martes, 16 de septiembre de 2008

¡POBRE GRINGO! / HUGO DONOSO






Llegó una tarde a la casa del administrador de la hacienda pidiendo trabajo. Era un mocetón fornido, rubio, de ojos claros. Hablaba difícilmente el chileno. Apenas se le pudo entender que venía de muy lejos, que tenía cansancio, y que tenía hambre. Había andado mucho por esos caminos sin rumbo.

Como era época de cosecha y el trabajo abundaba, fue fácil darle una ocupación. Sería un peón más para la siega. Esa misma tarde el administrador lo presentó a la cuadrilla.

– Aquí tienen a este gringo pa que los ayude. No me pregunten cómo se llama porque tiene un apelativo tan rarozo que parece un lairío de perro loco.

Desde esa tarde todos llamaron al nuevo compañero “El Gringo”. Nada más que “El Gringo”. Nadie trató siquiera de averiguar su nombre y de saber de dónde venía y para dónde iba. ¡Pobre gringo: fue uno de tantos que siempre llegan! ¡Que siempre son forasteros!

Desde el primer momento fue recibido con frialdad. Los peones vieron en él a un extraño que venía a arrebatarles el trabajo. A una boca más que quería comer.

El gringo no pareció darse cuenta de esta hostilidad sorda que lo rodeaba. Siempre solo, callado, rumiaba entre dientes una canción de su patria lejana.

Trabajaba desde el amanecer; después, al caer la tarde, se dirigía al despacho de la hacienda, se sentaba en una mesa del rincón y pedía una copa de cerveza.

Allí pasaba las horas lentas, con la cabeza apoyada entre las manos y con la mirada fija en la copa de licor.

¡Parecía soñar despierto! A ratos, levantaba la mirada y la clavaba angustiosa, humilde, en los ojos negros y profundos de la muchachita que servía detrás del mesón. Era la hija del vaquero del fundo, una mujercita coloradota, de largas trenzas negras y de boquita risueña. Ella era la que servía el negocio. Los peones la trataban con cierto respeto y a veces, cuando le decían alguna galantería demasiado grosera, ella se ponía muy seria y hacia un gracioso respingo con la nariz.

– Venaiga, ya se enojó la Carmelita. Tan requete delicá que lan de ver. Como si no juese cierto que Antonio anda tonto por esa carita que es una breva maúra…

Y era verdad lo que el peón decía. Antonio, el capataz de la cuadrilla, era quien cortejaba a la muchacha. Nadie se había atrevido a disputársela. ¡Era muy hombre! Había corrido mucho mundo y había hasta peleado en la guerra. ¡Ay de aquel que se hubiera atrevido a poner los ojos en la Carmelita!

El despacho estaba lleno de trabajadores. El gringo, como de costumbre, solo, mirando fijamente la copa de cerveza como si quisiera ahogar su mirada angustiosa en esa bebida amarga y negra.

Todos bebían tranquilos, Carmelita conversaba alegremente con Eleuterio, uno de los peones de la hacienda.

– Oiga mijita. ¿Cuándo es el casorio?

– Pa Mayo.

– Ya… Ya… como si Antonio no tuviese nafta o ganas de atracarle el bote… ¡Por la madre los rotos con suerte! ¡Ay, quien fuera Antonio!

En ese momento el gringo levantó la cabeza y se quedó mirando fijamente a la Carmela.

– Oiga, gringo de agua durce. No me la mire tanto con esa cara e laucha entumía que me la puee poner fea.

Estalló en los corrillos una risotada y todos se volvieron a mirar al gringo.

– Venaiga con el aniñao. Ya se templó de la Carmelita… No se apequene iñor. Si es tan gallito mire frente a frente, cara a cara. A Antonio no se la juega nadien. Menos un gringo cara e palo. Hay que amarrarse los pantalones pa juárselas a un roto chileno.

El gringo se levantó bruscamente de su asiento, dio un fuerte puñetazo en la mesa, clavó su mirada como un puñal en el rostro de Eleuterio y en actitud provocativa le quedó mirando fijamente. Parecía otro. Al verlo así, tan fiero, daba miedo. Y Eleuterio lo tuvo, cambió de actitud y para echarlo todo a la broma exclamó:

– Estos gringos son como de resorte. Parecía una diuquita y ha resultao un novillo bravo. Venaiga iñor, no sea mañoso… Asiéntese… Si yo no igo ná.

Y para que todo terminase alegremente, se alejó cantando:

Venaiga con el gringo
cogollito de viento norte
que se alarga y que se achica
y se quea el mismo porte…

Todos estuvieron a punto de soltar una carcajada, pero la mirada fría y constante del gringo les heló la risa en los labios. Todos se quedaron serios, comentando el hecho en voz baja. Y el gringo como un autómata, pidió otra copa de cerveza y se quedó mirando fijamente a la muchachita de las trenzas negras y de los ojos profundos, que le sonreía maliciosamente detrás del mesón…

Desde ese día para nadie fue un misterio el amor desesperado y silencioso que el gringo sentía por la Carmelita. Los peones empezaron a murmurar:

– ¡La Carmelita también lo quiere! Cuando le sirve la copa de cerveza lo mira de una manera muy rara.

– ¡Cierto, muy cierto, la Carmelita miraba al gringo con una mirada triste: como con pena, con lástima, con cariño!...

Era lo que faltaba, que el gringo no sólo comiese de sus tierras, sino que se llevase la mejor muchacha de la hacienda. No, no. Eso no podría ser. Ya se las vería con Antonio.

Fue un día sábado por la tarde. Día de jolgorio: pues era día de pago. El despacho estaba lleno de trabajadores, que ahogaban las penas de la semana en espumeantes “potrillos” de chacolí. Había un ambiente de alcohol. Murmullo, rencores, copas que chocaban y en todos los rostros una pregunta.

¿Qué sería del gringo?

– No viene, decía uno, porque es un cobarde. Como sabe que está aquí Antonio.

Y en verdad, allí estaba Antonio, alegre, demostrando con sus risas que era todo un valiente. Hablaba en voz alta.

– Oiga Carmelita, ¿qué es de gringo? ¿Es cierto que se murió e susto? Igale que venga, que no sea cobarde… Tengo unas ganas de dar bofetá… Me comen las manos… No le he pegao nunca a un gringo… Icen que quea en los deos gusto a durce e membrillo…

Todos reían y Carmela inquieta, atemorizada, rogaba para sus adentros que esa tarde el gringo no viniese. ¡Señor!: murmuraba. Que no venga, que no venga.

De repente apareció en la puerta su figura esbelta y fornida. Saludó a sus compañeros, los miró fríamente y, tranquilo, sereno, atravesó por entre todos y fue a sentarse a su mesa de costumbre.

Clavó su mirada honda en los ojos de la Carmelita y en seguida pidió su copa de cerveza…

Se hizo un silencio aplastante y frío. Los vasos dejaron de chocar. Los ojos se fijaron curiosos en Antonio, luego en Carmelita que, asustada y temerosa, llevaba hacia la mesa del gringo la copa que le había pedido.

De súbito, Antonio se levantó airoso, provocativo, dio una fuerte manotada al vaso y lo hizo rodar por la mesa…

Fue un momento de expectación…

– Toma, gringo huacho… sinvergüenza… perro… atrévete conmigo.

El gringo, como una fiera herida, dio un salto y clavó sus ojos de tigre acorralado en los de Antonio. Éste se le fue encima; el gringo retrocedió, trémulo, vibrante, crispó sus manos, lanzó un rugido de odio y de un feroz puñetazo hizo caer a Antonio por los suelos. Éste, se levantó rápido chorreando sangre y de un salto cayó sobre los hombros del gringo. Los peones retrocedieron espantados; hicieron un círculo y sus ojos hambrientos de tragedia se clavaron ansiosos en esas dos fieras humanas que aullaban, se mordían, se revolcaban por los suelos, sedientos de sangre y de odio.

Era un espectáculo bárbaro.

– ¡Cómete al gringo! ¡Cómetelo! Rugían los peones.

Mientras tanto, Carmelita miraba al techo angustiada como pidiendo socorro. ¡Ella era la única que rogaba por le pobre gringo!

La lucha era terrible, macabra, emocionante. A los pocos momentos se vio la superioridad del gringo. ¡Era más hombre y más robusto!

Los peones seguían aleonando a Antonio.

– ¡Cómete al gringo! ¡Cómetelo!

Hubo un momento de espanto. Antonio estaba vencido. Pero de repente se vio que éste sacaba de su cintura una hoja brillante y luminosa. Era el corvo, el trágico corvo. El compañero inseparable, el que transforma a nuestro roto en héroe o en bandido. Y esta vez, Antonio se transformó en un bandido. De un golpe traicionero hundió el puñal en el vientre del gringo. Éste lanzó un grito de angustia. Un rugido, mitad blasfemia, mitad oración y cayó de espaldas.

¡Muerto! ¡muerto! Antonio se levantó tambaleando como un cobarde. Limpió la hoja del puñal y se perdió para siempre.

Los demás peones se quedaron espantados mirando el cadáver del gringo cubierto de sangre. Allí estaba él con los ojos muy abiertos, mirando como siempre muy hondo, muy triste, a la Carmelita que detrás del mesón lloraba desesperada, como una loca, la muerte del gringo, de ese pobre gringo que la había sabido querer y que ella también quería. Sí, lo quería mucho, con miedo, con pena, con angustia…

¡Pobre gringo! Allí estaba él, muerto, mirándola con esos ojos tan claros, tan buenos…

Y nadie sabía cómo se llamaba, ni de dónde venía ni para dónde iba. ¡Allí quedó él para siempre jamás!

Y los labios de la Carmelita murmuraban como en una oración: ¡Pobre gringo!... ¡Pobre gringo!



La Nación, 31 de julio de 1921

2 comentarios:

Jai Jagdeesh Kaur dijo...

Definitivamente es un muy wen cuento. De hecho me recordó a otro, similar en cuanto a lo que te comenté del “Pobre Gringo”. Se llama “Don Eufan” (no recuerdo al autor). ( y no es joda)
Así que como ando pedigüeña, te solicito que subas más textos de ese estilo, pa nutrir mi espíritu desahuciado. (jajaj, el drama siempre presente, como corresponde a una seudo actriz-dramaturga-tramoyista)

Que estes bien

Chau =)

Hugo dijo...

Gracias por estos aportes. En mi adolescencia, por allá por los 60s, supe de este dramaturgo, Hugo Donoso, leyendo a Nicomedes Guzmán (La Sangre y la Esperanza). Y quise saber si era recordado. Una calle llena de basuras y moscas en el barrio Matadero (en esos años), cerca de una antigua estación de los viejos carros de Santiago.
No sabía que también fuese escritor de cuentos. Tampoco sabía de su trágica y jóven muerte.
Todo un descubrimiento.
Gracias
Hugo Donoso Vidal