solitario. –Así y todo, yo he aprendido a ir quedando solo; y vea usted, vivo tranquilo.
– ¿Cree que la suya es vida?
– ¿Y qué cosa es?
– ¿Cómo puede pasar días y días sin hacer nada, sin hablar, sin oír a nadie y sin ver a bicho viviente?
– Sí, es difícil no hacer nada, pero yo hago muchas cosas.
– ¿Qué?
– No sabría decirle.
– ¿Lo ve usted?
– Es difícil explicarlo. Usted viene de una gran ciudad, tendrá usted mujer, hijos, amigos, sirvientes…
– ¿Y bien?
– Que yo no tengo nada, que yo debo ser para mí todo esto.
– No entiendo.
– Ya le decía que era difícil comprenderlo. Verá usted. Yo soy mi amigo, mi empleado y mi sirviente. Mi mujer está aquí dentro y mis hijos también, y mis amigos y conocidos; yo soy, si usted quiere, todo un pueblo; todo el pueblo de Las Ánimas.
– Eso está bien para decirlo. Pero, en su caso, me iría lejos.
– ¿Dónde?
– A cualquier parte donde hubiese gente, árboles, agua.
– ¿Es la primera vez, señor, que viene por estos mundos?
– La primera.
– Bien se conoce. Usted se perturba al verme aquí solo. Si yo me hubiese ido, otra persona habría al cuidado de la estación. Y para usted el caso habría sido el mismo: el encuentro con un solitario en un pueblo abandonado. ¡Alguien debe vivir aquí! ¿Y por qué no podría ser yo ese alguien? ¿Por qué vi el auge y la muerte del pueblo, porque en el cementerio tengo a mi mujer y mis hijos? Pues, por eso mismo, me resulta menos duro que a cualquier otro. Esto, para mí, tiene un sentido. ¿Y a dónde iría? ¿A servir en otra estación solitaria, en toro lugarejo del desierto? No, no; aquí, al menos, hay leña y recuerdos.
– ¡Lo que usted dice!
–¿Le parece mal?
–Nunca vi un pesimismo igual.
– ¿Pesimismo?
–Creer que no hay nada mejor que esto.
–No he dicho eso. Todo será mejor, pero no me atrae. No es pesimismo.
–Pero, ¿no tiene usted otros deseos, ideales, inquietud religiosa?
– ¡Qué ideas religiosas puedo tener!
– Pero, ¿qué piensa de la otra vida?
– ¿Otra vida?
– Sí, de la que sigue más allá de la muerte.
– Ah, he pensado mucho, señor, mucho; vea usted. Ahora comprendo lo que usted quiere decirme.
– Bueno; ¿y cómo son esos pensamientos?
– ¿Cuáles?
– Los suyos, sobre el más allá.
– Es tan difícil… Eso no se puede pensar.
– ¿Pero usted presiente algo?
– No sabría decirlo.
– ¿Tiene alguna seguridad o alguna sospecha?
– ¿Qué seguridad o sospecha puede tenerse?
– ¿Y sin ella es capaz de vivir usted como vive?
– ¿Por qué no?
IV
A la madrugada siguiente, mientras el mozo aparejaba las mulas, después de servirse un café hirviente, Otamendi y el solitario van caminando de a pie, cerro arriba.
– Está más alto de lo que usted aseguraba –decía el ingeniero.
– Si gusta y está cansado, volvemos.
– No; ¿pero falta mucho?
– Ya se divisa.
– ¿Por qué eligieron ese sitio?
– Quién sabe.
“En el sur –pensaba Otamendi– es otra cosa. La tierra que se elige para camposanto, y que se quita a la labranza, es una tierra como despreciada”. Cuántos cementerios estériles o invadidos por la maleza no había visto él en su vida. En cambio, allí en el desierto, donde no crece una hierba, el cementerio, con sus cruces, da la apariencia de un bosquecillo de blancos y mondados arbustos. Ya había visto el de Chañaral.
–¿Ve usted como tenía razón? –dijo en voz alta Otamendi, continuando su pensamiento. –Este cementerio es lo más alegre de todo el contorno; más alegre aún que el mismo pueblo. Allí, fuera de usted, no hay nadie; aquí, cuántos habrá…
La reja que servía de cierro estaba intacta. El cementerio no había recibido la visita de los leñadores del desierto.
– Quién sabe si después, pasando los años, cuando el solitario consuma la madera de las casas amigas, no vendrá por leña a este bosquecillo –murmuró en voz baja el ingeniero. –Pero es un cementerio enorme. ¿Hubo aquí muchas epidemias?
– No, señor. Es un cementerio viejo; tan viejo como el pueblo; además, venían aquí a enterrar a todos los que fallecían en la región. Trabajaba mucha gente en estas serranías.
Todos los nombres están borrados –observó el ingeniero.
El sol y el tiempo.
Y cuántas coronas; todas de papel.
Todas. Aquí no hay ramas ni flores. La armazón de ellas era formada con la paja de cambuchos de botellas. ¿Ve usted?
En el mástil mayor de algunas cruces veíase una sarta de dos, tres y más coronas. Las inferiores mostraban la armazón de paja; las últimas con papeles en recorte trenzados y crespos. Parecían grandes nidos abandonados.
Aquí yacen los restos mortales de nuestro inolvidable deudo
PABLO ESPINOZA
(Q. E. P. D.)
Falleció el 28 de agosto de 1895. A la edad de 62 años.
Le dedican este recuerdo su esposa e hija.
LEONOR D. v. de ESPINOZA.
Las Ánimas, septiembre de 1895.
Don Pablo vivía en aquella casa grande, cerca de la plaza; aquella verde. Allá en la calle atravesada. Pero la fosa de que yo le hablo está más lejos; venga usted.
El ingeniero, mientras obedecía, iba leyendo los nombres estampados en las cruces.
En recuerdo de mi hijo
JUAN OTAMENDI
Las Ánimas, mayo 17 de 1895.
Otamendi abrió tamaños ojos. Acababa de leer el nombre de su padre. ¡Qué casualidad tan desagradable! Pero el cadáver de su padre estaba en Santiago y había muerto en 1903.
– Amigo, amigo, oiga. Aquí he encontrado casi mi propia tumba –dijo sonriendo con una mueca, el ingeniero.
– ¿Juan Otamendi se llama usted? –preguntó, después de leer, el solitario.
– Juan es mi segundo nombre. ¿Usted conoció a este finado?
– Debo haberlo conocido; pero no recuerdo bien.
– ¡Qué cosa tan imprevista!, ¿verdad?
– Así es. Pero acérquese y venga por aquí y observe esto que es más extraño aún.
Y Otamendi vio más allá de la última fosa, en un extremo del cementerio, oculto por restos de coronas y ligeras basuras, varios trozos de huesos y una calavera intacta, todos de plata oxidada.
– ¿De plata?
– Sí, señor, de plata. Tal como usted los ve. Cuentan que en Potosí las calaveras salían cubiertas de plata. Este es mi derrotero. Cruza este cerro una enorme veta ahogada, que por no aflorar en parte alguna ha pasado desapercibida de todo el mundo. Las fosas que iban abriéndose no alcanzaron a llegar a la profundidad en que ella se encuentra. Usted es la primera persona a quien confío este secreto.
Pero aquí no hay muestra de veta alguna.
Venga usted y vea el pozo de ordenanza. Tengo mi pedimento minero y mis patentes al día.
¿Cómo descubrió usted este mineral?
– El año pasado, el día del terremoto, vine a ver si la tumba de mi mujer había sufrido algo. Yo estaba sentado aquí mismo, descansando de las ascensión, cuando vi, en una de las muchas grietas que se formaron en este cerro, los huesos recubiertos de plata que usted ahora contempla.
– ¿Y qué piensa hacer con su mina?
– Tengo miedo de decidirme por algo.
– ¿No vendería usted sus derechos?
– ¿Venderlos?
– ¿Admitiría un socio, entonces?
– ¿Un socio?
– Aquí se necesita mucho dinero para hacer una instalación moderna.
– Sí, señor; creo lo mismo; por eso me atreví a traerlo para saber su opinión.
– ¿Usted no ha dicho a nadie una palabra sobre este negocio?
– A nadie.
– ¿Sabe usted qué ley tiene el metal?
– Basta con ver lo ocurrido a los huesos.
– ¿Me dejaría usted tomar algunas muestras?
– Por qué no.
– Bien podríamos hacer algún negocio, amigo Cerezo. Qué lástima no haber traído herramientas.
– Aquí hay. Por aquí deben estar botadas.
Y con la misma barreta que antes sirviera para cavar las fosas, el solitario sacó las muestras de su tesoro.
– Quisiera también, por curiosidad, llevarme uno de los huesos cubiertos de cobre.
– Lleve usted el que quiera; éstos eran de una mujer que tenía cocinería y donde los mineros bajaban a sus fiestas y borracheras.
V
Tres horas lleva de marcha Otamendi, camino de Manto Verde. Va obsesionado por aquella mina fabulosa, por aquel cementerio donde duerme su homónimo, por el pueblo muerto y el extraño hombre solitario que en él vive.
Va subiendo una cuesta donde la mula resopla e hinca las pezuñas con dificultad. Al encimar el portezuelo, Otamendi da un leve grito de sorpresa: ante él, rodeado por rojas serranías, clarea un lago enorme. Es un lago dormido, con una transparencia trémula. Al centro del lago se ve una gran isla rocosa, que se refleja en el agua imaginaria.
Juan Otamendi, al salir aquella mañana del hotel principal del pueblo, una fonda miserable, tuvo una sonrisa dolorosa de asombro y de desprecio. ¡Dónde diablos había venido a meterse! Se encontraba próximo a la frontera norte de Chile Viejo. Ese era Chañaral, el famoso puerto de Chañaral de las Ánimas.
El día era obscuro, el aire tibio, muerto y pegajoso; el mar, oprimido, tendía sus aguas espesas en un marasmo obsesionante. Ni un mísero oleaje turbaba la opaca superficie de las aguas, aguas de un gris dos veces más impenetrable que el del cielo, un cielo bajo, ahogado por una inmensa nube compacta.
Hacia el mar no se abrían horizontes. El cielo, sin un vuelo de gaviotas, y la solitaria bahía, sin un barco, ni una chalupa de pescador, se fundían y continuaban el uno el otro, cerrando el paso a las evocaciones que siempre despiertan las lejanías marinas.
Otamendi, que traía los nervios gastados por aquellos incidentes que más vale dar al olvido, comenzó a sentir una opresión angustiosa. Al acercarse a las negras rocas de la playa, que parecían concentración cristalizada de la inmovilidad ambiente, sintió un ligero ruido. Era una pequeña ola que de tiempo en tiempo lamía el orgullo de la roca indiferente, como si fuese un perro que insiste en humillarse ante su amo.
Y, sin embargo, no había transcurrido un año desde el terremoto de Vallenar. Once meses antes, ese mismo mar ahora humilde, una noche imprevista comenzó a subir, a subir suavemente. Las aguas parecían avanzar llenas de indecisión y de curiosidad. Por todas las callejuelas del barrio bajo, el barrio más importante y populoso de Chañaral, ascendieron sin ruido. Sólo al alcanzar la calle del Comercio, las aguas corrieron con rapidez hasta fundirse en un murmullo de risas sofocadas.
Los vecinos, sorprendidos, no atinaron con la realidad; mas cuando vieron que los muros de sus casas y de todo el extenso barrio estaban rodeados por las aguas del mar, aguas que subían y subían tranquilas, comenzaron a dar voces de alerta, de imprecación, de terror y de misericordia. Otros, paralogizados, atrancaron puertas y ventanas; pero los más diéronse a huir hacia el barrio alto y los cerros circundantes.
Luego el mar comenzó a bajar tan lentamente como había subido. Todas las aguas salobres volvieron a su cauce de siglos. Apenas si algunas, demasiado audaces, quedaron prisioneras en los patios bajos y en las piezas de piso hundido de las casas humildes.
Volvió poco a poco la confianza a los habitantes, y todos, entre comentarios de asombro, de regocijo e inquietud, regresaron con pasos indecisos hacia sus casas.
Y una hora después, sólo los escasos trasnochadores del barrio alto, mineros y bebedores contumaces, a la indecisa luz de las estrellas, vieron nacer una montaña en el mar, una montaña que avanzaba sin ruido antecedida del inmenso soplo de viento por ella desplazado. La vieron, atónitos, encenderse como un relámpago monstruoso con las infinitas fosforescencias marinas, avanzar veloz y luego abatir su inmensa mole luminosa como un trueno apocalíptico contra la blanda playa y el obscuro y silencioso caserío. Tembló la tierra con su caída y los débiles gritos que un instante pretendieron elevarse, quedaron ahogados para siempre.
Cuando volvieron las aguas a su cauce, medio Chañaral y sus habitantes habían desaparecido. Todo el barrio bajo vecino a las playas era un húmedo y extenso terreno baldío.
Sobre el mar obscuro y agitado, viéronse flotar negras manchas informes, más grandes las de los maderos que las de los náufragos. El mar retuvo para sí solo escaso botín. Todo el día y todo el mes siguiente estuvo, desdeñosos, arrojando a las playas, próximas y lejanas, despojos de las casas y de los hombres.
“¡Ah, si usted hubiese conocido Chañaral en sus buenos tiempos!”, era la frase que oía Otamendi a cada paso. La escuchaba con lástima y desvío.
¿Era posible que aquel lugarejo hubiese valido alguna vez? Cierto que se veían antiguas fundiciones con sus chimeneas de ladrillos dislocadas o derruidas, con extensos galpones de hierro corroído por la herrumbre, con colinas de minerales verdiazules y de negras escorias abandonadas; pero para un hombre habituado a un sentido más amable del paisaje, ¿cómo podría haber valido jamás ese conjunto de cerros quebrados de una esterilidad absoluta, cerros de arenisca roja y amarillenta que taladraban peñas ciclópeas?
Era un paisaje de la época glacial, desnudo aún de hielos, reducido a la osamenta de sus rocas mondadas de todo humus y de toda tierra acogedora. Era una playa como de otro planeta, con un mar más denso y solitario, y con un caserío rojo y ocre como una áspera excrecencia de líquenes. Sí, el mismo aire viscoso que acababa por calar en laminillas al hierro de los techos, hacía también crecer sobre las casas de madera absurdas barbas de líquenes polvorientos.
En las inmediaciones del pueblo desembocaba en el mar el cauce, no el agua, del río Salado. El agua para la bebida venía por cañerías desde la cordillera de los Andes, desde doscientos y tantos kilómetros de distancia.
Antes no había en todo Chañaral ni un árbol, ni un mísero jardín, ni una pulgada de tierra grasa. Los vecinos, nostálgicos, en la imposibilidad de tener cada cual un jardinillo, congregaron sus deseos y afanes en la plaza del pueblo. Y cada familia cuida desde entonces un retazo de tierra, un cuadro nunca mayor que un mantel, y a veces tan pequeñito como un pañuelo de lágrimas.
Allí fue a sentarse Otamendi, a consumir el día muerto. Allí a sentir el milagro del pueblo, el surtidor de la fuente: agua en el desierto, agua en vuelo y canto. Nunca agua alguna ha tenido una voz más llena de evocaciones. Todos, hasta los cerros estériles, quedábanse como en mayor quietud para escucharla.
Era el mes de noviembre, los malvaviscos estaban en flor; bajo ellos, en un banco reposaba el forastero embebido en contemplación y recuerdos.
En tres de los costados, la plaza tenía muros de mampostería con escalinatas estucadas, para contener la tierra fértil. El jardín formaba una terraza dominando el caserío construido sobre laderas.
Desde ella, Otamendi veía el ir y venir de las gentes; un ir pausado y un venir escaso.
Poco a poco el forastero fue cayendo en ensimismamiento, y diose a pensar en su vida y en el objeto de su viaje.
Tan abstraído estaba que no oyó cantar a unos pajarillos desconocidos, que luego de bajar a la fuente y de saltar entre los arbustos, emprendieron un vuelo veloz quién sabe a dónde. No les oyó y les hubiera sido grato a sus nervios cansados de escuchar voces.
II
Juan Otamendi, ingeniero de minas, falto de empuje, de ambición y de optimismo, había llevado la vida de un profesional que se siente vegetar entre las vidrieras de su oficina, como una planta oprimida en un conservatorio de atmósfera pesada. Un mes, y el sueldo; otro mes, y otro sueldo; el tiempo no adquiría relieve suficiente para tener clara conciencia del paso de los años. Había envejecido en plena juventud. El cuerpo era recio de apariencia, pero su cansancio mental, en exceso prematuro, habíale ido dando una irritabilidad endemoniada.
Sólo dos grandes accidentes contaba su vida: su matrimonio y su expulsión de la oficina después de una disputa absurda con sus superiores.
Creyó despertar al encontrarse ante su mujer y sus hijos. Pero fue sólo un segundo; luego siguió en ese su estado como de sonámbulo.
Nada le irritaba tanto como las lágrimas y el silencio de su mujer; nada como las carreras para ocultarse y la quietud de sus hijos.
Sin ocupación, vagando de oficina en oficina, en busca de un empleo que no deseaba obtener, tuvo la suerte de que un amigo, antiguo condiscípulo, le encargase un informe sobre unas minas de cobre, en el interior de Chañaral, ofrecidas en venta a la sociedad de la cual él era gerente. Otamendi, en un instante de clarividencia, aceptó. Sí, un viaje por mar, un poco de la soledad verdadera del desierto, un mes de vida ruda y distinta de la que él llevara, tierras y hombres desconocidos, y luego, tal vez, algunos miles de pesos, no vendrían mal.
Llegado a Chañaral, el día anterior, en uno de los vapores de la carrera caletera, fue a informarse inmediatamente a la estación del ferrocarril sobre la salida del tren interior.
No estaba el jefe, no estaba el ayudante, no había nadie. Anduvo vagando por las entrevías solitarias hasta que vio venir, acompañado de una muchacha, a un joven de gorra. El joven resultó ser el telegrafista de la estación.
– ¿Tren a Los Pozos, dice usted? –y le alargó un cuadernillo de tapa roja, sucia y sobada, que sacó de un bolsillo interior. –Tren número 14, de Chañaral a Los Pozos; facultativo el primer viernes de cada mes.
– ¿Facultativo? ¿Qué quiere decir?
– Claro está; porque a veces hay carga que transportar y a veces no.
– ¡Cómo puede ser! ¿No existe en el trayecto un pueblo grande: la ciudad de Las Ánimas?
– ¿Ciudad? Sí; hace años era un gran pueblo minero. Ahora en él no hay nadie.
–…
–Nadie; sólo el jefe de estación.
– ¿Y por qué?
–Porque las minas están en broceo y no conviene explotarlas.
– ¿Y la gente del pueblo?
–Vivía sólo de las minas. Allí no hay agua ni tierra, puede decirse. ¿De qué iban a seguir viviendo?
– De modo, dice usted, que yo tendría que esperar hasta el primer viernes del próximo mes –dijo Otamendi.
–Salvo el caso de que usted pida un tren especial, o arriende el automóvil de la línea que anda ahora en Nanón, Pueblo Hundido, con el ingeniero de la vía.
– ¿Y sería posible…?
– ¿Quiere que el dé un consejo, señor? Busque usted un mozo y unas tres mulas; es lo más práctico y lo más barato. ¿Usted aloja en el hotel? Bien, yo me encargaré de mandarle un hombrecillo que el sirva de guía.
La muchacha no despegaba los ojos del forastero. Era una joven deslavada y descolorida. Otamendi acabó por sentir esa mirada insistente, como el vuelo de un insecto desagradable que ronda en torno.
Vuelto al hotel, ya anochecido, el ingeniero estaba sentándose a la mesa cuando recibió aviso de que alguien lo necesitaba.
Era un hombre cenceño, de edad indefinida; según se supo después, un chango puro, un descendiente de los antiguos indígenas de la región.
Estuvieron conviniendo el viaje. Partirían al alba del día subsiguiente, porque el mozo debía ir primero en busca de una mula que tenía en una mina distante.
Llegaron las mulas, no al alba, sino a prima tarde. Otamendi estuvo dudoso entre sí partir inmediatamente o dejar el viaje para el otro día.
Como el mozo aseguraba que no era difícil llegar a Las Ánimas antes de ponerse el sol. Otamendi se decidió.
El camino abandonaba a Chañaral bruscamente. Los pueblos o caseríos que bordean o se internan en el desierto no tienen suburbios formados por heredades cada vez más amplias, con habitaciones más y más dispersas, que hacen menos sensible el paso del poblado a la campiña solitaria.
En ellos, por el contrario, las casas se agrupan todo cuanto es posible, y el tránsito entre la última vivienda y el desierto que sigue es tan violento como un salto dado hacia un abismo.
El paso menudo de las cabalgaduras movía rítmicamente a los viajeros. Una mula tordilla, alta y firme, la destinada a llevar las provisiones y maletas, mecía todo el equipaje con una violencia loca.
Iban por el valle del río Salado. Un río ausente, en un valle estéril. Blanqueaban el abra de cerros calvos, soplados y rugosos que hacían sensible su vejez de siglos. De una rojez cenicienta, ceñidos por pliegues numerosos, sus lomos y grupas redondeados eran los de un rebaño de gigantescos elefantes hundidos en un sueño milenario.
Los esbeltos postes del telégrafo y los más gruesos y dobles que traían la fuerza eléctrica desde la lejana cordillera hasta el puerto de Barquito, más allá de Chañaral, fingían con sus elevados travesaños un triple e interminable rosario de cruces enormes como si esos yermos amarillentos fuesen el valle de la muerte.
Otamendi alzó la vista para inspeccionar el cielo; al frente de ellos un cerro descolorido, de cresta áspera, se veía cruzado por fajas vagas y obscuras como sombras arrojadas sobre él por largas y finas nubes.
Pero el cielo, de un cobalto violento, era de una pureza desconcertante.
– ¿Qué cerro es aquel? –preguntó Otamendi.
– ¿Cuál?
– Ese lleno de manchas.
– Es el Vetado.
– ¡Qué extraño!
El arriero levantó los ojos para observarlas e hizo un gesto de indiferencia.
– El pueblo de Las Ánimas, ¿desde cuándo está abandonado?
– Desde la guerra, señor.
– ¿Cuál guerra?
– De la guerra grande que hubo en las Europas. A Carrizal Bajo le pasó lo mismo.
– ¿También Carrizal Bajo?
– Hay tantos otros pueblos abandonados.
– ¿Todos desde la guerra?
No. En Cobija, el antiguo puerto de los bolivianos, con sus calles todavía empedradas, no hay un alma desde hace tal vez treinta años. En Chañarcillo, que tuvo, según dicen, más de veinte mil almas, ahora habrá un ciento. ¡Y para qué seguir nombrando! Una mina buena atrae gente, llueven los pedimentos en la vecindad, se forma un caserío que crece, y vive diez, veinte, cincuenta años; luego decaen las minas y la gente abandona sus casas y se va.
– ¿Serán pueblos insignificantes?
– No tanto, señor. Quedan en ellos a veces grandes iglesias, sus buenas casas de dos pisos y tantas otras obras que costaron tiempo y dinero.
– Abandonarlo todo –murmuraba Otamendi.
– Pero nunca se pierde la esperanza de que las minas inundadas puedan desaguarse, o venga alguna bolsonada de metal puro, algún alcance grande que traiga movimiento otra vez al pueblo.
– ¡Qué vida la del minero!
– Así es, señor, y no es tan mala.
Dejaron el valle del Salado, el valle de los rosarios de grande cruces, para torcer hacia otro más angosto que venía del sur y luego enderezaba al oriente, encajonándose y culebreando cada vez más.
Otamendi volvió a ver otros cerros con sombras de nubes inexistentes, no ya en forma de vetas vagas y angostas, sino en grandes manchas de bordes indecisos que, generalmente, ocupaban las cumbres.
Era una similitud de tonos tan exactos con el de las sombras, que sintió el malestar del absurdo al observar, una vez más, el límpido e imperturbable cielo de la tarde.
Las huellas de las torrenteras, las faldas con mil regatos y grietas profundas, y abajo, en el llano, un ondulado ribete de arena que bordeaba el cauce enjuto de otro río inexistente, todas esas muestras de un agua que parecía haber corrido el día anterior, le turbaban como un misterio.
– ¿Es posible que aquí no haya llovido? Mire estas arenas. Se ve fresco el paso del agua.
– No ha llovido nunca, señor. Nadie recuerda haber visto caer un aguacero. Sólo “camanchacas”.
La “camanchaca”, pensaba Otamendi, esa niebla gruesa, ese polvo de agua que se mece irresoluto en el aire para desaparecer en el alba, dejando sólo el recuerdo de su frescura con un rocío tan abundante como efímero.
Divisaron el pueblo de Las Ánimas, como el mozo había asegurado, antes de entrarse el sol.
Parte del caserío veíase entre las profundas sombras violetas de una quebrada; el resto lo iluminaba con violencia el sol poniente. Los cerros minerales, rojos, azules, verdes, amarillentos, esplendían con un fulgor de tierras calcinadas. Las casas, de una blancura ardiente, veíanse risueñas. En lo alto de las laderas, en pliegues profundos que las sombras iban rebasando, destacábanse grandes construcciones con elevadas chimeneas y montañas de escorias espejeantes.
Al acercarse al barrio aún soleado, de las calles y de los sitios eriazos, de las casas en ruinas, de todas partes, salía también un resplandor que lo cegaba. Y Otamendi fue comprobando con sorpresa que sólo eran restos de botellas quebradas: miles y miles de botellas rotas en piezas menudas que devolvían los rayos del sol.
Aquella risueña visión del pueblo a la distancia, iba convirtiéndose en desasosiego creciente. Una casa vacía que recorremos, nos perturba. Un día de fiesta, cuando las gentes abandonan la ciudad y nosotros pasamos por sus calles desiertas, nos sobrecoge. Mil detalles, antes inadvertidos, se nos ofrecen punzantes. ¡Qué impresión no causará al atardecer un pueblo desierto y él, a su vez, rodeado por el desierto; un pueblo con las puertas en el eterno bostezo; con los rotos cristales de las ventanas incendiados por el sol, fingiendo destellos de lámparas interiores; con los muros erguidos o en ruinas; con los techos flamantes o despedazados, y con un silencio que crece y crece cubriéndolo todo, como si fuera la única hierba de la más intensa y definitiva de las ruinas!
Rara era la casa que no ostentase su asta de bandera, y en una de ellas todavía colgaba, inerte y pequeñito, un jirón descolorido, como si allí morase en persona la soledad reinante.
“Restaurante Los Amigos”, “Almacén Para Todos Sale el Sol”, “Venta de Tabacos N° 63”, “Escuela Pública de Niñas”, y un escudo nacional, y más abajo: “Chile”.
Otamendi esperaba divisar siquiera un perro, el perro del pueblo; un pimiento raquítico y melancólico, medio erguido a la vera del tabladillo para la música. No había indicios de que allí hubiese existido jamás un jardín.
Cruzaron la plaza en derechura para abreviar camino. A un extremo de ella se elevaba una larga pértiga: el famoso palo ensebado, entretenimiento, en otro tiempo, de los mineros en las bulliciosas fiestas populares.
Andando, andando, al paso cansino de las mulas, sumidos en el enorme silencio ambiente, dieron los viajeros con los edificios del ferrocarril.
El jefe de estación, el único habitante del pueblo, no estaba en su casa. No había allí más ser vivo que un jilguero en una jaula de caña, ni más verdura que unas cuantas matas de lechuga, creciendo en unos cajones de tablas, rellenos con húmeda tierra vegetal.
La puerta de la casa estaba abierta. Otamendi y el mozo se desmontaron. Veíase en el rincón obscuro de un enorme departamento un catre de hierro, cubierto de ropas en desorden, dos o tres sillas desvencijadas y algunos cajones a guisa de muebles.
Al interior del patio, bajo un cobertizo de lata, ardía un fuego mortecino. De un gancho de hierro colgaba una olla negra con un vago hálito de vapor.
Nunca un fuego en el más crudo invierno austral había atraído a Otamendi con mayor fuerza que esa pequeña hoguera moribunda, brillando apenas en la cálida tarde del desierto. Acercándose más y más, escuchó el ronroneo de la olla. Como un pulso enfermo que se ausculta, y aún responde, le fue grato percibirlo.
Afuera, el jilguero dio un breve silbo. Otamendi se quedó anhelante escuchándolo y un gorjeo siguió, un gorjeo agudísimo, largo y desesperado.
El ingeniero, oprimido el ánimo como por una pesadilla, salió de la casa y estuvo paseando por los amplios andenes. Los rieles, ocres por el orín, se extendían a pérdida de vista. Un carro de ferrocarril cargado con restos de vidrios ligeramente violetas atrajo su atención.
¿Qué bulto era aquel que parecía venir por las lejanas entrevías? ¿Un hombre? ¡Sí, parecía un hombre!
Estuvo contemplándole como si el aparecido clamara; le sentía venir en la soledad, como si la fuese llenando. Latió más aprisa su corazón y sus ojos quedaron absortos en aquella sombra que avanzaba.
Era un hombre con un saco lleno a la espalda. Su viejo sombrero pendía de una de sus manos. Al acercarse, vio que su cabellera era cenicienta, y su barba y bigotes, rasurados.
¿Era posible que el recién venido no advirtiese su presencia?, pensó Otamendi.
Aquel hombre cruzó muy cerca de él, y, sin embargo, seguía indiferente su camino: fue hasta el carro de carga y vació allí su saco lleno de rotos cristales violetas.
Sacudiéndose las manos, ahora con el sombrero puesto, el desconocido deshizo su camino y se acercó al ingeniero.
– ¿Usted es el jefe de estación? –preguntó Otamendi.
– Sí.
– ¿Podría darme alojamiento en su casa por esta noche?
– En mi casa o donde usted quiera; todo el pueblo está a su disposición.
III
Los tres hombres: el solitario, Otamendi y el mozo, comieron juntos. Las conservas que traía el ingeniero les dieron una gran sed; los fréjoles que cocinaba el solitario estaban duros e insípidos por la falta de manteca; Otamendi no pudo menos de rechazarlos.
Sí, están malitos –dijo el jefe de estación–, ¿qué quiere usted? Tendrán ya sus tres o cuatro años. Compré hace tiempo unos sacos y hay que concluir con ellos. ¿No le parece?
Bebieron unas copas de vino, luego café puro, que resulto delicioso.
El mozo fue a dar una vuelta para observar las mulas; los otros dos hombres salieron al andén.
Estuvieron paseando y paseando largas horas en esa noche cuajada de estrellas. Parecían esperar un tren en retraso, un tren que no llegaba nunca. Una estrella baja, de color rojo, fingía ser la luz de un lejano guardavías.
Por momentos conversaban; luego se detenían para comprender mejor; entonces la marcha continuaba un poco más lenta, como si cada vez recibiesen una nueva carga sobre sus hombros.
– ¡Veinte años!
– Sí.
– Y siete solo…
– Siete.
– ¿Y no tiene algún pariente?
– Debo tener.
– ¿No está usted seguro, o no le importa saberlo?
El solitario se limitó a sonreír entre las sombras.
– ¿Decía usted que su mujer y sus hijos están aquí?
– En el cementerio. ¿No lo vio al pasar? ¿No? Está en lo alto de la loma que hay a la entrada del pueblo; se ve la verja blanca y sobre ella asoman las cruces más altas.
– ¿Y su mujer pudo gustar de esta soledad?
– En aquel tiempo, había aquí miles de personas, ocho o nueve mil. Fue la época del auge de Las Ánimas. Mi mujer vivía en La Compañía, un lugarejo cercano de La Serena. Esto resulta ser cien veces mejor que su pueblo.
– Pero allí hay agua, árboles y flores, eso es hermoso…
– Sí, es verdad; pero estábamos recién casados y ella no notó la falta. Después vinieron los hijos y la notó menos.
“Dos años vivimos juntos. Mi hijo menor murió el primero. Murió por efectos del agua mala. Nunca en Las Ánimas ha habido servicio de agua potable; hoy como ayer, traen el agua en carros de ferrocarril, carros de hierro, que nosotros llamamos aljibes. ¿Ve usted aquel? Lo trajeron hace quince días, y deberá durar otros quince. El agua se corrompe y toma un olor pegajoso a charco de ranas.
“El pueblo comenzaba a decaer cuando mi hijita nos dejó a su vez; fue en 1910, el año del Centenario. En los mismos días de las grandes fiestas la enterramos. Hubiese querido pasar por otra parte; pero nos vimos obligados a cruzar con el ataúd por mitad de la plaza, llnea a esa hora de gente. La banda de músicos del pueblo, ¡qué banda! –cuatro pelagatos–, tocaba un aire chillón que no he podido olvidar.
“Cada vez los trenes traían menos pasajeros y se llevaban más habitantes del pueblo. Las Ánimas comenzó a despoblarse.
“Mi mujer estuvo enferma varios meses. Bajé con ella a Chañaral, en busca de un médico. Quise dejarla en el puerto, pero al día siguiente de volver yo a Las Ánimas, llegó ella desolada y dispuesta a no separarse más de mi lado. Y así fue; desde entonces no probó casi cosa alguna; se consumía a ojos vista. Una noche, mientras me estaba mirando, de pronto no dijo más, y concluyó todo.
“Era yo, entonces, ayudante del jefe de estación; pero como al jefe lo trasladaron al sur, quedé haciendo sus veces.
“En pocos años Las Ánimas quedó vacío. Los fui embarcando uno por uno a todos. La última familia fue la del cuidador de la mina La Fortuna. Aquella que está en los cerros del frente. Sí, al frente; ahora está muy obscuro y no se ve nada.
“Los últimos seres vivos que vi por las calles fueron perros que aquí dejaron abandonados. ¡Cómo se disputaban los desperdicios! Hubo peleas sangrientas. Terminaron por formar dos grupos enemigos, que luchaban a muerte. Vino, por ese entonces, un arriero desde la mina de Buena Esperanza; los perros –vea a usted que olfato– salieron a encontrarlo antes de entrar al pueblo y atacaron las mulas, devorando a una de ellas. El arriero pasó un susto…
“En una ocasión tuve que ahuyentar los perros a tiros. Flacos hasta lo imposible, con las pieles erizadas, los ojos llameantes, me seguían y seguían a distancia, con una tenacidad tan humilde como hipócrita.
“Un buen día se dejaron de oír para siempre sus aullidos. Cuentan que unos perros bajaron a Chañaral y otros se internaron hacia Los Pozos y El Salado”.
– ¿Y ninguno de los pobladores regresó?
Muchos han vuelto para llevar lo que han podido de sus casas abandonadas. Vería usted que no hay pocas sin techo. Éstas estaban cubiertas con calamina, y la calamina vale, soporta el costo del flete y deja un buen saldo a favor. No así algunos muebles y maderas y tantas cosas que embarazan y de cuya inutilidad viene a darse uno cuenta sólo cuando está arruinado. Cientos de ellas las dejaron aquí para siempre.
“Don Hermenegildo Marón, dueño del restaurante más importante, comenzó a comprar por una miseria todo lo que le ofrecían. Hace diez años que se fue don Hermenegildo, dejando su casa llena de cachivaches. Me encargó su custodia. Él volvería pronto: uno o dos meses, no más. Pero no volvió nunca. Cinco años después tuve noticias de su muerte, ocurrida en Taltal. Quise visitar la casa, pero la llave que me dejara parece que no era la del candado. Rondando en torno, vine a ver que el tal candado era inútil: desde hacía tiempo, por una de las ventanas de la casa, que estaba rota, habían ido sacando qué sé yo cuantos objetos”.
– ¿Y quién podía llevárselos?
– Mineros que pasan o vienen aquí expresamente. En el sur se va al bosque por leña; en el desierto se viene a buscarla a los pueblos abandonados. Y Las Ánimas han sido y son un bosque inagotable.
– ¿No le faltará a usted un buen fuego?
– Sí, señor; no me falta, a Dios gracias. Antes escogía las puertas y maderas de las casas de gentes desconocidas; pero como ya se han terminado, ahora escojo entre las de los antiguos amigos y conocidos. Me voy dando cuanta de quiénes lo eran más, al ver las casas que voy respetando…
– ¿Me dijo usted su nombre?
– Mi nombre es tan ridículo. Vea usted. Me llamo Pascual Cerezo. Un cerezo que vive en el desierto. Aquí en Las Ánimas hay sólo dos árboles, decía el administrador de Manto Verde: el pimiento de plaza y el cerezo de la estación.
– ¿El administrador de Manto Verde? ¿Usted conoce esas minas?
– ¿Va usted para allá?
– Sí, mañana debo seguir viaje.
– ¡Ah, esas minas son toda la esperanza de esta región! Sin embargo, yo tengo un derrotero muy superior.
– ¿Hacia qué parte cae Manto Verde?
– ¿Ve usted esa estrella grande? El Espejo, como yo la llamo. Las minas están precisamente en esa dirección, tal vez a unos cuarenta kilómetros de aquí.
– Esa estrella es Venus.
– ¿Venus? Yo le digo el Espejo; y aquella es la Rosa, y esa otra es Teresa, y allí está Romerillo.
El ingeniero notó, con sorpresa, que el jefe de estación señalaba a Marte, Mercurio, Júpiter.
– ¿Por qué indica de preferencia esas estrellas?
– Porque ésas andan. Las otras no.
– Veo que usted es aficionado a la astronomía.
– Yo no sé nada; pero mirando, mirando, me he dado cuenta de algunas cosas.
– ¿Teresa se llamaba su mujer?
– No, María.
– ¿Por qué dio ese nombre a Mercurio?
– Me gusta el nombre Teresa.
– ¿Tal vez le trae algún recuerdo?
– ¿Un recuerdo? Creo que no.
Siguieron caminando lentamente, en largo silencio, como si el solitario jefe de estación buscase el origen de ese recuerdo olvidado.
– ¿Son muy escasos los viajeros que pasan por estas soledades?
– No tanto.
– ¿De manera que usted tiene sus visitas?
– Sí, pasan seguido; cada mes, cada dos meses, a veces más a menudo, suele pasar alguien por aquí.
– ¿Es usted aficionado a la lectura?
– El jefe de estación de Chañaral me envía de tarde en tarde los diarios viejos que no le sirven. Es cuanto leo. Usted mismo me trajo varios periódicos.
– Me alegro… Y dígame, amigo Cerezo, gente extraña y maleante, ¿no suele visitarlo?
– ¿Qué quiere decir?
– Hombres raros, tipos peligrosos.
– Raros son todos los mineros y todos los hombres que cruzan el desierto; raros para los que no están acostumbrados a tratarlos. También suelen pasar algunos peligrosos. Peligrosos para otros, no para mí. Antes solían aparecer viajeros extraviados, algunos medio moribundos, enloquecidos por la sed. Al divisar el pueblo desde la altura, se despeñaban, ciegos, poseídos por una alegría terrible. Después, al comprender dónde habían caído, furiosos clamaban y maldecían, amenazantes. Tuve a un pobre hombre varios días alojado en mi casa. Traía desolladas y en carne viva las yemas de los dedos, de tanto escarbar en el cauce seco, en busca de un agua que nunca encontró. Cuando se fue aún estaba trastornado; a cada instante y sin motivo repetía siempre lo mismo: “Despacio, despacio, no se apresure”. Ignoro lo que quería decir. “Despacio…, despacio”.
“Agregue usted que en ciertas mañanas se ven espejismos aún aquí, en pleno pueblo. Más de una vez he contemplado. Las Ánimas rodeadas de un lago, que reflejaba todas las casas”.
– Me gustaría ver lo que usted dice –aseguró Otamendi.
– Es posible que mañana mismo se cumplan sus deseos. Antes de llegar a Los Pozos hay una hoyada enorme, que hace pensar en un lago desecado. Si usted pasa por ahí a mediodía, la verá llena de agua, de un agua transparente, que tiembla. Es un espectáculo que no se olvida.
– Qué tragedia para un sediento –dijo Otamendi.
– Y peor es la del río. Si usted va al interior de Pueblo Hundido, verá, señor, un valle por donde corre un río, que se abre paso entre nieve; nieve… al menos así parece. Al ver aquella agua viniendo bajo el sol quemante de estas regiones, el que la divisa llega a gritar de alegría. Pero cuando el sediento alcanza la orilla, ve que aquello no es nieve, es sal, señor; sal que destella como vidrio en polvo. El agua del río es un agua amarga, pesada y venenosa. Peor que la del espejismo para los sedientos es la tragedia del río de la sal. ¡Cuántos ríos semejantes no hay en este desierto!
– Pero usted, ¿cómo puede vivir en esta región maldita? Vivir solo y en un pueblo abandonado.
– Todo ha ocurrido tan gradual, tan lentamente. ¿No conoce usted la historia del caballo a quien su amo quería enseñarle a no comer, y fue, poco a poco, mermándole la ración hasta que no comió nada?
– Pero la misma historia dice que el caballo aquel, cuando ya había aprendido, se murió.
– Tiene usted razón –dijo sonriendo el solitario. –Así y todo, yo he aprendido a ir quedando solo; y vea usted, vivo tranquilo.
– ¿Cree que la suya es vida?
– ¿Y qué cosa es?
– ¿Cómo puede pasar días y días sin hacer nada, sin hablar, sin oír a nadie y sin ver a bicho viviente?
– Sí, es difícil no hacer nada, pero yo hago muchas cosas.
– ¿Qué?
– No sabría decirle.
– ¿Lo ve usted?
– Es difícil explicarlo. Usted viene de una gran ciudad, tendrá usted mujer, hijos, amigos, sirvientes…
– ¿Y bien?
– Que yo no tengo nada, que yo debo ser para mí todo esto.
– No entiendo.
– Ya le decía que era difícil comprenderlo. Verá usted. Yo soy mi amigo, mi empleado y mi sirviente. Mi mujer está aquí dentro y mis hijos también, y mis amigos y conocidos; yo soy, si usted quiere, todo un pueblo; todo el pueblo de Las Ánimas.
– Eso está bien para decirlo. Pero, en su caso, me iría lejos.
– ¿Dónde?
– A cualquier parte donde hubiese gente, árboles, agua.
– ¿Es la primera vez, señor, que viene por estos mundos?
– La primera.
– Bien se conoce. Usted se perturba al verme aquí solo. Si yo me hubiese ido, otra persona habría al cuidado de la estación. Y para usted el caso habría sido el mismo: el encuentro con un solitario en un pueblo abandonado. ¡Alguien debe vivir aquí! ¿Y por qué no podría ser yo ese alguien? ¿Por qué vi el auge y la muerte del pueblo, porque en el cementerio tengo a mi mujer y mis hijos? Pues, por eso mismo, me resulta menos duro que a cualquier otro. Esto, para mí, tiene un sentido. ¿Y a dónde iría? ¿A servir en otra estación solitaria, en toro lugarejo del desierto? No, no; aquí, al menos, hay leña y recuerdos.
– ¡Lo que usted dice!
–¿Le parece mal?
–Nunca vi un pesimismo igual.
– ¿Pesimismo?
–Creer que no hay nada mejor que esto.
–No he dicho eso. Todo será mejor, pero no me atrae. No es pesimismo.
–Pero, ¿no tiene usted otros deseos, ideales, inquietud religiosa?
– ¡Qué ideas religiosas puedo tener!
– Pero, ¿qué piensa de la otra vida?
– ¿Otra vida?
– Sí, de la que sigue más allá de la muerte.
– Ah, he pensado mucho, señor, mucho; vea usted. Ahora comprendo lo que usted quiere decirme.
– Bueno; ¿y cómo son esos pensamientos?
– ¿Cuáles?
– Los suyos, sobre el más allá.
– Es tan difícil… Eso no se puede pensar.
– ¿Pero usted presiente algo?
– No sabría decirlo.
– ¿Tiene alguna seguridad o alguna sospecha?
– ¿Qué seguridad o sospecha puede tenerse?
– ¿Y sin ella es capaz de vivir usted como vive?
– ¿Por qué no?
IV
A la madrugada siguiente, mientras el mozo aparejaba las mulas, después de servirse un café hirviente, Otamendi y el solitario van caminando de a pie, cerro arriba.
– Está más alto de lo que usted aseguraba –decía el ingeniero.
– Si gusta y está cansado, volvemos.
– No; ¿pero falta mucho?
– Ya se divisa.
– ¿Por qué eligieron ese sitio?
– Quién sabe.
“En el sur –pensaba Otamendi– es otra cosa. La tierra que se elige para camposanto, y que se quita a la labranza, es una tierra como despreciada”. Cuántos cementerios estériles o invadidos por la maleza no había visto él en su vida. En cambio, allí en el desierto, donde no crece una hierba, el cementerio, con sus cruces, da la apariencia de un bosquecillo de blancos y mondados arbustos. Ya había visto el de Chañaral.
–¿Ve usted como tenía razón? –dijo en voz alta Otamendi, continuando su pensamiento. –Este cementerio es lo más alegre de todo el contorno; más alegre aún que el mismo pueblo. Allí, fuera de usted, no hay nadie; aquí, cuántos habrá…
La reja que servía de cierro estaba intacta. El cementerio no había recibido la visita de los leñadores del desierto.
– Quién sabe si después, pasando los años, cuando el solitario consuma la madera de las casas amigas, no vendrá por leña a este bosquecillo –murmuró en voz baja el ingeniero. –Pero es un cementerio enorme. ¿Hubo aquí muchas epidemias?
– No, señor. Es un cementerio viejo; tan viejo como el pueblo; además, venían aquí a enterrar a todos los que fallecían en la región. Trabajaba mucha gente en estas serranías.
Todos los nombres están borrados –observó el ingeniero.
El sol y el tiempo.
Y cuántas coronas; todas de papel.
Todas. Aquí no hay ramas ni flores. La armazón de ellas era formada con la paja de cambuchos de botellas. ¿Ve usted?
En el mástil mayor de algunas cruces veíase una sarta de dos, tres y más coronas. Las inferiores mostraban la armazón de paja; las últimas con papeles en recorte trenzados y crespos. Parecían grandes nidos abandonados.
Aquí yacen los restos mortales de nuestro inolvidable deudo
PABLO ESPINOZA
(Q. E. P. D.)
Falleció el 28 de agosto de 1895. A la edad de 62 años.
Le dedican este recuerdo su esposa e hija.
LEONOR D. v. de ESPINOZA.
Las Ánimas, septiembre de 1895.
Don Pablo vivía en aquella casa grande, cerca de la plaza; aquella verde. Allá en la calle atravesada. Pero la fosa de que yo le hablo está más lejos; venga usted.
El ingeniero, mientras obedecía, iba leyendo los nombres estampados en las cruces.
En recuerdo de mi hijo
JUAN OTAMENDI
Las Ánimas, mayo 17 de 1895.
Otamendi abrió tamaños ojos. Acababa de leer el nombre de su padre. ¡Qué casualidad tan desagradable! Pero el cadáver de su padre estaba en Santiago y había muerto en 1903.
– Amigo, amigo, oiga. Aquí he encontrado casi mi propia tumba –dijo sonriendo con una mueca, el ingeniero.
– ¿Juan Otamendi se llama usted? –preguntó, después de leer, el solitario.
– Juan es mi segundo nombre. ¿Usted conoció a este finado?
– Debo haberlo conocido; pero no recuerdo bien.
– ¡Qué cosa tan imprevista!, ¿verdad?
– Así es. Pero acérquese y venga por aquí y observe esto que es más extraño aún.
Y Otamendi vio más allá de la última fosa, en un extremo del cementerio, oculto por restos de coronas y ligeras basuras, varios trozos de huesos y una calavera intacta, todos de plata oxidada.
– ¿De plata?
– Sí, señor, de plata. Tal como usted los ve. Cuentan que en Potosí las calaveras salían cubiertas de plata. Este es mi derrotero. Cruza este cerro una enorme veta ahogada, que por no aflorar en parte alguna ha pasado desapercibida de todo el mundo. Las fosas que iban abriéndose no alcanzaron a llegar a la profundidad en que ella se encuentra. Usted es la primera persona a quien confío este secreto.
Pero aquí no hay muestra de veta alguna.
Venga usted y vea el pozo de ordenanza. Tengo mi pedimento minero y mis patentes al día.
¿Cómo descubrió usted este mineral?
– El año pasado, el día del terremoto, vine a ver si la tumba de mi mujer había sufrido algo. Yo estaba sentado aquí mismo, descansando de las ascensión, cuando vi, en una de las muchas grietas que se formaron en este cerro, los huesos recubiertos de plata que usted ahora contempla.
– ¿Y qué piensa hacer con su mina?
– Tengo miedo de decidirme por algo.
– ¿No vendería usted sus derechos?
– ¿Venderlos?
– ¿Admitiría un socio, entonces?
– ¿Un socio?
– Aquí se necesita mucho dinero para hacer una instalación moderna.
– Sí, señor; creo lo mismo; por eso me atreví a traerlo para saber su opinión.
– ¿Usted no ha dicho a nadie una palabra sobre este negocio?
– A nadie.
– ¿Sabe usted qué ley tiene el metal?
– Basta con ver lo ocurrido a los huesos.
– ¿Me dejaría usted tomar algunas muestras?
– Por qué no.
– Bien podríamos hacer algún negocio, amigo Cerezo. Qué lástima no haber traído herramientas.
– Aquí hay. Por aquí deben estar botadas.
Y con la misma barreta que antes sirviera para cavar las fosas, el solitario sacó las muestras de su tesoro.
– Quisiera también, por curiosidad, llevarme uno de los huesos cubiertos de cobre.
– Lleve usted el que quiera; éstos eran de una mujer que tenía cocinería y donde los mineros bajaban a sus fiestas y borracheras.
V
Tres horas lleva de marcha Otamendi, camino de Manto Verde. Va obsesionado por aquella mina fabulosa, por aquel cementerio donde duerme su homónimo, por el pueblo muerto y el extraño hombre solitario que en él vive.
Va subiendo una cuesta donde la mula resopla e hinca las pezuñas con dificultad. Al encimar el portezuelo, Otamendi da un leve grito de sorpresa: ante él, rodeado por rojas serranías, clarea un lago enorme. Es un lago dormido, con una transparencia trémula. Al centro del lago se ve una gran isla rocosa, que se refleja en el agua imaginaria.
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